Relatos de Jjojismos

· La última bolchevique (concluido), una mujer regresa del exilio y se encuentra con un país devastado por la guerra. Perseguida, deberá aliarse con los compañeros que la traicionaron para luchar por su supervivencia.
· Una nueva historia (en proceso), 1913, han asesinado al hijo de un importante empresario, el detective Jhan, un troglo, no cree que el sospechoso detenido, un trabajador de oficinas mamón, sea el verdadero asesino.
· Jaime (en proceso), la secuela de La última bolchevique. Bella, colaboradora de los nuevos bolcheviques se lanza a la búsqueda del a la par odiado y amado Jaime para evitar una nueva guerra.
· La muerte de Ishtar (en proceso), nos situamos a finales del siglo IV, principios del V. La nueva religión cristiana se abre paso frente a las antiguas creencias paganas. Dos mundos chocan y luchan entre intrigas, persecuciones y aventuras.

miércoles, 27 de febrero de 2013

Capítulo 6, el asesino 2.

Para entrar en Davenport teníamos que atravesar el puerto. Por primera vez desde mi exilio pude ver el mar. Siendo de New Haven la mayor parte de mi vida la había pasado en el interior, sin embargo, había algo en el mar que me atraía, que me relajaba, que calmaba mis nervios. Las olas encrespadas pronto se ocultaron tras las estructuras portuarias. 
 
Allí decenas de contenedores se apilaban en una gran explanada situada entre la carretera y el mar. Dentro de esos contenedores habría productos para el mercado legal, pero, sin duda, también contrabando. Pese a que ya era bastante tarde –una vez más pasamos casi todo el día en la furgoneta viajando-, había muchísimo movimiento en el puerto. Los estibadores trabajaban desde antes de los primeros rayos de sol hasta bien entrada la noche. Eran hombres grandes y musculosos... aunque también con prominentes barrigas cerveceras. Las grúas gruñían en su movimiento. Al fondo del puerto, los barcos hacían notar su presencia con sus luces y sirenas. Todo era gris. El cielo, las nubes, el asfalto, el hormigón, las gaviotas... El alma de muchos de los habitantes de Davenport.
 
- Aquí podríamos conseguir papeles en regla - explicó Pablo mientras conducía -. Con ellos podríamos irnos de la República. Dejar atrás las peleas, las muertes... - Se le iluminaron los ojos soñando en la anhelada libertad que no lograba alcanzar. Por un instante, tras todos los conflictos en New Haven, Pablo volvía a ser aquel muchacho inocente e inofensivo que me había encontrado en el hospital de Cáledon. 
- ¿Quieres irte de la República? - le pregunté a la vez que le pasaba mi mano por su hombro derecho desde la parte de atrás de la furgoneta. 
- Tú no te iras, ¿verdad? 
- Tal vez cuando termine este trabajo. Cuando encuentre a los antiguos bolcheviques que quedan. Después, no sé… nada me retiene aquí. 
 
Noté como, mientras Pablo se relajaba, el rostro de Helena se enturbiaba. Me di cuenta de que no era cierto lo que acababa de decir y al soltarlo a ella le había herido. No podía jugar con los sentimientos de las personas. Allí donde iba mis acciones seguían haciendo daño, ya fueran inocentes, ya fueran mis amigos y aliados... Me acordé del bebé de Bruno... Y me vino a la mente el recuerdo de aquel comisario gordito llamado Santos que había ofrecido su vida por la del bebé. 
 
- No obstante – Víctor y su pragmatismo interrumpió mis reflexiones - los papeles nos vendrían muy bien. ¿Dónde los podríamos conseguir? 
- Conozco a un tipo llamado Kart Renó que nos los podría facilitar, a un precio claro. Encontrarlo no sería complicado, regenta una discoteca famosilla de Davenport. 
- ¿Tuviste que acudir a sus servicios en el pasado, Pablo? - Era Helena la que interrogaba incisiva. - Alguien que pelea como tú no es un civil normal. 
- ¡Ah! ¡Cállate! - le espetó con una tremenda brusquedad Pablo, pero Helena continuaba hablando: 
- Eres joven, pero no lo suficiente como para no haber participado en la guerra civil.
-¡Qué te calles! – Víctor parecía disfrutar escuchando la pelea, yo no sabía qué hacer, cómo interceder. Pablo ya se había mostrado incómodo con Roger, y Víctor desconfiaba de Helena. Sólo faltaba que las indiscreciones de nuestra nueva compañera complicaran aún más la armonía del grupo. 
- Tras la cual, ¿por qué necesitarías una nueva identidad? - terminó la ciega dejando aquella duda en el aire. 
-¡Basta! 
 
El grito de Pablo resonó en toda la furgoneta. Frenó bruscamente, a punto de provocar un accidente: El coche que iba detrás de nosotros pudo maniobrar a duras penas para evitar un golpe. Pablo estaba alterado, nervioso, apunto de ponerse a llorar.
 
-¡Deja al muchacho, asesina! – Víctor, sobresaltado por el frenazo aprovechó la oportunidad para mostrar una vez más su rechazo a Helena y, de paso, ganar unos puntos de cara a Pablo. – ¡Tú has venido aquí para destruirnos, para enfrentarnos! 
 
Ahora era Helena la ofendida. ¿Qué tenía que hacer para demostrar que ya no tenía intención de asesinar a aquel viejo? Víctor siempre estaba ahí, dispuesto a envenenar su relación conmigo, a dudar de sus palabras y acciones. Ese viejo -pensaba Helena- no entiende todo lo que he pasado para estar aquí ahora. En todo caso, yo también sabía que Pablo ocultaba cosas de su pasado y que no todo el mundo tenía esas habilidades en la lucha. 
 
- Si te he ofendido, Pablo, te pido mil disculpas. Seguía un hilo de razonamiento, pero no quería herirte. Lo siento. 
 
Las disculpas de Helena parecían surtir efecto y tranquilizar a Pablo. Era Víctor el único que continuaba nervioso. 
 
Volví a pasar mi mano por el hombro derecho de Pablo, siempre buscando que el muchacho se relajara, pero en esta ocasión, con la otra mano rocé con suavidad a Helena. A ella le dediqué una amplia sonrisa, pero sé que la ciega no podía verla. No obstante el contacto de mis dedos la tranquilizó, me cogió con ternura la mano. Mientras, Pablo, mucho más calmado, reanudaba el viaje. En los siguientes metros reino un completo silencio. Sólo Víctor, unos cuantos kilómetros más adelante, cuando ya habíamos dejado atrás el puerto y nos adentrabamos en la ciudad, se atrevió a abrir la boca  para pedirle a Pablo que nos llevara a esa discoteca famosa donde conseguir los papeles.

lunes, 25 de febrero de 2013

Capítulo 6, el asesino 1.


Davenport es el principal puerto de la República. Lo era desde tiempos inmemorables gracias a su ubicación: una bahía protegida de los golpes del mar, fácilmente defendible y con suficiente profundidad, sin necesidad de ser dragada, para que puedan atracar barcos de gran calado. Aun se cuentan historias de piratas, de sirenas, tesoros y ballenas relacionadas con Davenport. Desde Davenport, tanto los productos industriales de Cáledon como los agrícolas de New Haven se distribuyen a otros países, tanto a los países del continente como a las antiguas colonias. Pero sobre todo llegan productos. La República exporta, pero sobre todo importa: combustible, tecnología, ropa... Miles de contenedores se almacenan en el puerto de la ciudad con productos esenciales para la economía republicana y la vida de sus pobladores.

Los estibadores del puerto de Davenport habían sido una parte importante de la columna vertebral del Partido bolchevique. Ya durante décadas habían jugado un importante papel en la lucha de clases. Por ejemplo, cuando las Potencias fascistas comenzaron a ascender en la política continental, los estibadores boicotearon sucesivamente el envío desde la República de armas y productos de factible uso bélico para los gobiernos fascistas. Esta acción fue respondida por el entonces gobierno socialdemócrata republicano con la militarización del puerto de Davenport, para garantizar los tratados comerciales internacionales. Y sí, con la represión, los tratados finalmente se respetaron, eso sí, con mucha resistencia de los estibadores, pero para el gobierno socialdemócrata, desgastado y desprestigiado, el enfrentamiento directo con los estibadores sería un tremendo clavo en su ataúd: poco después terminaría cayendo, dando paso a la coalición demócrata-republicana que iría conformando el actual Partido gobernante. Como resultado de todo aquello, cientos de estibadores se fueron pasando en masa al bolchevismo.

