Llamé emocionada a Helena para que dejara a los jornaleros y viniera conmigo. Ella acudió acompañada por dos hombres, uno semita y el otro blanco con los que, me contó, había logrado agrupar a los trabajadores en los campos de cultivo. A mí me acompañaba la joven Sulem, herida en un brazo, pero que se había erigido en representante de las mujeres. Me fijé que no soltaba el arma. Probablemente nunca más lo soltaría.
La ciega y yo nos abrazamos y nos reímos de los fascistas mientras yo le relataba como habíamos logrado organizar la defensa de los barracones a pesar de las dificultades que en un primer momento habíamos tenido con los ancianos y el religioso. Le presenté a Sulem y a otras dos mujeres que habían participado en primera línea. Ella me relató cómo había logrado organizar a los trabajadores y me presentó a sus acompañantes. El blanco se llamaba Jack y el semita Moham. Cuando llegó a los cultivos había sufrido la humillación de un manijero que la insultó y la llegó incluso a tirar al barro. Ella, que pese a estar herida podría haberse cargado sin problemas al manijero allí mismo, optó por hacerse la víctima. Jack intervino para defenderla. Se quitó de encima al manijero, la ayudó a levantarse y escuchó con atención el aviso de Helena de la proximidad del pogromo. Fue Jack el que le condujo a Moham y a los demás jornaleros. Comprobé que Sulem y Moham se conocían, pero me fijé que había cierta distancia entre ellos. Supuse que para los hombres era muy incomodo el que hubieran sido las mujeres las que habían luchado y las que habían derrotado a los fascistas.
¿Dónde estaban los demás?
Víctor fue el primero en aparecer. Huía de un grupo de ancianas que trataban de agradecerle su ayuda con comida, ropa, masajes y caricias. Eran como moscardones alrededor suyo. Se le veía contrariado e incomodo. Tuvo que ser Sulem la que las logró dispersar y alejar, diciéndoles en dialecto semita que con sus agasajos estaban incomodándonos. Las ancianas, sin molestarse, siempre muy agradecidas, dejaron de molestar a Víctor.
Pero, ¿y Pablo y Roger? Mientras yo hablaba animada con Helena, en otra zona del barracón los dos muchachos tuvieron el inevitable encontronazo. Antes o después tenía que suceder. Los hechos fueron, luego me contarían, más o menos así:
Al parecer Roger estaba ayudando a una mujer a trasladar a una herida dentro del edificio religioso cuando una mano le sujetó con fuerza el hombro: Era Pablo, con la ropa y la cara manchada de hollín y sudor, y los ojos inflamados de odio. Roger se asustó.
- Te tuve a tiro tartaja gordinflón. Sólo por lealtad a la Exiliada no te metí un tiro entre ceja y ceja.
Roger palideció. No le entendía. No comprendía porque Pablo le había mostrado siempre tanta antipatía y ahora le amenazaba de esa manera. Lo peor es que comprendió que Pablo le decía la verdad: durante la batalla le podía haber asesinado de un disparo. Pensó en que nadie se hubiera imaginado que el autor del asesinato era Pablo y que se achacaría su muerte a una bala de los fascistas.
- No te hagas ilusiones gordo de mierda. Nunca permitiré que sea tuya. Por muy buenos mítines que des o por muchos libros que le enseñes.
¡Ahora lo comprendía todo!, pensó Roger.
- Te equivocas Pablo - le respondió sin ninguna tartamudez. - No es de mí de quien tienes que estar celoso.
Y Roger se desembarazó de la mano un Pablo sorprendido que del rojo furia había pasado, bruscamente, al pálido incomprensible.
- Vamos con los demás.
Los dos muchachos abandonaron el edificio religioso para buscarnos, primero marchaba Roger, erguido de satisfacción, tanto por cómo se había resultado la confrontación con los fascistas y su propio papel en todo ello, cómo por la manera en que había logrado despachar a Pablo, que le seguía a distancia y cabizbajo.
Yo seguía hablando con Helena, Sulem, Jach y Moham cuando se nos unieron Pablo y Roger. En ese momento no les presté atención, estaba centrada en conseguir información sobre Orestes. Parece ser que Víctor si se dio cuenta de que algo había pasado entre ellos dos.
Moham y Sulem conocían a Orestes. Sulem había coincidido con él en el barracón en varias ocasiones. Al parecer Orestes mantenía reuniones privadas con algunos hombres y traía medicamentos y libros para los enfermos y los niños. No sabía nada más de aquel blanco, salvo que ella tenía la sensación de que el ex bolchevique miraba a los semitas por encima del hombro. “Es el Orestes que conozco, arrogante como él sólo”, pensé.
Moham sí parecía tener más trato con Orestes. Me dijo que sabía que yo estaba aquí y que le habían mantenido informado de todo. Moham creía que era muy probable que Orestes ya supiera todo lo que había pasado esa tarde con los fascistas. Según Moham, Orestes estaba dispuesto a verme esa noche. Me esperaría en mi antigua casa en Stickton. Mi sorpresa fue mayúscula. Hice un sinfín de preguntas: pregunté por la policía, que como se atrevía Orestes a citarme allí, que como sabía que yo había vuelto a New Haven… pero Moham no tenía respuestas, o no quería dármelas. Víctor me alertó de que podía ser una trampa. Moham me garantizó que no, que confiara en Orestes. Moham se ofreció acompañarme, también me indicó que mis amigos podrían ir conmigo, pero se tendrían que quedar fuera de la casa. Sulem negaba con la cabeza. Parecía no fiarse de Moham. Me dijo que también ella me acompañaría y que me cuidaría, no importaba lo que le dijera su marido. Moham gruñó. ¿Eran Moham y Sulem marido y mujer?
El sol comenzaba a ocultarse tras las colinas que rodeaban los barracones. Mientras nosotros seguíamos hablándo, los hombres y las mujeres semitas continuaban trabajando juntos adecentando sus hogares. Habían logrado extinguir el fuego, las mujeres, ancianos y niños heridos habían sido atendidos; los cadáveres habían sido retirados y pronto recibirían sepultura... Muchas casas estaban destruidas, pero a la mañana siguiente se volverían a lazar. La tarde era calurosa así que no habría problema para que los que se habían quedado sin nada pudieran dormir esa noche. También hicieron una cena colectiva para que todos estuvieran bien alimentados después de un día tan duro. Por supuesto, nosotros estábamos invitados. Pese a todo ese trabajo, en las mujeres se notaba un grado de orgullo y dignidad como nunca antes habían tenido: caminaban erguidas, sonreían, tenían sus ojos iluminados. Y sus maridos, hermanos, padres e hijos, estaban comprendiendo que aquella tarde sus esposas no sólo se habían enfrentado a un grupo de fascistas.
Ya nada sería igual.
Sulem era una demostración de todo eso.
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