Nunca podré olvidar la guerra. Es el infierno en la tierra. Pero fue necesaria. ¡Era cuestión de vida o muerte! Los fascistas arrasaban todo a su paso. En las ciudades que caían en sus manos, patrullas fascistas iban barrio a barrio, casa a casa, con una lista de trabajadores. Ya porque eran dirigentes sindicales, o porque habían destacado en cualquier cosa, ya porque no eran blancos, o porque eran ateos, o porque el señorito de turno los había incluido en su lista particular de agravios, muchas veces personales… Y a todos los fusilaban allí mismo, ¡a todos!, sin excepciones, sin importar sexo, edad… Después de asesinarlos y robarlos simplemente prendían fuego al cadáver.
Las columnas de humo negro que se elevaban en las ciudades caídas alimentaban la resistencia desesperada de las que aguantaban los bombardeos y el asedio militar. Allí donde los trabajadores tomaron en sus manos la defensa, se resistió y se sobrevivió… allí donde la iniciativa la tenían las fuerzas del gobierno o los antiguos dirigentes socialdemócratas corrompidos, los fascistas llevaban la iniciativa, conquistaban y asesinaban. Algunas localidades cayeron a traición: sus mandos militares republicanos decían ser leales, pero en cuanto la milicia obrera dejaba el pueblo o la ciudad para acudir en socorro de otros lugares, se entregaban para salvar sus vidas y propiedades.
Columnas de humo negro… cuando avanzábamos a marchas forzadas y las divisábamos en el horizonte, era la señal de que llegábamos tarde… Columnas de humo negro… como la columna de humo negro del hospital, que me recordó todo aquello… Pero los muertos del hospital no formaban parte de ninguna lista…
Bruno interrumpió mis pensamientos, pensamientos oscuros que no me llevaban a ningún sitio...
- Tenemos que irnos de aquí capitana.
- No tienes que llamarme capitana, Bruno, la guerra terminó hace mucho tiempo.
- Ojala pudiera decir lo mismo capitana... Por desgracia la guerra continúa a diario, sobre todo para los que en el pasado luchamos.
Bruno nunca había sido bolchevique, pero había sido un luchador sacrificado y muy valiente. Era fiero y alegre. Pero ahora, parecía sumido en una infinita tristeza, abatido... Eran esos los resultados de las dos guerras.
- ¿Sabes que fue de Jaime? - le pregunté.
- Ni idea - me respondió con cierta indiferencia.
- Nadie lo sabe - intervino Víctor, tratando de no perderse nada, a pesar de la gravedad de su herida en la mano. Se la agarraba con fuerza tratando de evitar en vano que siguiera chorreando sangre. - Nadie sabe a donde fue Jaime. Sólo se sabe que abandonó La República junto a unos pocos fieles cuando ya todo estaba perdido. O eso se dice.
- Tenemos que llevárnoslo de aquí. - señaló Bruno - Conozco un lugar seguro, pero tenemos que darnos prisa. La ciudad estará plagada de controles.
Y apareció Pablo con la solución, conduciendo una furgoneta plateada. Estaba allí aparcada en el parquin y al joven le gustó. Con una nueva habilidad hasta entonces escondida – ¡vaya caja de sorpresas!- Pablo la había abierto y la había puenteado. Aunque pronto denunciarían su robo, por el momento nos serviría para escapar. Me monté atrás con Víctor. El anciano cada vez estaba peor. Estaba pálido y sudoroso. Pablo condujo la furgoneta indicado por Bruno.
Tomamos varios rodeos y en más de una ocasión tuvimos que dar giros y frenazos bruscos. Bruno y Pablo me explicaron que todo eso era para evitar las grandes avenidas y los controles policiales. Nuestra única ventaja era que probablemente la policía pensara que intentaríamos abandonar Cáledon y, sin embargo nuestro objetivo era una de las zonas más populosas de la ciudad, el barrio de La Colmena.
Antes de llegar, entre movimientos espasmódicos, el anciano, sujetando con fuerza mi mano con su mano sana, me dijo:
“'¡No te rindas muchacha! Recuerda por qué dejaste el exilio. Eres todo lo que queda. Eres la última bolchevique”. Yo recuerdo que una vez más pensé para mí: “No anciano, te equivocas. Yo ya no soy bolchevique”.
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