¡Encontrarme con Orestes en mi antigua casa! Eso no tenía ningún sentido. Víctor estaba convencido de que se trataba de una nueva trampa de Helena. Decía que era muy probable que las BAB me estuvieran esperando allí; que era una locura que fuera y mucho menos sola. No obstante Sulem me explicó que Moham realmente sí era un colaborador muy cercano al blanco al que llamábamos Orestes. En Sulem sí confiaba. Es lo que da la lucha hombro con hombro. Helena también me garantizaba que ella no tenía nada que ver. Así que me aventuré a acudir a la cita aunque la perspectiva de volver a mi hogar paterno no era de mi agrado. Fuimos todos en la furgoneta. Aunque mis compañeros no pudieran entrar en la casa siempre venia bien algo de ayuda por si las cosas salían mal. Sulem desafió a su marido para venir con nosotros. Mientras tanto, Víctor no le quitaba el ojo de encima a Helena.
Cuando llegamos a Stickton y a mi antiguo hogar paterno ya era noche cerrada. El cielo estaba despejado y la luna y las estrellas iluminaban el firmamento en todo su esplendor. Aparcamos la furgoneta y Pablo fue a inspeccionar la zona. Volvió sin novedades. Todo parecía tranquilo. Así que Moham y yo nos bajamos y nos acercamos hacia mi antigua casa. Moham era un semita de mediana edad. Debía rondar los cuarenta. Era muy hermético e ignoraba las preguntas que yo le hacía sobre Orestes. Lo único que me explicó es que, cuando Helena acudió a los campos a informar del ataque fascista, telefoneó con un móvil-seguro a Orestes para pedir instrucciones.
¡Mi antigua casa! O lo que quedaba de ella. Como otras casas de Stickton, estaba en ruinas, abandonaba. Si las BAB no vigilaban mi casa, era por que no había nada que vigilar. Las paredes y algunos trozos de los tejados se mantenían en pie, pero las ventanas y puertas estaban reventadas, las piedras ennegrecidas por el fuego y el interior se había convertido en un vertedero. Todo el interior había sido saqueado. Aquel viaje cada vez se parecía a un viaje dentro de mi misma... ¿Tenía la necesidad de ver aquello? ¿Tenía Orestes alguna perversión sádica que le hiciera disfrutar torturándome de esta manera?
Reconocí el lugar donde mi padre se sentaba todos los domingos a leer la prensa. Allí esperaba a que mi madre volviera del templo religioso para, juntos, preparar la comida. Los domingos acostumbraban a hacer arroz asartenado con verduras y pescados, un plato que a mi me encantaba, pese a la verdura y al pescado... ¡Quería salir de allí! Recordar todo aquello, contrastarlo con la dura realidad de hoy… era muy doloroso.
- Tenías que verlo Exiliada.
Esa voz era de Orestes. Una voz envejecida, menos firme que la de antaño, más ronca, pero igual de elocuente y convincente. Me giré para verle y allí me lo encontré, mirándome fijamente mientras Moham me apuntaba con una pistola.
- Cayo sabía que volverías, pero yo tengo mis dudas de que no hayas vuelto para servir de instrumento a los fascistas.
Orestes me miraba por encima del hombro con una pose de soberbia que el paso del tiempo no había mermado. Seguía siendo el mismo de siempre.
- ¿Te das cuenta de lo que tus acciones irreflexivas han provocado? Y no hablo de la destrucción del hospital de Cáledon. Aquí en New Haven, de la mano de una agente de las BAB, revientas una fiesta de la oligarquía de la región para luego organizar a las mujeres semitas y humillar a una banda fascista. ¿Qué creías conseguir con esas acciones? ¿Sigues en guerra contra el mundo Exiliada?
Orestes no me dio tiempo para explicarme.
- Una vez más, acciones irreflexivas toman caminos peligrosos. Oligarcas y fascistas se sentirán avergonzados y furiosos. Se vengarán de los semitas. ¿Y estarás tú otra vez para protegerlos? Traerán a más fascistas e incluso a las BAB para dar un escarmiento a los jornaleros. Y a los que abandonaron su puesto de trabajo para ir a los barracones, les despedirán y les añadirán a una lista negra.