Años después, al concluir la guerra antifascista, al parecer en Davenport los estibadores llevaron las proclamas de Jaime contra el gobierno de la República hasta el final. Paralizaron el puerto, tomaron las calles, ocuparon los edificios oficiales y proclamaron la Comuna de Davenport. La ciudad estaba en sus manos. Pero el ardor revolucionario de los estibadores no era igual de compartido ni por la masa rural que rodeaba la ciudad, ni por otros colectivos de trabajadores mas desgastados por la guerra. Éstos, justificados por el viejo Comité Central, echaban en cara a los estibadores que ellos no habían sido llamados a armas en la guerra porque el gobierno les necesitaba para mantener el funcionamiento del puerto.

Jaime trató de enviar algunas de sus milicias para que la Comuna de Davenport resistiera. Pero no pudieron atravesar las líneas enemigas. Mientras tanto la ciudad, aislada, cercada, sufrió duros bombardeos de aviación y artillería y finalmente los estibadores, a su pesar, se rindieron.

La represión fue salvaje. Fusilados, cárcel, linchamientos... Prácticamente toda la plantilla del puerto fue reemplazada por gente nueva, traída del campo o compuesta de gente que se había mantenido leal a la República. El gobierno quería que nada volviera a ser igual en Davenport. Necesitaba su puerto, pero necesitaba otros estibadores.

El sindicato estibador ahora prohibido fue reemplazado por una poderosa mafia, vinculada a los negocios más espurios de las cloacas republicanas y que controla por completo la CTR de Davenport. La Mafia de Davenport utiliza el puerto para impulsar un floreciente tráfico de drogas, armas y mujeres, los tres grandes negocios que mueven millones y millones de sólidos. Los grandes financieros republicanos blanquean allí su dinero, las autoridades miran hacia otro lado tras su correspondiente comisión y los negocios locales son mayoritariamente propiedad de la mafia, cerrando un círculo que fusiona a empresarios, políticos, banqueros y mafiosos: son las mismas personas, los mismos intereses. La barbarie y la corrupción habían sustituido a la revolución.

domingo, 24 de febrero de 2013

Capítulo 5, el tartamudo 13.

Pasamos el resto de noche durmiendo en los barracones de Lutiere. Sulim nos consiguió cinco camas para que pudiéramos descansar en condiciones. Fuimos recibidos con mucho calor humano, estaban muy agradecidos a nuestra intervención. Por si acaso, los hombres, que querían recuperar la iniciativa frente a las mujeres, organizaron guardias para vigilar el perímetro. Víctor seguía temiendo a Helena. Estaba convencido de que si dormía la asesina ciega aprovecharía para rajarle el cuello. Roger, por su parte, estaba bastante abatido. Se sentía orgulloso por lo que había hecho, pero desconocía cual sería ahora su camino y eso le desconcertaba. Sabía que no podía volver a casa. Pablo también estaba inquieto. Cada tramo del viaje parecía quedar menos de aquel muchacho que había conocido en el hospital y aparecía ante mí una máquina de matar. Pablo me preocupaba, aunque parecía que su tensión con Roger había amainado. 

Antes de dormirme llamé a Bruno. Le informé de los avances en New Haven: de que Orestes se comprometía a reunirse con Verónica en Cáledon. Bruno por su parte me explicó que se habían salvado todos los trabajadores y sus familiares de la fábrica, pero que, claro está, no tenían casa a la que regresar. La mayoría le habían pedido papeles para ellos y sus familias para así poder abandonar la República, pero James -el que parecía el cabecilla del grupo de trabajadores- y Selma -la mujer que más reticencias había mostrado contra mi- habían decidido quedarse y ayudar a la Red, a Bruno, a continuar la lucha de manera clandestina. Eran muy buenas noticias. 

Esa noche volví a soñar. Me encontré en mi casa de Stamford. Me vi a mi misma de niña en el regazo de mi padre. Él me explicaba, no sé el qué. Pero yo de niña le prestaba mucha atención. Simultáneamente yo de adulta miraba aquella escena. Iba armada y sentía un irresistible impulso de disparar contra yo-niña. Disparé. No pude evitarlo. Y era Orestes el que moría. Me giré y Verónica, Víctor y mi yo del exilio -gris y colocada- se reían de mí. Volví a mirar el cadáver de Orestes y era yo misma la que yacía en el suelo. 

Me desperté sobresaltada en medio de la madrugada. Todos dormían excepto Helena que, en el mayor de los silencios, pese a su ceguera, parecía que me observaba. 

- A mí también me cuesta dormir - me explicó la ciega. - Entre los semitas se dice que sólo duerme bien quien está limpio por dentro. 

Miré instintivamente a Pablo y a Víctor. En el caso del anciano, incluso el temor a la muerte había sucumbido ante el cansancio y el sueño. 

- ¿Por qué no duermes tú? - le pregunté. 
- Estos dos días contigo lo han cambiado todo, Exiliada. Verás… Saúl me convirtió en lo que soy. Ahora es lo único parecido a una familia que tengo. Y por eso le odio. Llevaba tiempo buscando una oportunidad para vengarme. Desconozco las causas, pero sé que se juega mucho contigo. Él quería que asesinara al viejo y que a ti te dejara con vida. Pero te juro que no sé el porqué, yo solo cumplía órdenes. Pero cuando comencé a seguirte, pensé que si me ganaba tu confianza y eliminaba al viejo podría acercarme lo suficiente a Saúl sin que sospechara y destruirle. 

Nos quedamos un instante mirándonos... Bueno, yo la miraba; ella permanecía frente a mí, hermética, escuchando mi respiración y, como más tarde me reconocería, sintiendo el latido acelerado de mi corazón. 

- Él te está buscando, Exiliada. Te quiere capturar viva y es capaz de hacer cualquier cosa para conseguirlo. Saúl es un monstruo, sólo quiere poder. Y piensa que si te coge su poder se incrementará. Te usará y te destruirá. No se lo permitiré. 
- ¿Qué te hizo? 
- Me depravó. Asesinó todo lo bueno que había en mi interior. Me transformó en un monstruo a su imagen y semejanza. 
- Me niego a creer que no haya nada bueno en ti. 
- Solamente soy una asesina. 
- No es cierto. 

Las dos sabíamos lo que queríamos que pasara. Pero no podía pasar. No entonces. Nos cogimos de la mano y nos tumbamos una junto a la otra. Y entonces sí pudimos conciliar el sueño. 

Antes de que amaneciera ya estábamos en pie. Teníamos que continuar nuestro camino y abandonar la región de New Haven. Corrían rumores de que la República había movilizado al ejército para apaciguar los campos y que las tropas estaban en camino. Los semitas habían madrugado para esconder armas, trasladar heridos lejos de aquellos barracones y ocultar a los, más bien las, cabecillas de la resistencia a los fascistas. En todo caso nuestro camino nos alejaba de allí, rumbo a Davenport. 

Helena se sumó al grupo, pese a las quejas de Víctor. Roger y Sulem también querían acompañarnos. Sin embargo decidí seguir un criterio similar al de Bruno. En mi opinión tenían que quedarse en New Haven. Lo más urgente era ayudar a los semitas contra la represión. Orestes había pintado un futuro complicado y tenía parte de razón. Roger tenía conocimientos y acceso a tecnología muy útil y Sulem era valiente y con mucha personalidad. Allí podían hacer un gran trabajo. Puse a Roger en contacto con Bruno e intercambiamos números de móviles seguros para mantenernos informados. 

Y creo que fue muy correcto lo que les propuse porque, si durante las últimas horas Roger era una especie de alma en pena, ahora, con una misión muy concreta en la vida, con un objetivo, con un sentido, parecía que ya no le importaba que su vida anterior se hubiera terminado. Roger, el tartamudo, ya no tartamudeaba. Había roto con su pasado. Con su vida de esnob pijo. En sus adentros se despidió de sus padres, médicos, de su familia, de su hogar confortable. Había decidido, no sólo luchar de manera casual y protegido por el ala protectora de su familia, había decidido luchar con todas las consecuencias contra un sistema social sobre el que se construía toda la opresión y miseria de los que le rodeaban. 

Llegó la hora de la partida. Abracé al nuevo Roger, dispuesto a despedirse de mí con una sonrisa de oreja a oreja y un “hasta la vista” y estreché la mano con Sulem, la joven heroína. Montamos en la furgoneta y emprendimos el camino a Davenport. En un bolsillo llevaba un tesoro, la foto de mi adolescencia en las Juventudes. En el corazón llevaba otro: la proximidad a Helena y nuestros sentimientos mutuos. 

FIN DEL CAPÍTULO 5

Capítulo 5, el tartamudo 12.

