Sin perder ni un segundo nos dirigimos al barracón de los semitas donde se iba a producir el pogromo. Faltaba muy poco tiempo.
Cuando nos acercábamos lo primero que comprendí es que aquel lugar tenía muy mala defensa de un ataque mínimamente organizado: los barracones estaban situados en un valle, rodeados por completo por colinas. No era mucha la altura de las colinas, pero daban suficiente ventaja para un oponente serio. Si nos veíamos obligados a preparar algún tipo de defensa allí abajo, tendría que esmerarme y aplicar todo lo que había aprendido en mis años en la milicia.
Toda la superficie del valle estaba ocupada a rebosar por aquella maraña de estructuras medio construidas cuyos ocupantes llamaban “hogar”. Eran los barracones: levantados con restos de madera, uralita hurtada de las obras, cartones, plásticos y ladrillos apilados… Otra mala noticia es que casi todo el material era inflamable. Algo de gasolina y una chispa y todo aquel lugar se desintegraría entre las llamas. Aunque cada familia emigrante había construido donde había podido, del caos surgía un cierto orden con sus calles mas o menos en forma de cuadricula y una especie de plazoleta central con una instalación religiosa, un templo, única estructura levantada completamente de piedra.
En aquellos barracones se hacinaban cientos de familias semitas. No era un pueblo, no tenían luz, gas o agua corriente. Para beber, bañarse o cocinar debían traer el agua con cubos desde algún acuífero cercano y la electricidad la robaban, gracias a unos peligrosos empalmes, de un tendido eléctrico que cruzaba los campos en dirección a New Haven.
Hacía poco tiempo que los autobuses escolares habían traído de vuelta a los barracones a los niños pequeños. La educación básica y asistencia para los menores de 12 años era uno de los pocos derechos que aquella gente aún conservaba. Tras dejar la escuela, los chicos se ponían a trabajar; las niñas a ayudar en casa o, más comúnmente, a buscar marido. Los que aún tenían la fortuna de ser niños, jugaban y gritaban felices y despreocupados, mientras corrían hacia sus chabolas, donde sus madres, vestidas todas con el tradicional hiyab, les esperaban para darles de comer.
Aparcamos la furgoneta y nos adentramos a pie en los barracones. Las mujeres nos miraban extrañadas y guardando las distancias. Sus hijos nos examinaban, divertidos, con curiosidad. Nadie allí estaba acostumbrado a que extraños como nosotros apareciéramos de repente. Olía a comida. Los semitas cocinaban con especias muy aromáticas y el aroma lo inundaba todo. Ese olor me abrió el apetito. ¡Pero no había tiempo! Corrimos hacia la plazoleta. En improvisados bancos hechos con maderos y cajas se sentaban algunos ancianos que pasaban el rato tomando el sol, fumando y hablando animadamente entre ellos. Llevaban andrajos y turbantes y estaban delgados y sin dientes... La mayoría parecía que solo esperaban la muerte. Algunos no parecían conocer el idioma común y usaban para comunicarse tan solo sus ancestrales dialectos traídos desde sus orígenes.
Roger se acercó a los ancianos y les preguntó por Orestes. "¿O...Orestes?, ¿Orestes?" Les decía, pero no obtenía ninguna respuesta clara. Aquellos ancianos miraban a Roger, nos miraban a todo el grupo -sin disimular cierto desprecio hacia nosotros-, soltaban algunas frases ininteligibles y continuaban a lo suyo.
-¿Y si preguntamos al religioso? Supongo que alguna autoridad tendrá en la comunidad. - sugirió Víctor.
Así hicimos. En la misma plazoleta estaba el templo religioso. Era la estructura más destacable de todos los barracones: como ya os dije, el único edificio todo de piedra, pintado de blanco y adornado con un torreón. El religioso nos esperaba sentado plácidamente en otro banco improvisado frente al templo. Era otro anciano, pero a diferencia de los primeros, vestía una túnica blanca que destacaba por su limpieza y brillo. No tenía nada que ver con los ropajes que llevaban los demás. Era, sin duda, un símbolo de dignidad y poder. Era el guía espiritual de todos los semitas del barracón y tenían la obligación de escucharle y respetarle. Y aunque pensamos que entendía nuestro idioma, no parecía interesado ni en Orestes, ni en los fascistas. Roger y yo nos desesperábamos tratando de explicarle la inminencia de un ataque, del pogromo, de lo que podía suceder si no actuábamos ya… pero como respuesta, el religioso no dejaba de decirnos “es la voluntad de Dios”, “es la voluntad de Dios” y de ahí no sacábamos nada en limpio.
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