Pasamos el resto de noche durmiendo en los barracones de Lutiere. Sulim nos consiguió cinco camas para que pudiéramos descansar en condiciones. Fuimos recibidos con mucho calor humano, estaban muy agradecidos a nuestra intervención. Por si acaso, los hombres, que querían recuperar la iniciativa frente a las mujeres, organizaron guardias para vigilar el perímetro. Víctor seguía temiendo a Helena. Estaba convencido de que si dormía la asesina ciega aprovecharía para rajarle el cuello. Roger, por su parte, estaba bastante abatido. Se sentía orgulloso por lo que había hecho, pero desconocía cual sería ahora su camino y eso le desconcertaba. Sabía que no podía volver a casa. Pablo también estaba inquieto. Cada tramo del viaje parecía quedar menos de aquel muchacho que había conocido en el hospital y aparecía ante mí una máquina de matar. Pablo me preocupaba, aunque parecía que su tensión con Roger había amainado.
Antes de dormirme llamé a Bruno. Le informé de los avances en New Haven: de que Orestes se comprometía a reunirse con Verónica en Cáledon. Bruno por su parte me explicó que se habían salvado todos los trabajadores y sus familiares de la fábrica, pero que, claro está, no tenían casa a la que regresar. La mayoría le habían pedido papeles para ellos y sus familias para así poder abandonar la República, pero James -el que parecía el cabecilla del grupo de trabajadores- y Selma -la mujer que más reticencias había mostrado contra mi- habían decidido quedarse y ayudar a la Red, a Bruno, a continuar la lucha de manera clandestina. Eran muy buenas noticias.
Esa noche volví a soñar. Me encontré en mi casa de Stamford. Me vi a mi misma de niña en el regazo de mi padre. Él me explicaba, no sé el qué. Pero yo de niña le prestaba mucha atención. Simultáneamente yo de adulta miraba aquella escena. Iba armada y sentía un irresistible impulso de disparar contra yo-niña. Disparé. No pude evitarlo. Y era Orestes el que moría. Me giré y Verónica, Víctor y mi yo del exilio -gris y colocada- se reían de mí. Volví a mirar el cadáver de Orestes y era yo misma la que yacía en el suelo.
Me desperté sobresaltada en medio de la madrugada. Todos dormían excepto Helena que, en el mayor de los silencios, pese a su ceguera, parecía que me observaba.
- A mí también me cuesta dormir - me explicó la ciega. - Entre los semitas se dice que sólo duerme bien quien está limpio por dentro.
Miré instintivamente a Pablo y a Víctor. En el caso del anciano, incluso el temor a la muerte había sucumbido ante el cansancio y el sueño.
- ¿Por qué no duermes tú? - le pregunté.
- Estos dos días contigo lo han cambiado todo, Exiliada. Verás… Saúl me convirtió en lo que soy. Ahora es lo único parecido a una familia que tengo. Y por eso le odio. Llevaba tiempo buscando una oportunidad para vengarme. Desconozco las causas, pero sé que se juega mucho contigo. Él quería que asesinara al viejo y que a ti te dejara con vida. Pero te juro que no sé el porqué, yo solo cumplía órdenes. Pero cuando comencé a seguirte, pensé que si me ganaba tu confianza y eliminaba al viejo podría acercarme lo suficiente a Saúl sin que sospechara y destruirle.
Nos quedamos un instante mirándonos... Bueno, yo la miraba; ella permanecía frente a mí, hermética, escuchando mi respiración y, como más tarde me reconocería, sintiendo el latido acelerado de mi corazón.
- Él te está buscando, Exiliada. Te quiere capturar viva y es capaz de hacer cualquier cosa para conseguirlo. Saúl es un monstruo, sólo quiere poder. Y piensa que si te coge su poder se incrementará. Te usará y te destruirá. No se lo permitiré.
- ¿Qué te hizo?
- Me depravó. Asesinó todo lo bueno que había en mi interior. Me transformó en un monstruo a su imagen y semejanza.
- Me niego a creer que no haya nada bueno en ti.
- Solamente soy una asesina.
- No es cierto.
Las dos sabíamos lo que queríamos que pasara. Pero no podía pasar. No entonces. Nos cogimos de la mano y nos tumbamos una junto a la otra. Y entonces sí pudimos conciliar el sueño.
Antes de que amaneciera ya estábamos en pie. Teníamos que continuar nuestro camino y abandonar la región de New Haven. Corrían rumores de que la República había movilizado al ejército para apaciguar los campos y que las tropas estaban en camino. Los semitas habían madrugado para esconder armas, trasladar heridos lejos de aquellos barracones y ocultar a los, más bien las, cabecillas de la resistencia a los fascistas. En todo caso nuestro camino nos alejaba de allí, rumbo a Davenport.
Helena se sumó al grupo, pese a las quejas de Víctor. Roger y Sulem también querían acompañarnos. Sin embargo decidí seguir un criterio similar al de Bruno. En mi opinión tenían que quedarse en New Haven. Lo más urgente era ayudar a los semitas contra la represión. Orestes había pintado un futuro complicado y tenía parte de razón. Roger tenía conocimientos y acceso a tecnología muy útil y Sulem era valiente y con mucha personalidad. Allí podían hacer un gran trabajo. Puse a Roger en contacto con Bruno e intercambiamos números de móviles seguros para mantenernos informados.
Y creo que fue muy correcto lo que les propuse porque, si durante las últimas horas Roger era una especie de alma en pena, ahora, con una misión muy concreta en la vida, con un objetivo, con un sentido, parecía que ya no le importaba que su vida anterior se hubiera terminado. Roger, el tartamudo, ya no tartamudeaba. Había roto con su pasado. Con su vida de esnob pijo. En sus adentros se despidió de sus padres, médicos, de su familia, de su hogar confortable. Había decidido, no sólo luchar de manera casual y protegido por el ala protectora de su familia, había decidido luchar con todas las consecuencias contra un sistema social sobre el que se construía toda la opresión y miseria de los que le rodeaban.
Llegó la hora de la partida. Abracé al nuevo Roger, dispuesto a despedirse de mí con una sonrisa de oreja a oreja y un “hasta la vista” y estreché la mano con Sulem, la joven heroína. Montamos en la furgoneta y emprendimos el camino a Davenport. En un bolsillo llevaba un tesoro, la foto de mi adolescencia en las Juventudes. En el corazón llevaba otro: la proximidad a Helena y nuestros sentimientos mutuos.
FIN DEL CAPÍTULO 5
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