¡Encontrarme con Orestes en mi antigua casa! Eso no tenía ningún sentido. Víctor estaba convencido de que se trataba de una nueva trampa de Helena. Decía que era muy probable que las BAB me estuvieran esperando allí; que era una locura que fuera y mucho menos sola. No obstante Sulem me explicó que Moham realmente sí era un colaborador muy cercano al blanco al que llamábamos Orestes. En Sulem sí confiaba. Es lo que da la lucha hombro con hombro. Helena también me garantizaba que ella no tenía nada que ver. Así que me aventuré a acudir a la cita aunque la perspectiva de volver a mi hogar paterno no era de mi agrado. Fuimos todos en la furgoneta. Aunque mis compañeros no pudieran entrar en la casa siempre venia bien algo de ayuda por si las cosas salían mal. Sulem desafió a su marido para venir con nosotros. Mientras tanto, Víctor no le quitaba el ojo de encima a Helena. 

Cuando llegamos a Stickton y a mi antiguo hogar paterno ya era noche cerrada. El cielo estaba despejado y la luna y las estrellas iluminaban el firmamento en todo su esplendor. Aparcamos la furgoneta y Pablo fue a inspeccionar la zona. Volvió sin novedades. Todo parecía tranquilo. Así que Moham y yo nos bajamos y nos acercamos hacia mi antigua casa. Moham era un semita de mediana edad. Debía rondar los cuarenta. Era muy hermético e ignoraba las preguntas que yo le hacía sobre Orestes. Lo único que me explicó es que, cuando Helena acudió a los campos a informar del ataque fascista, telefoneó con un móvil-seguro a Orestes para pedir instrucciones. 

¡Mi antigua casa! O lo que quedaba de ella. Como otras casas de Stickton, estaba en ruinas, abandonaba. Si las BAB no vigilaban mi casa, era por que no había nada que vigilar. Las paredes y algunos trozos de los tejados se mantenían en pie, pero las ventanas y puertas estaban reventadas, las piedras ennegrecidas por el fuego y el interior se había convertido en un vertedero. Todo el interior había sido saqueado. Aquel viaje cada vez se parecía a un viaje dentro de mi misma... ¿Tenía la necesidad de ver aquello? ¿Tenía Orestes alguna perversión sádica que le hiciera disfrutar torturándome de esta manera? 

Reconocí el lugar donde mi padre se sentaba todos los domingos a leer la prensa. Allí esperaba a que mi madre volviera del templo religioso para, juntos, preparar la comida. Los domingos acostumbraban a hacer arroz asartenado con verduras y pescados, un plato que a mi me encantaba, pese a la verdura y al pescado... ¡Quería salir de allí! Recordar todo aquello, contrastarlo con la dura realidad de hoy… era muy doloroso. 

- Tenías que verlo Exiliada. 

Esa voz era de Orestes. Una voz envejecida, menos firme que la de antaño, más ronca, pero igual de elocuente y convincente. Me giré para verle y allí me lo encontré, mirándome fijamente mientras Moham me apuntaba con una pistola. 

- Cayo sabía que volverías, pero yo tengo mis dudas de que no hayas vuelto para servir de instrumento a los fascistas. 

Orestes me miraba por encima del hombro con una pose de soberbia que el paso del tiempo no había mermado. Seguía siendo el mismo de siempre. 

- ¿Te das cuenta de lo que tus acciones irreflexivas han provocado? Y no hablo de la destrucción del hospital de Cáledon. Aquí en New Haven, de la mano de una agente de las BAB, revientas una fiesta de la oligarquía de la región para luego organizar a las mujeres semitas y humillar a una banda fascista. ¿Qué creías conseguir con esas acciones? ¿Sigues en guerra contra el mundo Exiliada? 

Orestes no me dio tiempo para explicarme. 

- Una vez más, acciones irreflexivas toman caminos peligrosos. Oligarcas y fascistas se sentirán avergonzados y furiosos. Se vengarán de los semitas. ¿Y estarás tú otra vez para protegerlos? Traerán a más fascistas e incluso a las BAB para dar un escarmiento a los jornaleros. Y a los que abandonaron su puesto de trabajo para ir a los barracones, les despedirán y les añadirán a una lista negra. 
- Es mejor no haber hecho nada, ¿no? - interrumpí al antiguo dirigente. 
- No has aprendido nada de las guerras y el exilio. Las acciones audaces son fundamentales, pero también hay que valorar las consecuencias de esas acciones. 
- En este caso te equivocas Orestes - le volví a interrumpir -. Las mujeres semitas derrotaron a los fascistas. ¡Ellas mismas! Si lo hicieron una vez, pueden hacerlo más veces. En el pasado tú mismo luchabas contra todos los escépticos que se mofaban de nosotros cuando defendíamos en solitario que la clase obrera es fuerte, que la clase obrera puede, que la clase obrera es capaz. 
- ¡No, no, no! ¡No es eso! ¡No escuchas nada! Cayo se equivocaba. El exilio no ha aminorado tu arrogancia. Aquí en New Haven veníamos desarrollando un paciente trabajo clandestino de unión, de crear lazos entre... 
- ¡Entre mujeres muertas y niños aterrorizados! Que es lo que habría, ¡de no haber organizado la resistencia del barracón! 
- ¡La revolución avanza con el látigo de la contrarrevolución! - sentenció Orestes. 
- Eso decíais con la invasión fascista y vuestra inacción lo estropeó todo. 
- ¡Nuestra inacción! ¡Cómo te atreves! Estábamos preparando la toma del poder. ¡Todas esas milicias de Jaime las habríamos podido utilizar para derrocar al gobierno y entonces luchar contra el fascismo y hacer la revolución simultáneamente! Ese era el plan. 

Seguir discutiendo no aportaría nada bueno. No estaba de acuerdo con él, con su arrogancia de sabelotodo. Quería acabar el trabajo, sacar algo de información e irme de allí, salir de esa casa. 

- Leí las actas del día que comparecí ante vosotros tras la guerra antifascista. No era eso lo que decíais. 
- ¿Las has leído? ¿Las actas? ¿De dónde las sacaste? ¿Quién las conservó? 
- Verónica 
- ¿Verónica? Hace mucho que no sé nada de ella. La creía muerta. 
- Me envió a buscarte, a ti y a los demás. – Orestes parecía sorprendido -. Cuando me fui de la sala – regresé al tema de las actas- parece que reconocisteis parte de vuestros errores. Entonces ¿por qué me exiliasteis? 

A Orestes no le gustó mi comentario. 

- Nos equivocamos en la guerra antifascista, Exiliada. Nosotros siempre reconocemos los errores. Pero eso no significa, ni muchísimo menos, que vosotros actuarais correctamente. Cuando compareciste ante nosotros tú ya no eras una bolchevique. Te enviamos al exilio para que reflexionaras y aprendieras. Cayo confiaba en ti, pero yo tenía mis dudas. Las sigo teniendo. Tus esfuerzos aquí en New Haven han sido sinceros. Lo reconozco. Pero me temo que ahora se iniciará un baño de sangre... 

Orestes se detuvo por un instante. Parecía reflexionar. Yo no estaba de acuerdo con su última afirmación, pero no quería polemizar. Las mujeres semitas eran ahora más fuertes, estaban más organizadas: estaban, por tanto, mejor preparadas para enfrentarse a la represión. No plantar cara por miedo a las consecuencias, por miedo a la debilidad, es agachar la cabeza, es desmoralizarte y debilitarte aún más. 

- ¡Cuánto tiempo ha pasado! – el gran Orestes empequeñecía aplastado por los recuerdos. – Tras la reunión en la que te exiliamos, tuvimos que huir de la sede del Partido… El gobierno nos puso fuera de la ley… ¡a eso nos llevó la guerra civil! Ya en la clandestinidad intentamos reconstruir la organización así que tratamos de reunir al Comité Central… ¡Fue un error! ¡Fue un acto irreflexivo! El ejército irrumpió de pronto… Muchos cayeron ese día… Los que sobrevivimos perdimos el contacto unos con otros. ¿Qué es lo que quiere Verónica después de tanto tiempo? 
- Dice que quiere reconstruir el Partido, pero no me fio de ella, no sé, parece distinta, parece… -buscaba la palabra para definir a mi antigua mentora- caída. 
- Todos hemos caído. Unos más que otros. 
- Os espera en Cáledon. 

Orestes volvió a meditar durante un instante. 

- ¡Está bien! Acudiré a Cáledon. Quizás va siendo hora de reaparecer. En cuanto a ti –recuperando el tono soberbio que siempre le había caracterizado-: Deberías de aprovechar estos viajes para reflexionar sobre todo lo que ha sucedido. Dudo que el exilio haya sido suficiente para ti. Sigo sin fiarme de ti. 

