Llegó el momento decisivo. Los fascistas estaban armados con bates, cadenas, varas de metal, puños americanos... También tenían pistolas, pero en su arrogancia malgastaban la munición disparando al aire. Eran sesenta o setenta, puede que algunos más. Cargaron hacia nosotros, gritando y malgastando balas. Buscaban acojonarnos, pero la disciplina de las mujeres era militar. Aguantaron esperando mis instrucciones y cuando los fascistas estaban a tiro, entonces di la orden.
Sulem, Roger y yo les disparamos, Pablo hizo lo propio desde su punto de tiro oculto y las mujeres sacaron improvisados gomeros, hondas y cerbatanas con los que les lanzaban piedras de distintos tamaños. Los fascistas no se lo esperaban. Abatimos a tres y herimos a otros cuatro y una buena tropa se dispersó porque estaban sorprendidos y sólo pensaban en protegerse de las piedras y los disparos. Pero aproximadamente la mitad seguían avanzando, más disciplinados. Cuando iban a alcanzar nuestras posiciones se encontraron con las trampas de aceite hirviendo y de agua también muy calentita que rápidamente se habían preparado. Ya no era sorpresa. Era incertidumbre, miedo… esos arrogantes y musculados nunca hubieran pensado que su ataque se estrellaría contra un grupo de mujeres.
“¡Disparad estúpidos!” Ordenó rabioso el cabecilla. El pogromo estaba gravemente herido. Su jefe lo comprendió y trataba de organizar a sus huestes. Comenzaron a disparar empezando por el propio cabecilla que estuvo muy, muy cerca de alcanzarme. Si abatíamos a aquel enorme nazi los demás huirían despavoridos, pero no era sencillo. Por cómo se movía probablemente se trataba de un antiguo militar, o más probable aún, un BAB encargado de entrenar y dirigir a los fascistas. Por suerte para nosotros, ninguno de sus hombres estaba a su nivel.
Nos lanzaron una granada, pero una jovencita muy valiente la agarró y se la devolvió a los fascistas como si de una pelota se tratara. Estalló en el aire, pero podía haber matado a varias de las semitas. Con todo, las balas fascistas sí alcanzaron a Sulem, pero no fue grave y esta heroica semita continuó peleando y disparando. Peor suerte tuvieron otras tres compañeras que cayeron fulminadas y otras tantas heridas que ya no podían pelear. Además desde la colina retomaron el lanzamiento de las bombas incendiarias, pero en esta ocasión contra nuestras posiciones. Ordené retroceder a otra línea de defensa, ya entre las casas, llevándonos a las heridas con nosotros. En ese movimiento alcanzaron a otras dos mujeres. Los fascistas, reagrupados gracias a su líder, se abalanzaron contra nosotras.
Durante todo ese tiempo, desde su posición, Pablo pudo derribar a otros tres fascistas. El cabecilla, no obstante, logró localizarle y le lanzó una granada. La explosión fue fuerte y la onda expansiva destruyó algunas casas. Yo sabía que Pablo no tendría problemas en sobrevivir, pero se veía obligado a salir de su escondrijo y luchar a descubierto, lo cual tampoco era un problema para él.
La lucha ya se libraba casa por casa. Las mujeres defendían su hogar con fiereza. Frente a los bates, puños americanos y cadenas de los fascistas, las mujeres se enfrentaban con escobas, palos y piedras. Pese a que en el combate cuerpo a cuerpo ellos tenían las de ganar, los fascistas se iban debilitando. No estaban preparados para algo así. Sus enemigas aparecían de cualquier esquina. Se escondían en las casas, aparecían por las ventanas. El humo del fuego no les dejaba ver y los barracones eran como un laberinto. Llegó un momento en que era difícil decir si avanzaban o si, simplemente estaban perdidos entre las chabolas. Cundió la desmoralización entre los fascistas mientras que en nosotros el entusiasmo crecía. Algunos ancianos, envalentonados por el valor de las mujeres, se sumaron por fin a la lucha con sus bastones y muletas. Aunque les estábamos dando una buena lección, el fuego avanzaba y consumía los hogares.
¡Pero estábamos ganando! “¡Vámonos! ¡Vámonos!” Los fascistas retrocedían ya francamente superados. Una visión que tampoco se esperaban vino a desmoralizarlos mucho más. En lo alto de una de las colinas apareció una masa de hombres. ¡Sí!, a la cabeza estaba Helena, inconfundible con su hiyab y su bastón. ¡Sabía que volvería! ¡Y había conseguido traer a los jornaleros! Porque tras ella había varios cientos de hombres, la mayoría semitas, claro está, pero no solo, también había algún negro y algún blanco.
La masa de hombres cayó sobre los fascistas que retrocedían fuera de las casas buscando refugio. Entonces nosotras cargamos para expulsar a los que quedaban de los barracones. La batalla estaba ganada. Cuando los jornaleros y algunas mujeres corrían a rodear a los fascistas, ya derrotados y humillados, aparecieron a toda velocidad varios furgones de la policía rural. Sólo habían encendido las sirenas cuando estaban tan cerca que era imposible no verlos. Con los furgones abrieron un pasillo para separar a los jornaleros de los fascistas. El objetivo de la policía era proteger a estos últimos, así que sencillamente se los llevaron. ¡Abrieron las puertas de los furgones y se los llevaron! ¡Estaba claro a quién protegía la policía! También entonces llegaron unas ambulancias que, escoltados por la policía, se llevaron a los fascistas heridos y retiraron los cadáveres. ¡Entonces sí podían ir las ambulancias a los campos y a los barracones!
Pese a la rabia y la impotencia que entraba al contemplar cómo la policía hacía su trabajo, en todo caso era una tremenda victoria. Las mujeres semitas, doblemente oprimidas, habían derrotado a los fascistas con sus propias manos. Pero no tenían tiempo para festejar nada. Tocaba apagar el fuego y salvar de las llamas todo lo posible. Los hombres se sumaron a esta tarea y, aunque parte de los barracones estaban calcinados, no importaba, pronto reconstruirían aquellas ruinas con mucha más dignidad y orgullo.
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