- Es mejor no haber hecho nada, ¿no? - interrumpí al antiguo dirigente.
- No has aprendido nada de las guerras y el exilio. Las acciones audaces son fundamentales, pero también hay que valorar las consecuencias de esas acciones.
- En este caso te equivocas Orestes - le volví a interrumpir -. Las mujeres semitas derrotaron a los fascistas. ¡Ellas mismas! Si lo hicieron una vez, pueden hacerlo más veces. En el pasado tú mismo luchabas contra todos los escépticos que se mofaban de nosotros cuando defendíamos en solitario que la clase obrera es fuerte, que la clase obrera puede, que la clase obrera es capaz.
- ¡No, no, no! ¡No es eso! ¡No escuchas nada! Cayo se equivocaba. El exilio no ha aminorado tu arrogancia. Aquí en New Haven veníamos desarrollando un paciente trabajo clandestino de unión, de crear lazos entre...
- ¡Entre mujeres muertas y niños aterrorizados! Que es lo que habría, ¡de no haber organizado la resistencia del barracón!
- ¡La revolución avanza con el látigo de la contrarrevolución! - sentenció Orestes.
- Eso decíais con la invasión fascista y vuestra inacción lo estropeó todo.
- ¡Nuestra inacción! ¡Cómo te atreves! Estábamos preparando la toma del poder. ¡Todas esas milicias de Jaime las habríamos podido utilizar para derrocar al gobierno y entonces luchar contra el fascismo y hacer la revolución simultáneamente! Ese era el plan.
Seguir discutiendo no aportaría nada bueno. No estaba de acuerdo con él, con su arrogancia de sabelotodo. Quería acabar el trabajo, sacar algo de información e irme de allí, salir de esa casa.
- Leí las actas del día que comparecí ante vosotros tras la guerra antifascista. No era eso lo que decíais.
- ¿Las has leído? ¿Las actas? ¿De dónde las sacaste? ¿Quién las conservó?
- Verónica
- ¿Verónica? Hace mucho que no sé nada de ella. La creía muerta.
- Me envió a buscarte, a ti y a los demás. – Orestes parecía sorprendido -. Cuando me fui de la sala – regresé al tema de las actas- parece que reconocisteis parte de vuestros errores. Entonces ¿por qué me exiliasteis?
A Orestes no le gustó mi comentario.
- Nos equivocamos en la guerra antifascista, Exiliada. Nosotros siempre reconocemos los errores. Pero eso no significa, ni muchísimo menos, que vosotros actuarais correctamente. Cuando compareciste ante nosotros tú ya no eras una bolchevique. Te enviamos al exilio para que reflexionaras y aprendieras. Cayo confiaba en ti, pero yo tenía mis dudas. Las sigo teniendo. Tus esfuerzos aquí en New Haven han sido sinceros. Lo reconozco. Pero me temo que ahora se iniciará un baño de sangre...
Orestes se detuvo por un instante. Parecía reflexionar. Yo no estaba de acuerdo con su última afirmación, pero no quería polemizar. Las mujeres semitas eran ahora más fuertes, estaban más organizadas: estaban, por tanto, mejor preparadas para enfrentarse a la represión. No plantar cara por miedo a las consecuencias, por miedo a la debilidad, es agachar la cabeza, es desmoralizarte y debilitarte aún más.
- ¡Cuánto tiempo ha pasado! – el gran Orestes empequeñecía aplastado por los recuerdos. – Tras la reunión en la que te exiliamos, tuvimos que huir de la sede del Partido… El gobierno nos puso fuera de la ley… ¡a eso nos llevó la guerra civil! Ya en la clandestinidad intentamos reconstruir la organización así que tratamos de reunir al Comité Central… ¡Fue un error! ¡Fue un acto irreflexivo! El ejército irrumpió de pronto… Muchos cayeron ese día… Los que sobrevivimos perdimos el contacto unos con otros. ¿Qué es lo que quiere Verónica después de tanto tiempo?
- Dice que quiere reconstruir el Partido, pero no me fio de ella, no sé, parece distinta, parece… -buscaba la palabra para definir a mi antigua mentora- caída.