Aquel hombre me exasperaba. Me apetecía recordarle que, en su gran sabiduría, era él el que se escondía en New Haven. Era él el que no había construido nada en todos esos años. Era él el que tenía que reflexionar, pensar... Pero no tenía ningún sentido discutir más con Orestes. 

-¿Por qué me has hecho quedar contigo aquí, en la antigua casa de mis padres? ¿Algún tipo de tortura? 
- Ese es tu problema, Exiliada. Siempre fuiste brillante, con una tremenda cualidad de formar grupos, de ganar gente, de agruparla a tu alrededor, pero siempre te has tomado todo como un ataque contra ti, como algo personal. Como si fueras el centro del universo. No fuiste a la guerra a derrotar a los fascistas. Fuiste a la guerra a por gloria, a por fama… para convertirte en una especie de heroína de la clase obrera. Por eso necesitabas el exilio. Necesitabas un mazazo de humildad para que reaccionaras. Y por eso estamos aquí, por eso hemos quedado aquí: Para que recordaras lo que pasó. Para que valoraras lo que sucedió. 
- ¿Y no has pensado, sabio Orestes, que actuar con un mazo puede ser un error? ¿Que los jóvenes no nacen aprendidos y que en su aprendizaje necesariamente tienen que ser impulsivos y cometer errores? 
- Sí, sí, sí. Pero por eso en el Partido hay cuadros, camaradas con más experiencia y sabiduría. ¡Qué es lo que tú olvidaste por completo! Cuando compareciste ante nosotros ya no eras una bolchevique… antes incluso de que nosotros te expulsáramos del Partido. ¡Ya te habías perdido! Y, quién sabe, quizás este viaje que ayude a redescubrir quién eres realmente. Rebusca en tus recuerdos, Exiliada. Rebusca en tus recuerdos... 

No me explicó nada más. Ni siquiera se despidió. Tras estas palabras Orestes y Moham se fueron y me dejaron allí, a solas con mis recuerdos. Así que, por una vez, hice caso de Orestes y decidí recorrer aquellas ruinas en busca de recuerdos: 

Entré en las ruinas de la cocina. Ya no había ni rastro del olor de la cocina de mi madre... Un olor característico que me abría el apetito, que me reconfortaba... No lo recordaba. No sabría como describirlo… ¡Ya no existía!: es como si esos recuerdos se hubieran difuminado, como si ya sólo quedara en mi memoria la guerra, la muerte y la soledad. 

Subí a lo que había sido mi cuarto. Había escombros y un colchón viejo, sucio y fétido de orines... Algún indigente ocupaba aquel rincón, antes mío. En esa habitación jugaba, con mis muñecas, con mis sueños, tenía un diario... Allí me di un primer beso con un chico... ¡Y me di cuenta de que algo iba mal! jajajaja. Me reí. Era nostalgia, pero una nostalgia agradable, que me dejaba una buena sensación. 

Y entonces me di cuenta. Sobre unas cajas de cartón había una foto enmarcada. Era yo de adolescente en una manifestación. Iba con megáfono coreando consignas. Recordé ese momento: había salido en la prensa local y mi padre al verla publicada llamó al periódico una y otra vez hasta que consiguió el original y me lo regaló. Él no era bolchevique, pero estaba orgulloso de que tomara partido. Era una manifestación… ¿de la educación pública? Creo que el gobierno socialdemócrata había tratado de atacar y recortar la educación pública. Una de tantas manifestaciones de aquellos años. 

No recuerdo cuándo, ni cómo perdí aquella foto. No sé cómo la habría conseguido Orestes. Pero, pese a la aversión que aquel hombre me causaba... Agradecí que la hubiera guardado y que me hubiera dado la oportunidad de recuperarla.

jueves, 21 de febrero de 2013

Capítulo 5, el tartamudo 11.

Llamé emocionada a Helena para que dejara a los jornaleros y viniera conmigo. Ella acudió acompañada por dos hombres, uno semita y el otro blanco con los que, me contó, había logrado agrupar a los trabajadores en los campos de cultivo. A mí me acompañaba la joven Sulem, herida en un brazo, pero que se había erigido en representante de las mujeres. Me fijé que no soltaba el arma. Probablemente nunca más lo soltaría. 

La ciega y yo nos abrazamos y nos reímos de los fascistas mientras yo le relataba como habíamos logrado organizar la defensa de los barracones a pesar de las dificultades que en un primer momento habíamos tenido con los ancianos y el religioso. Le presenté a Sulem y a otras dos mujeres que habían participado en primera línea. Ella me relató cómo había logrado organizar a los trabajadores y me presentó a sus acompañantes. El blanco se llamaba Jack y el semita Moham. Cuando llegó a los cultivos había sufrido la humillación de un manijero que la insultó y la llegó incluso a tirar al barro. Ella, que pese a estar herida podría haberse cargado sin problemas al manijero allí mismo, optó por hacerse la víctima. Jack intervino para defenderla. Se quitó de encima al manijero, la ayudó a levantarse y escuchó con atención el aviso de Helena de la proximidad del pogromo. Fue Jack el que le condujo a Moham y a los demás jornaleros. Comprobé que Sulem y Moham se conocían, pero me fijé que había cierta distancia entre ellos. Supuse que para los hombres era muy incomodo el que hubieran sido las mujeres las que habían luchado y las que habían derrotado a los fascistas. 

¿Dónde estaban los demás? 

Víctor fue el primero en aparecer. Huía de un grupo de ancianas que trataban de agradecerle su ayuda con comida, ropa, masajes y caricias. Eran como moscardones alrededor suyo. Se le veía contrariado e incomodo. Tuvo que ser Sulem la que las logró dispersar y alejar, diciéndoles en dialecto semita que con sus agasajos estaban incomodándonos. Las ancianas, sin molestarse, siempre muy agradecidas, dejaron de molestar a Víctor. 

Pero, ¿y Pablo y Roger? Mientras yo hablaba animada con Helena, en otra zona del barracón los dos muchachos tuvieron el inevitable encontronazo. Antes o después tenía que suceder. Los hechos fueron, luego me contarían, más o menos así: 

Al parecer Roger estaba ayudando a una mujer a trasladar a una herida dentro del edificio religioso cuando una mano le sujetó con fuerza el hombro: Era Pablo, con la ropa y la cara manchada de hollín y sudor, y los ojos inflamados de odio. Roger se asustó. 

- Te tuve a tiro tartaja gordinflón. Sólo por lealtad a la Exiliada no te metí un tiro entre ceja y ceja. 

Roger palideció. No le entendía. No comprendía porque Pablo le había mostrado siempre tanta antipatía y ahora le amenazaba de esa manera. Lo peor es que comprendió que Pablo le decía la verdad: durante la batalla le podía haber asesinado de un disparo. Pensó en que nadie se hubiera imaginado que el autor del asesinato era Pablo y que se achacaría su muerte a una bala de los fascistas. 

- No te hagas ilusiones gordo de mierda. Nunca permitiré que sea tuya. Por muy buenos mítines que des o por muchos libros que le enseñes. 

¡Ahora lo comprendía todo!, pensó Roger. 

- Te equivocas Pablo - le respondió sin ninguna tartamudez. - No es de mí de quien tienes que estar celoso. 

Y Roger se desembarazó de la mano un Pablo sorprendido que del rojo furia había pasado, bruscamente, al pálido incomprensible. 

- Vamos con los demás. 

Los dos muchachos abandonaron el edificio religioso para buscarnos, primero marchaba Roger, erguido de satisfacción, tanto por cómo se había resultado la confrontación con los fascistas y su propio papel en todo ello, cómo por la manera en que había logrado despachar a Pablo, que le seguía a distancia y cabizbajo. 

Yo seguía hablando con Helena, Sulem, Jach y Moham cuando se nos unieron Pablo y Roger. En ese momento no les presté atención, estaba centrada en conseguir información sobre Orestes. Parece ser que Víctor si se dio cuenta de que algo había pasado entre ellos dos. 

Moham y Sulem conocían a Orestes. Sulem había coincidido con él en el barracón en varias ocasiones. Al parecer Orestes mantenía reuniones privadas con algunos hombres y traía medicamentos y libros para los enfermos y los niños. No sabía nada más de aquel blanco, salvo que ella tenía la sensación de que el ex bolchevique miraba a los semitas por encima del hombro. “Es el Orestes que conozco, arrogante como él sólo”, pensé. 

