Dormí muy mal aquella noche, a pesar de lo cansada que estaba. Víctor roncaba, y mucho, pero lo peor era cuando, a duras penas, yo lograba conciliar algo el sueño. Mi regreso a la República despertaba en mí viejas pesadillas, sobre todo la guerra y el exilio.
Aquella noche soñé con la sangre derramada en el hospital. Y la sangre, los cuerpos muertos, y el fuego me traían de vuelta a los horrores del campo de batalla. Aparecí de golpe en un enfrentamiento casa por casa en una lejana ciudad fronteriza. ¡Casa por casa! En cada casa, pisos parecidos a los de la Colmena avanzabas encontrando cadáveres... O haciéndolos... ¡Qué horror! Vino a mi sueño el fantasma del cuerpo del primer fascista que alcancé con mi fusil. Era un muchacho más joven que yo. Se le encasquilló el arma, así que pude matarle y sobrevivir. Así era la guerra: o ellos o nosotros.
Entonces viajé de la guerra al exilio: No sé si el sueño se mezcló con el recuerdo, o estaba despierta y simplemente recordaba, pero era como si reviviera segundo a segundo aquellos días. Era la madrugada en que me enteré de que se había iniciado una rebelión en Sumailati. Yo estaba destruyendo mi cuerpo y mi mente en un antro de mala muerte en Copperfild, en el continente. Consumía habitualmente una sustancia llamada loto dulce que me ayudaba a olvidarlo todo, a cambio de destruir un buen puñado de neuronas. Era mucho más relajante e inocua que el nirvana, pero también mucho más cara. Supuestos “amigos del alma” que querían intimar conmigo, me la proporcionaban a cambio de una sonrisa o de un poco de conversación irrelevante. Me tiraban los trastos y yo les birlaba el dinero. Esa era la vida que llevaba en los últimos años de mi vida: había abandonado la militancia y ahora, el dinero que conseguía trabajando de camarera los gastaba en la noche, en olvidar… Justo se difuminaban los efectos de mi último colocón de loto cuando sonó en el noticiero matutino la noticia de la rebelión sumailatiana: miles de personas habían tomado la noche anterior las calles de la capital de aquella Potencia Fascista. También explicaban que los trabajadores del puerto habían ocupado las instalaciones y habían hundido los buques de guerra allí atracados.
Mi amiguita de colocón, una bollera mucho más especializada que yo en utilizar a los hombres para conseguir dinero, se rió de los sumailatianos y predijo que al día siguiente todos volverían a sus casas y nada habría cambiado. ¡Ese estúpido cinismo que yo siempre había detestado! Pero para su desgracia no fue así: al día siguiente hubo más manifestaciones. También hubo represión, cargas policiales, heridos y detenidos. Yo sabía que no era algo pasajero. Hacía años que no se movía un alma en Sumailati y aquello sólo podía significar el principio del fin.
Mi amiguita de colocón, una bollera mucho más especializada que yo en utilizar a los hombres para conseguir dinero, se rió de los sumailatianos y predijo que al día siguiente todos volverían a sus casas y nada habría cambiado. ¡Ese estúpido cinismo que yo siempre había detestado! Pero para su desgracia no fue así: al día siguiente hubo más manifestaciones. También hubo represión, cargas policiales, heridos y detenidos. Yo sabía que no era algo pasajero. Hacía años que no se movía un alma en Sumailati y aquello sólo podía significar el principio del fin.
Fui a celebrarlo esa noche con otras dosis de loto dulce. Y en el bar de siempre, allí, drogada, rodeada de falsos aduladores, contemplé mi rostro reflejado en un espejo mientras escuchaba desvaríos, risas y estupideces. Lo que vi no me gustó: recién cumplidos los treinta años, parecía vieja y demacrada. No me sentía yo. Me dio vergüenza. Me dio mucha vergüenza. Recordé lo que era, y lo comparé con lo que el exilio había hecho de mí.
Fue la gota que colmó el vaso. Hacía años que me estaba pudriendo. Sólo sentía despreció por mí misma. No podía recordar a mis amigos, compañeros de armas o familiares sin ponerme a llorar y odiarme profundamente y entonces recurría a más loto dulce. No aguantaba más. Decidí regresar a la República, aunque allí no me estuviera esperando nadie.
De golpe escuché como Gloria se marchaba a trabajar mucho antes de que saliera el sol. Ya no recordaba, ya no soñaba. Estaba despierta de vuelta a la Colmena de Cáledon. El bebé comenzó a llorar y Bruno, el “manitas”, se levantó a consolarlo. Con los primeros años de la República se había establecido una red de guarderías públicas de cero a tres años en casi todas las ciudades. Eso fue antes de que colapsaran muchos bancos... Ahora no quedaba nada, solo el paro y los abuelos para cuidar a los bebés. Los bolcheviques defendíamos que la mujer nunca sería libre mientras no hubiera guarderías públicas suficientes.