- Todos hemos caído. Unos más que otros.
- Os espera en Cáledon.
Orestes volvió a meditar durante un instante.
- ¡Está bien! Acudiré a Cáledon. Quizás va siendo hora de reaparecer. En cuanto a ti –recuperando el tono soberbio que siempre le había caracterizado-: Deberías de aprovechar estos viajes para reflexionar sobre todo lo que ha sucedido. Dudo que el exilio haya sido suficiente para ti. Sigo sin fiarme de ti.
Aquel hombre me exasperaba. Me apetecía recordarle que, en su gran sabiduría, era él el que se escondía en New Haven. Era él el que no había construido nada en todos esos años. Era él el que tenía que reflexionar, pensar... Pero no tenía ningún sentido discutir más con Orestes.
-¿Por qué me has hecho quedar contigo aquí, en la antigua casa de mis padres? ¿Algún tipo de tortura?
- Ese es tu problema, Exiliada. Siempre fuiste brillante, con una tremenda cualidad de formar grupos, de ganar gente, de agruparla a tu alrededor, pero siempre te has tomado todo como un ataque contra ti, como algo personal. Como si fueras el centro del universo. No fuiste a la guerra a derrotar a los fascistas. Fuiste a la guerra a por gloria, a por fama… para convertirte en una especie de heroína de la clase obrera. Por eso necesitabas el exilio. Necesitabas un mazazo de humildad para que reaccionaras. Y por eso estamos aquí, por eso hemos quedado aquí: Para que recordaras lo que pasó. Para que valoraras lo que sucedió.
- ¿Y no has pensado, sabio Orestes, que actuar con un mazo puede ser un error? ¿Que los jóvenes no nacen aprendidos y que en su aprendizaje necesariamente tienen que ser impulsivos y cometer errores?
- Sí, sí, sí. Pero por eso en el Partido hay cuadros, camaradas con más experiencia y sabiduría. ¡Qué es lo que tú olvidaste por completo! Cuando compareciste ante nosotros ya no eras una bolchevique… antes incluso de que nosotros te expulsáramos del Partido. ¡Ya te habías perdido! Y, quién sabe, quizás este viaje que ayude a redescubrir quién eres realmente. Rebusca en tus recuerdos, Exiliada. Rebusca en tus recuerdos...
No me explicó nada más. Ni siquiera se despidió. Tras estas palabras Orestes y Moham se fueron y me dejaron allí, a solas con mis recuerdos. Así que, por una vez, hice caso de Orestes y decidí recorrer aquellas ruinas en busca de recuerdos:
Entré en las ruinas de la cocina. Ya no había ni rastro del olor de la cocina de mi madre... Un olor característico que me abría el apetito, que me reconfortaba... No lo recordaba. No sabría como describirlo… ¡Ya no existía!: es como si esos recuerdos se hubieran difuminado, como si ya sólo quedara en mi memoria la guerra, la muerte y la soledad.
Subí a lo que había sido mi cuarto. Había escombros y un colchón viejo, sucio y fétido de orines... Algún indigente ocupaba aquel rincón, antes mío. En esa habitación jugaba, con mis muñecas, con mis sueños, tenía un diario... Allí me di un primer beso con un chico... ¡Y me di cuenta de que algo iba mal! jajajaja. Me reí. Era nostalgia, pero una nostalgia agradable, que me dejaba una buena sensación.
Y entonces me di cuenta. Sobre unas cajas de cartón había una foto enmarcada. Era yo de adolescente en una manifestación. Iba con megáfono coreando consignas. Recordé ese momento: había salido en la prensa local y mi padre al verla publicada llamó al periódico una y otra vez hasta que consiguió el original y me lo regaló. Él no era bolchevique, pero estaba orgulloso de que tomara partido. Era una manifestación… ¿de la educación pública? Creo que el gobierno socialdemócrata había tratado de atacar y recortar la educación pública. Una de tantas manifestaciones de aquellos años.
No recuerdo cuándo, ni cómo perdí aquella foto. No sé cómo la habría conseguido Orestes. Pero, pese a la aversión que aquel hombre me causaba... Agradecí que la hubiera guardado y que me hubiera dado la oportunidad de recuperarla.
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