Moham sí parecía tener más trato con Orestes. Me dijo que sabía que yo estaba aquí y que le habían mantenido informado de todo. Moham creía que era muy probable que Orestes ya supiera todo lo que había pasado esa tarde con los fascistas. Según Moham, Orestes estaba dispuesto a verme esa noche. Me esperaría en mi antigua casa en Stickton. Mi sorpresa fue mayúscula. Hice un sinfín de preguntas: pregunté por la policía, que como se atrevía Orestes a citarme allí, que como sabía que yo había vuelto a New Haven… pero Moham no tenía respuestas, o no quería dármelas. Víctor me alertó de que podía ser una trampa. Moham me garantizó que no, que confiara en Orestes. Moham se ofreció acompañarme, también me indicó que mis amigos podrían ir conmigo, pero se tendrían que quedar fuera de la casa. Sulem negaba con la cabeza. Parecía no fiarse de Moham. Me dijo que también ella me acompañaría y que me cuidaría, no importaba lo que le dijera su marido. Moham gruñó. ¿Eran Moham y Sulem marido y mujer? 

El sol comenzaba a ocultarse tras las colinas que rodeaban los barracones. Mientras nosotros seguíamos hablándo, los hombres y las mujeres semitas continuaban trabajando juntos adecentando sus hogares. Habían logrado extinguir el fuego, las mujeres, ancianos y niños heridos habían sido atendidos; los cadáveres habían sido retirados y pronto recibirían sepultura... Muchas casas estaban destruidas, pero a la mañana siguiente se volverían a lazar. La tarde era calurosa así que no habría problema para que los que se habían quedado sin nada pudieran dormir esa noche. También hicieron una cena colectiva para que todos estuvieran bien alimentados después de un día tan duro. Por supuesto, nosotros estábamos invitados. Pese a todo ese trabajo, en las mujeres se notaba un grado de orgullo y dignidad como nunca antes habían tenido: caminaban erguidas, sonreían, tenían sus ojos iluminados. Y sus maridos, hermanos, padres e hijos, estaban comprendiendo que aquella tarde sus esposas no sólo se habían enfrentado a un grupo de fascistas. 

Ya nada sería igual. 

Sulem era una demostración de todo eso.

martes, 19 de febrero de 2013

Capítulo 5, el tartamudo 10

Llegó el momento decisivo. Los fascistas estaban armados con bates, cadenas, varas de metal, puños americanos... También tenían pistolas, pero en su arrogancia malgastaban la munición disparando al aire. Eran sesenta o setenta, puede que algunos más. Cargaron hacia nosotros, gritando y malgastando balas. Buscaban acojonarnos, pero la disciplina de las mujeres era militar. Aguantaron esperando mis instrucciones y cuando los fascistas estaban a tiro, entonces di la orden. 

Sulem, Roger y yo les disparamos, Pablo hizo lo propio desde su punto de tiro oculto y las mujeres sacaron improvisados gomeros, hondas y cerbatanas con los que les lanzaban piedras de distintos tamaños. Los fascistas no se lo esperaban. Abatimos a tres y herimos a otros cuatro y una buena tropa se dispersó porque estaban sorprendidos y sólo pensaban en protegerse de las piedras y los disparos. Pero aproximadamente la mitad seguían avanzando, más disciplinados. Cuando iban a alcanzar nuestras posiciones se encontraron con las trampas de aceite hirviendo y de agua también muy calentita que rápidamente se habían preparado. Ya no era sorpresa. Era incertidumbre, miedo… esos arrogantes y musculados nunca hubieran pensado que su ataque se estrellaría contra un grupo de mujeres. 

“¡Disparad estúpidos!” Ordenó rabioso el cabecilla. El pogromo estaba gravemente herido. Su jefe lo comprendió y trataba de organizar a sus huestes. Comenzaron a disparar empezando por el propio cabecilla que estuvo muy, muy cerca de alcanzarme. Si abatíamos a aquel enorme nazi los demás huirían despavoridos, pero no era sencillo. Por cómo se movía probablemente se trataba de un antiguo militar, o más probable aún, un BAB encargado de entrenar y dirigir a los fascistas. Por suerte para nosotros, ninguno de sus hombres estaba a su nivel. 

Nos lanzaron una granada, pero una jovencita muy valiente la agarró y se la devolvió a los fascistas como si de una pelota se tratara. Estalló en el aire, pero podía haber matado a varias de las semitas. Con todo, las balas fascistas sí alcanzaron a Sulem, pero no fue grave y esta heroica semita continuó peleando y disparando. Peor suerte tuvieron otras tres compañeras que cayeron fulminadas y otras tantas heridas que ya no podían pelear. Además desde la colina retomaron el lanzamiento de las bombas incendiarias, pero en esta ocasión contra nuestras posiciones. Ordené retroceder a otra línea de defensa, ya entre las casas, llevándonos a las heridas con nosotros. En ese movimiento alcanzaron a otras dos mujeres. Los fascistas, reagrupados gracias a su líder, se abalanzaron contra nosotras. 

Durante todo ese tiempo, desde su posición, Pablo pudo derribar a otros tres fascistas. El cabecilla, no obstante, logró localizarle y le lanzó una granada. La explosión fue fuerte y la onda expansiva destruyó algunas casas. Yo sabía que Pablo no tendría problemas en sobrevivir, pero se veía obligado a salir de su escondrijo y luchar a descubierto, lo cual tampoco era un problema para él. 

La lucha ya se libraba casa por casa. Las mujeres defendían su hogar con fiereza. Frente a los bates, puños americanos y cadenas de los fascistas, las mujeres se enfrentaban con escobas, palos y piedras. Pese a que en el combate cuerpo a cuerpo ellos tenían las de ganar, los fascistas se iban debilitando. No estaban preparados para algo así. Sus enemigas aparecían de cualquier esquina. Se escondían en las casas, aparecían por las ventanas. El humo del fuego no les dejaba ver y los barracones eran como un laberinto. Llegó un momento en que era difícil decir si avanzaban o si, simplemente estaban perdidos entre las chabolas. Cundió la desmoralización entre los fascistas mientras que en nosotros el entusiasmo crecía. Algunos ancianos, envalentonados por el valor de las mujeres, se sumaron por fin a la lucha con sus bastones y muletas. Aunque les estábamos dando una buena lección, el fuego avanzaba y consumía los hogares. 

¡Pero estábamos ganando! “¡Vámonos! ¡Vámonos!” Los fascistas retrocedían ya francamente superados. Una visión que tampoco se esperaban vino a desmoralizarlos mucho más. En lo alto de una de las colinas apareció una masa de hombres. ¡Sí!, a la cabeza estaba Helena, inconfundible con su hiyab y su bastón. ¡Sabía que volvería! ¡Y había conseguido traer a los jornaleros! Porque tras ella había varios cientos de hombres, la mayoría semitas, claro está, pero no solo, también había algún negro y algún blanco. 

La masa de hombres cayó sobre los fascistas que retrocedían fuera de las casas buscando refugio. Entonces nosotras cargamos para expulsar a los que quedaban de los barracones. La batalla estaba ganada. Cuando los jornaleros y algunas mujeres corrían a rodear a los fascistas, ya derrotados y humillados, aparecieron a toda velocidad varios furgones de la policía rural. Sólo habían encendido las sirenas cuando estaban tan cerca que era imposible no verlos. Con los furgones abrieron un pasillo para separar a los jornaleros de los fascistas. El objetivo de la policía era proteger a estos últimos, así que sencillamente se los llevaron. ¡Abrieron las puertas de los furgones y se los llevaron! ¡Estaba claro a quién protegía la policía! También entonces llegaron unas ambulancias que, escoltados por la policía, se llevaron a los fascistas heridos y retiraron los cadáveres. ¡Entonces sí podían ir las ambulancias a los campos y a los barracones! 

Pese a la rabia y la impotencia que entraba al contemplar cómo la policía hacía su trabajo, en todo caso era una tremenda victoria. Las mujeres semitas, doblemente oprimidas, habían derrotado a los fascistas con sus propias manos. Pero no tenían tiempo para festejar nada. Tocaba apagar el fuego y salvar de las llamas todo lo posible. Los hombres se sumaron a esta tarea y, aunque parte de los barracones estaban calcinados, no importaba, pronto reconstruirían aquellas ruinas con mucha más dignidad y orgullo.

lunes, 18 de febrero de 2013

Capítulo 5, el tartamudo 9

-¡Pero es que no la habéis escuchado! - era Roger el que ahora hablaba. Se situó frente a las mujeres y sus hijos cerrándoles la salida de la plazoleta. Hablaba alto y claro y parecía que su tartamudez había remitido. 
- Sé que sois mujeres semitas y que a vosotras se os prohíbe actuar cuando no están vuestros maridos. ¡Pero es que ellos están trabajando en el campo! ¡Nada saben de ataque! Una amiga nuestra ha corrido a avisarles, pero hasta que lleguen... ¿Qué vais a hacer? ¿Permitir que dañen a vuestros hijos? ¿Dejar que quemen vuestras casas? Sabéis como son los fascistas. Ya les habéis visto actuar en el pasado. Sabéis lo que sucederá si no hacemos nada. Pero es que además podemos plantarles cara. Podemos defender a nuestros seres queridos. Ellos son cobardes, ¿por qué creéis que atacan ahora? Porque piensan que sois débiles, que no vais a defenderos. Yo creo que se equivocan. Creo que os vais a defender, que les vais a plantar cara y creo que los fascistas hoy aprenderán lo que es enfrentarse a una mujer semita que defiende a su familia. Pero depende de vosotras. De las que estáis aquí. ¡De vosotras! Haced caso a la mujer negra - señalándome - ¡Escuchadla por favor! ¡Hacedlo por vuestros hijos, por vuestro hogar, por vuestra dignidad! 