Poco a poco el ajetreo de la calle y del edificio fue despertando a mis compañeros. Bruno nos trajo algo desayuno. Víctor tenía mucho mejor aspecto. En cuanto a Pablo, fumaba con ansiedad un cigarrillo asomado a la ventana.
- ¿Cómo es que tratáis de montar un sindicato? - preguntó Víctor a Bruno
- Cuando terminó la guerra el gobierno prometió trabajo, reconstruir el país... Pero ya sabes, todo fueron promesas. Lo único que se reconstruyeron fueron los beneficios de las empresas. El paro tiró por los suelos los salarios, y al ilegalizar los sindicatos bolcheviques la jornada laboral aumentó y muchos derechos adquiridos se perdieron. La excusa era incentivar a los empresarios para que reconstruyeran la economía... Lo que hicieron fue lucrarse. Al principio todo fue para atrás... Y aun sigue habiendo mucho miedo... Pero la gente necesita vivir.
- Los trabajadores siempre vuelven a levantarse - afirmó solemnemente Víctor.
- Solo han pasado seis años desde el final de la guerra. Nadie quiere hablar de bolchevismo, pero la gente tiene hambre... y mucha rabia acumulada. Entorno a mi mujer esta cristalizando un pequeño grupo de trabajadores que buscan alguna orientación... Si pudieras... – Bruno me miraba.
¡A no! ¡Eso no! Me negué en redondo. Repetí una vez más que yo ya no era bolchevique. Pablo acudió a mi rescate pero con todos los prejuicios incubados durante la guerra civil y la posguerra:
- Yo era muy joven, un adolescente, pero viví la guerra civil como muchos, y el bolchevismo solo trajo desgracias. Hubiéramos estado mejor sin ellos. Si ella quiere olvidarse de todo eso, ¿por qué no la respetáis? Conozco gente en Davenport que nos podría conseguir papeles nuevos. Yo estuve allí y sería un buen lugar para refugiarnos hasta que las cosas se tranquilizaran. Yo lo que quiero es paz. Te ayudé a salir del hospital, pero no me imaginé que me metería en un tinglado así.
Víctor no estaba de acuerdo.
- Ella - refiriéndose a mí - renunció a ser bolchevique, pero eso no significa que tenga, ¡tengamos! que darle la espalda al mundo. Bruno nos está pidiendo su ayuda. Tú sabes, Pablo, lo dura que es la vida. Ella puede ayudarles, aconsejarles. Siempre podremos huir y escondernos.
Me quedé pensativa. La idea de Pablo me seducía. Huir. Escapar. No obstante Davenport era conocida como “la ciudad cloaca” y además allí la mafia era poderosa. Y donde estuviera la mafia es muy probable que aparecieran más mercenarios y paramilitares. No podía olvidar que no solo las autoridades me buscaban. Pensé, una vez más, que volver había sido un grave error. Miré a Bruno. No discutiría mi decisión. Y aunque ahora le negara mi ayuda, él seguiría dispuesto a dar su vida por mí. Mire a su bebé. 'La clase obrera siempre vuelve a levantarse', en el Partido se insistía en esa idea una y otra vez.
- Tranquilo Pablo - tomé la palabra - Tengo las mismas ganas que tú de qué me pillen, me encierren… o vete tú a saber… Ir a Davenport puede ser una posibilidad. Necesitamos papeles… Y sabes que nos guste o no, después de lo del hospital estamos juntos. Siento haberte metido en esto. Pero no puedo dejar en la estacada a Bruno. No tratan de reconstruir el Partido, solo quieren recuperar algunos derechos. Mucho no puedo ofrecerles, solo algunos consejos. Luego nos iremos.
Bruno y Víctor se miraron aliviados. En el fondo Bruno estaba convencido de que yo no le dejaría en la estacada. Pablo termino su cigarrillo y me miró, a la cara y no a los pechos para variar, con unos ojos dulces como nunca le había visto.
- No te culpes... Si me hubiera quedado entre las escobas y fregonas donde me escondía, ahora estaría seguramente muerto como la mayoría de la gente del hospital... Tienes razón en que estamos juntos en esto. Además, jejeje, por si no te lo he dicho antes, quiero ganar méritos para llegar a acostarme contigo y que seas mi novia. Si me voy... ¿Qué posibilidades tendría?
Todos nos reímos con ganas, hasta que nuestras carcajadas molestaron al bebé que se hizo notar con un berrinche. Decidí que ayudaría a su padre en lo que hiciera falta.
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