Roger me dejó impresionada. Se acababa de descubrir como un gran agitador. Las mujeres se revolvieron contrariadas. Los ancianos, que habían regresado al escuchar a Roger gritaban frases semitas para mí ininteligibles. Seguramente les decían a las mujeres que no nos escucharan. Pero algo había cambiado. Algunas persistieron en su decisión de abandonar la plazoleta, pero eran las que menos. La mayoría se volvieron hacia mí. Agarraban con fuerza a sus hijos y esperaban que yo les indicara como defenderlos. Roger había logrado sacudir sus conciencias mucho mejor que yo. Sin duda, aquel muchacho sentía de verdad lo que había dicho. Creo que por eso su tartamudez había desaparecido. 

Pero no eran sólo las palabras de Roger. Las palabras tenían efecto porque conectaban con la experiencia de esas mujeres. Durante décadas, las mujeres semitas eran las más oprimidas, las más humilladas, las más abrumadas por el peso de la tradición, el machismo y la explotación. Los fascistas simbolizaban todo eso. Y sus hijos lo eran todo para ellas: son el futuro, la ilusión y la esperanza de que en el día de mañana ellos vivirán mejor, en un mundo más justo, con casas de verdad, escuelas, trabajo digno… Iban a luchar por ese futuro, iban a luchar por sus hijos. 

Mi satisfacción por ver la reacción de aquellas mujeres se ensombreció cuando me fijé en Pablo. También él estaba impresionado, pero, desgraciadamente, en un sentido negativo: estaba enfadado, ahora creo que se moría de envidia tras haber oído hablar así a Roger. En aquel momento pensé en que luego tenía que hablar con él, pero ahora no había tiempo. 

Traté de olvidarme de Pablo y volví a centrar mi atención en Roger y en aquellas mujeres. Roger había enrojecido de vergüenza, incluso volvía a tartamudear. Me hacía señales para que comenzara a indicar alguna cosa. Las mujeres esperaban mis instrucciones. 

A eso me disponía cuando algo voló sobre nuestras cabezas y cuando impactó sobre las chabolas, éstas comenzaron a arder. ¡Eran bombas incendiaras! Cayeron otras tres. Cundió el pánico. Los habitantes de la zona incendiada, al extremo de los barracones opuestos a donde estábamos, comenzaron a huir despavoridos hacia donde nos encontrábamos nosotros. Me giré y observé la colina desde donde se habían lanzado las bombas: Había una masa gris de energúmenos que gritaban mientras alzaban el brazo derecho con la mano estirada. 

- ¡Proteged a los niños en el templo! - ordené a las mujeres. 
- Si los fascistas entran en los barracones, el templo será una trampa para los niños - me susurró Víctor. 
- Están huyendo en dirección contraria al fuego, justo a donde nos esperan los fascistas. Necesito que se organicen, no que corran y corran sin sentido - le explique. - ¡Vosotras! - cogí un grupo de unas seis mujeres - Hay que hacer un cortafuegos para que no avance y lo destruya todo. Coged agua y herramientas y atacad al fuego, conseguid a más mujeres. ¡Vosotras! - cogí a otro grupito de cuatro o cinco mujeres - Recoged a los niños de todas y metedles en el templo. Aprovisionad el templo de agua y que algún anciano se quede vigilando por si hubiera que refugiar a los niños en otro sitio. Víctor, ¿puedes encargarte tú de este tema? ¿Garantizar que los niños no se quedan sin retirada? -Víctor asintió- ¡las demás! ¡Coged palos, piedras, lo que sea y vayamos a plantar cara a esos cerdos! 

Ellas habían decidido luchar. Esta tremenda explosión que rompía por completo con sus rutinas cotidianas se hubiera terminado por dar sin Roger, sin nosotros o los fascistas. Lo único que les faltaba era decisión y, sí, alguien con las ideas claras. El pogromo y nuestra intervención era “el accidente que expresaba la necesidad”. Ya no se trataba de un problema de valentía o de falta de agallas. Estaban dispuestas a dar su vida en una causa de la que están convencidas que es justa. 

Pero para ganar eso no es suficiente. En sus corazones hay rabia y decisión, pero también necesitábamos calidad, organización, capacidad de mando. En todas las batallas la calidad de la dirección es fundamental. Un buen comandante con formación y experiencia, audaz y respetado entre sus hombres, puede sacar lo mejor de cada uno. Inspirar a la tropa, animar a los soldados. Yo ya no era una buena comandante, pero los fascistas no se esperaban que plantáramos cara: esa era nuestra ventaja. Y además, estaba convencida de que de entre esas mujeres semitas pronto surgirían algunas más hábiles, más abnegadas, más hábiles… líderes naturales dispuestas a darlo todo y a tirar a delante de las demás. 

Ahora ellas se estaban organizaron. A partir de mis directrices las mujeres mismas improvisaban, demostrando una gran creatividad y clarividencia: Un grupo se encargó de los ancianos. Otras traían agua y comida. Otras fueron casa a casa buscando armas. El grupo de “bomberas” se nutrió con más voluntarias, pero los fascistas lanzaron más bombas multiplicando la tarea. Finalmente un grupo de unas veinte o treinta mujeres de casi todas las edades se unieron a mí para la batalla. 

Pablo y yo teníamos pistolas. Las mujeres encontraron otras dos pistolas y dos rifles de caza, pero solo nosotros sabíamos usarlas. Le indiqué a Pablo un lugar estratégico para actuar como francotirador, con los rifles. Una de las pistolas se la di a Roger y otra a una mujer joven llamada Sulem que parecía dispuesta y decidida. 

Mientras los fascistas se cachondeaban de nosotras por nuestra condición de mujer, montamos una especie de barricada y con placas de uralita preparamos escudos contra los proyectiles de los fascistas. Muchas mujeres habían preparado piedras. Otras, escondidas, preparaban aceite y agua hirviendo. 

Esperamos. 

Los fascistas se alarmaron. No veían las típicas escenas de pánico a las que estaban acostumbrados. “¡Son sólo mujeres semitas! Solo saben poner el culo a sus maridos”. Gritó uno de sus cabecillas para inmediatamente ordenar el avance de sus hombres hacia los barracones.

sábado, 16 de febrero de 2013

Capítulo 5, el tartamudo 8

¡No podemos perder más tiempo! Los minutos pasaban y hablar con esos ancianos, y sobre todo con el religioso era completamente inútil. Aquellos viejos me exasperaban. 

Vimos entonces a un grupo de mujeres, por supuesto todas ellas con el hiyab, que pasaban por la plazoleta llevando a sus hijos de la mano. Era la oportunidad. No lo dudé: Como hubiera hecho en otros tiempos, me sorprendí a mi misma subiendo a un cajón de madera de aspecto solido y me puse a vociferar como cuando llevaba megáfono y formaba parte de los piquetes o de las manifestaciones que organizaba el Partido. 

- ¡Compañeras! ¡Compañeras! ¡Escuchadme! Un grupo de fascistas enviados por los terratenientes quieren destruir vuestro campamento, vuestros hogares. 

Las palabras “fascistas”, “destruir” y “hogar” causaron un efecto magnético. Se detuvieron y se agruparon a mí alrededor. 

- Se acerca un grupo fascista. Atacara en poco tiempo. Hay que poner a salvo a los chicos, proteger las casas. 

Las mujeres me miraban y se miraban con miedo, pero sin saber qué hacer. Yo me quedé paralizada un momento. Toda la plazoleta me prestaba atención, pero sobre todo los viejos: me miraban, primero con escepticismo, luego con burlas. Comenzaron a señalarme y a reírse. Debían de considerar blasfemo y ridículo que una mujer como yo actuara como lo estaba haciendo. No supe cómo reaccionar. Al mostrar contrariedad, al no continuar hablando, algunas mujeres hicieron el amago de retomar su camino. No podía rendirme. 

-¡No, esperad! ¡Hablo en serio! Llegaran en muy poco tiempo - insistí sin mucho efecto. Con todo, mi cerebro no paraba de darle vueltas a la situación. Me fijé en el edificio religioso, era el lugar menos inflamable. - Podemos refugiar a los niños en el templo y preparar agua por si tratan de quemar las casas. Podemos poner vigilantes en las colinas y preparar aperos de labranza, palas, escobas, varas… ¡lo qué sea! como armas. 
- ¿Y quién luchara? - preguntó un anciano en perfecto idioma común. - Aquí no hay hombres, están todos trabajando. Solo hay viejos, niños y mujeres. – Sé que buscaba provocarme y ridiculizar mis palabras. 
- ¡Todo aquel que pueda empuñar un arma! - respondí resuelta, pero los ancianos se volvieron a reír mi. Presionadas por ellos, las mujeres me dieron la espalda y continuaron su rumbo. Los viejos, satisfechos por haber conseguido sus objetivos se olvidaron de mí y volvieron a sus cuchicheos incomprensibles.

viernes, 15 de febrero de 2013

Capítulo 5, el tartamudo 7

Sin perder ni un segundo nos dirigimos al barracón de los semitas donde se iba a producir el pogromo. Faltaba muy poco tiempo. 

Cuando nos acercábamos lo primero que comprendí es que aquel lugar tenía muy mala defensa de un ataque mínimamente organizado: los barracones estaban situados en un valle, rodeados por completo por colinas. No era mucha la altura de las colinas, pero daban suficiente ventaja para un oponente serio. Si nos veíamos obligados a preparar algún tipo de defensa allí abajo, tendría que esmerarme y aplicar todo lo que había aprendido en mis años en la milicia. 

Toda la superficie del valle estaba ocupada a rebosar por aquella maraña de estructuras medio construidas cuyos ocupantes llamaban “hogar”. Eran los barracones: levantados con restos de madera, uralita hurtada de las obras, cartones, plásticos y ladrillos apilados… Otra mala noticia es que casi todo el material era inflamable. Algo de gasolina y una chispa y todo aquel lugar se desintegraría entre las llamas. Aunque cada familia emigrante había construido donde había podido, del caos surgía un cierto orden con sus calles mas o menos en forma de cuadricula y una especie de plazoleta central con una instalación religiosa, un templo, única estructura levantada completamente de piedra. 

En aquellos barracones se hacinaban cientos de familias semitas. No era un pueblo, no tenían luz, gas o agua corriente. Para beber, bañarse o cocinar debían traer el agua con cubos desde algún acuífero cercano y la electricidad la robaban, gracias a unos peligrosos empalmes, de un tendido eléctrico que cruzaba los campos en dirección a New Haven. 

Hacía poco tiempo que los autobuses escolares habían traído de vuelta a los barracones a los niños pequeños. La educación básica y asistencia para los menores de 12 años era uno de los pocos derechos que aquella gente aún conservaba. Tras dejar la escuela, los chicos se ponían a trabajar; las niñas a ayudar en casa o, más comúnmente, a buscar marido. Los que aún tenían la fortuna de ser niños, jugaban y gritaban felices y despreocupados, mientras corrían hacia sus chabolas, donde sus madres, vestidas todas con el tradicional hiyab, les esperaban para darles de comer. 

Aparcamos la furgoneta y nos adentramos a pie en los barracones. Las mujeres nos miraban extrañadas y guardando las distancias. Sus hijos nos examinaban, divertidos, con curiosidad. Nadie allí estaba acostumbrado a que extraños como nosotros apareciéramos de repente. Olía a comida. Los semitas cocinaban con especias muy aromáticas y el aroma lo inundaba todo. Ese olor me abrió el apetito. ¡Pero no había tiempo! Corrimos hacia la plazoleta. En improvisados bancos hechos con maderos y cajas se sentaban algunos ancianos que pasaban el rato tomando el sol, fumando y hablando animadamente entre ellos. Llevaban andrajos y turbantes y estaban delgados y sin dientes... La mayoría parecía que solo esperaban la muerte. Algunos no parecían conocer el idioma común y usaban para comunicarse tan solo sus ancestrales dialectos traídos desde sus orígenes. 

Roger se acercó a los ancianos y les preguntó por Orestes. "¿O...Orestes?, ¿Orestes?" Les decía, pero no obtenía ninguna respuesta clara. Aquellos ancianos miraban a Roger, nos miraban a todo el grupo -sin disimular cierto desprecio hacia nosotros-, soltaban algunas frases ininteligibles y continuaban a lo suyo. 

-¿Y si preguntamos al religioso? Supongo que alguna autoridad tendrá en la comunidad. - sugirió Víctor. 

Así hicimos. En la misma plazoleta estaba el templo religioso. Era la estructura más destacable de todos los barracones: como ya os dije, el único edificio todo de piedra, pintado de blanco y adornado con un torreón. El religioso nos esperaba sentado plácidamente en otro banco improvisado frente al templo. Era otro anciano, pero a diferencia de los primeros, vestía una túnica blanca que destacaba por su limpieza y brillo. No tenía nada que ver con los ropajes que llevaban los demás. Era, sin duda, un símbolo de dignidad y poder. Era el guía espiritual de todos los semitas del barracón y tenían la obligación de escucharle y respetarle. Y aunque pensamos que entendía nuestro idioma, no parecía interesado ni en Orestes, ni en los fascistas. Roger y yo nos desesperábamos tratando de explicarle la inminencia de un ataque, del pogromo, de lo que podía suceder si no actuábamos ya… pero como respuesta, el religioso no dejaba de decirnos “es la voluntad de Dios”, “es la voluntad de Dios” y de ahí no sacábamos nada en limpio.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Capítulo 5, el tartamudo 6



- Yo iré a los campos a hablar con los jornaleros - propuso Helena. - Además yo soy semita. Es mi gente la que va a sufrir. Creo que sería la primera vez en mucho tiempo que haría lo correcto si trato de ayudar a los míos. Vosotros dirigiros al barracón semita a avisar del ataque. Tratare de convencerles para que dejen el trabajo y acudan a defender a sus mujeres de los fascistas.
- Habrá manijeros y vigilantes de seguridad - le dije.
- No te fíes de ella Exiliada. Lo dice para escapar. Para vendernos una vez más - dijo Víctor.
- Po...podemos dividirnos en d...dos grupos - propuso Roger.
- Si la ciega dice la verdad - dijo Pablo deseando contradecir a Roger - el ataque es inminente. Si dividimos nuestras fuerzas y el grupo que va a los campos de cultivo fracasa o los trabajadores no regresan a tiempo, los que estén en el barracón estarán perdidos.
- Yo tengo que ir al barracón, puede ser mi única oportunidad de ver a Orestes. Además tengo experiencia organizando defensas. Roger, necesito que vengas conmigo para hablarles y convencerles.
- Yo soy buen luchador - volvió a decir Pablo - iré al barracón para protegerte de los fascistas.

No dije nada, pero me gustó el ofrecimiento de Pablo y me sentí más segura.

- Yo no voy a ir solo con la ciega. Aprovecharía para cumplir su misión de matarme - dijo por ultimo Víctor.
- Pues la suerte está echada Exiliada. Además con la herida yo no estoy muy capacitada para luchar contra los fascistas. Iré a los campos de cultivo de Lutiere y hablaré con los trabajadores. Y os demostraré a todos que estoy siendo sincera con vosotros.

Dejamos a Helena cerca de los terrenos de Lutiere. Víctor seguía sospechando de la ciega y estaba convencido de que volvería a tendernos una trampa. Yo en cambio creía con toda mi alma que no nos fallaría y que acudiría a ayudarnos cuando mas lo necesitáramos.

martes, 12 de febrero de 2013

Capítulo 5, el tartamudo 5

Helena nos contó lo que, según ella, había escuchado en la fiesta de la mansión: Al parecer los terratenientes estaban alarmados por los vínculos que se estaban creando entre nativos e inmigrantes entorno a una reivindicación muy básica, el derecho a la asistencia sanitaria gratuita en el campo. 


Hasta entonces las ambulancias se negaban a acudir a los campos porque tanto la sanidad pública como los terratenientes se oponían a costear el gasto. Prácticamente ningún jornalero contaba con seguro privado, por lo que sólo disponían de la cobertura asistencial que, por supuesto, no cubría los grandes desplazamientos de la ambulancia necesarios para cubrir las tremendas extensiones de tierra cultivable. Así, cuando un accidente requería de ambulancia, eran los propios jornaleros los que tenían que trasladar al herido a New Haven, hasta el hospital. Como supondréis, el traslado en manos no profesionales provocaba infecciones en el caso de heridas o un agravamiento peligroso en el caso de fracturas, que eran los accidentes más comunes. Pero recientemente se había producido un grave accidente por culpa de un tractor falto de mantenimiento que, debido al mal funcionamiento, arrancó de cuajo la pierna de un muchacho de dieciséis años semita. El manijero del campo, eludiendo toda responsabilidad, no sólo no prestó ayuda al “puto moro” sino que despidió a un jornalero nativo por llevar al chico al hospital en una furgoneta propiedad de la plantación. No era el primer incidente de este tipo, de hecho, era uno de tantos, pero en esta ocasión fue la gota que colmó el vaso. Poco después hubo una huelga de brazos caídos en esa zona que se extendió como la pólvora por todo el campo. Los fascistas y los capataces no lograban contener el movimiento así que el gobierno envió la guardia rural a terminar con el conflicto. Y eso parecía, pero en esa lucha muchos emigrantes habían confraternizado con los nativos y eso, para los terratenientes, era muy peligroso. Para dar un gran escarmiento, los grandes señores de New Haven habían reclutado a más fascistas procedentes de toda la República y planificaban un gran ataque. 

El pogromo seria en los barracones semitas del campo de Lutiere, un accionista de Cia+Fia, donde se habían iniciado las huelgas. Era un barracón apartado, pero densamente poblado. Los fascistas se lanzarían después de comer, cuando los hombres estuvieran trabajando en los campos y los niños ya hubieran salido de la escuela asistencial. ¡Querían machacar a mujeres, ancianos y niños indefensos de la manera más salvaje posible! ¡Qué cobardes! 

Roger confirmó mis sospechas. Orestes se ocultaba precisamente en ese barracón. Ayudaba a los semitas en labores educativas y sanitarias y, seguramente, aunque estuviera escondido y en teoría alejado del Partido, debía de continuar con una sistemática labor de agitación entre los jornaleros. No creo que fuera una casualidad que ese fuera el barracón donde comenzaran las protestas. 

Teníamos poco tiempo. Teníamos que avisar al barracón, pero sin avisar también y convencer a los jornaleros en el trabajo poco podríamos hacer para defender a las mujeres, ancianos y niños de los fascistas.

lunes, 11 de febrero de 2013

Capítulo 5, el tartamudo 4

Con los primeros rayos del sol llegamos, ya a salvo, a la casa del pueblo de New Haven para refugiarnos en sus subterráneos. Por insistencia de Víctor atamos a Helena a una silla. El anciano no aprobaba mi decisión de traerla, incluso de haberla dejado con vida. Le prometí que si su vida volvía a peligrar yo misma me encargaría de la ciega. Mientras tanto, le lavé la herida de bala que tenía. No era grave pero había perdido mucha sangre. Roger me dio un pequeño botiquín con agua oxigenada, vendas y esparadrapo. 


El estudiante estaba desolado. No sólo no había conseguido nada a cerca del pogromo contra los semitas, sino que la alta sociedad le había visto ayudándome y era muy probable que le hubiesen identificado. De esta situación ni sus influyentes padres podrían sacarle. Su móvil no dejaba de sonar: eran ellos, sus padres, pero harto de escuchar aquella maldita sintonía y sin ninguna intención de responder, decidió apagarlo y lo arrojó a unos escombros del subterráneo. Roger parecía desencajado. Pensándolo ahora bien, creo que en aquellos momentos, yo no estuve muy sensible, ni muchísimo menos, con él, ya que, ignorando por completo su abatimiento, yo no dejaba de preguntarle por Orestes, por el paradero del viejo bolchevique. Tras deshacerse de su móvil, seguramente hastiado por mi insistencia, Roger me miró con los ojos vidriosos para a continuación ocultar su cara entre sus manos y continuar sollozando. 

-¡Todo esto n...no ha servido de nada! ¡De nada! - exclamaba entre lagrimas. 
- ¡Aun tenemos una oportunidad! 

Fue Helena la que dijo aquello. Aun estaba débil por la herida, pero ya había recuperado el conocimiento. 

-¡Aun tenemos una oportunidad! 

Llamó la atención de todos, especialmente de Roger que, desesperado, era justo lo que quería oír. Víctor se interpuso hecho una furia. 

- ¡Basta! Ha sido un error traerla aquí. ¡Pablo! Mátala. 

Pablo me miró como si esperara instrucciones. Entonces me di cuenta que el ascendente de Víctor sobre Pablo era muy fuerte y sólo yo podía evitar un asesinato, una ejecución. 

-¡Pablo! - insistió Víctor 
-¡No!, de...dejémosla hablar - rogó Roger. 

Di la razón a Roger y los ojos de Pablo se enrojecieron. Lanzó una mirada de odio a Víctor y salió de la habitación dando un portazo. 

Nos volvimos todos hacia Helena que parecía relajada, casi esbozando una sonrisa. 

- Es una asesina astuta. Volverá a tendernos una trampa –insistía Víctor. 
- ¡No! - respondió categóricamente Helena. - Me salvaste la vida, Exiliada, cuando podíais haberme dejado morir. Te puedo asegurar que los fascistas no veían en mí a un agente de las BAB sino a una zorra mora al lado de una bolchevique. 
- Yo ya no soy bolchevique. 
- ¡Qué importa! – La ciega sufría por la herida - Mi vida te pertenece Exiliada. Sé que fue gracias a ti por lo que estoy viva. Soy una asesina, pero me gusta pensar que tengo honor. Te debo la vida y no te traicionare. Ni a ti, ni a los tuyos - y giró su rostro ciego hacia Víctor que enrojecía de rabia al escuchar sus palabras. 
- De...decías que aun había u...una oportunidad - intervino Roger impaciente. 
- En la fiesta escuché muchas cosas. Sé cuándo será el pogromo, incluso en qué campamento en concreto. Aun estamos a tiempo de avisar a los jornaleros. Pero tendréis que confiar en mí - Y la ciega elevó lo que pudo sus muñecas pidiendo ser desatada. 
-¿Cómo sabremos que no intentarás asesinar a Víctor? 
- Realmente no lo sabéis, pero él ya no es mi objetivo. Ya no. 
- Cuando ibas a asesinarme me dijiste que querías ganarte su confianza - dijo Víctor malhumorado refiriéndose a mí. 
- Llevo mucho tiempo queriendo vengarme de Saúl. Esta era mi oportunidad. Él se juega mucho con tu captura, Exiliada, pero he fallado. Ahora solo puedo vengarme ayudándote. 
-¿Sólo te mueve el odio? - le pregunté 
- Sí, hasta ahora... 

La miré durante un instante que me pareció eterno. ¡Esa maldita mujer! Me confundía, me atraía, la creía... ¿O quería creerla? Era muy arriesgado. Ella era de las BAB, una asesina muy peligrosa. Sin embargo todas esas dudas y precauciones eran inútiles. La decisión de liberarla hacia tiempo que la había tomado.

domingo, 10 de febrero de 2013

Capítulo 5, el tartamudo 3

Miré por las ventanas traseras de la furgoneta. Cada vez más pequeñita, cada vez más alejada, Helena resistía la acometida de los fascistas hasta que un disparo le alcanzó. Cayó al suelo. Incluso herida intentaba defenderse. 


-¡No podemos dejarla ahí! – exclamé. 
- ¡Ha intentado matarme! ¡Trabaja para las BAB! - gritó Víctor 
- A mi me dijo que e…e…es u...usted el que trabaja para las BA…A…AB - dijo Roger con mucho esfuerzo. 
- ¡Vuelve a por ella Pablo! - le ordené al conductor. Pablo me miró preocupado. Saqué mi pistola y se lo repetí: - ¡Vuelve a por ella! 

De muy mala gana, Pablo me obedeció. Bruscamente dio media vuelta y aceleró para sorprender a los fascistas. 

- ¡Es una locura! –protestó Víctor 

Pasé a la cabina y abriendo la ventanilla del copiloto abrí fuego a los fascistas. Estos retrocedieron para protegerse y agruparse, mientras Helena se tambaleaba herida, defendiéndose como podía con el bastón. Pablo frenó lo justo para que Roger abriera la puerta y ayudara a Helena a subir. Yo volví atrás para atenderla. 

- Me has salvado la vida - dijo la ciega emocionada y con dificultades para vocalizar por las heridas y el cansancio. 
- No podía dejarte atrás. 
- ¿Aun siendo de las BAB? –Tosió- Mi objetivo era matar al anciano... 
- Aun siendo de las BAB. 

Y sin darme cuenta me sorprendí a mi misma cogiéndole la mano a la ciega que, derrotada y herida perdió el conocimiento.