¡No podemos perder más tiempo! Los minutos pasaban y hablar con esos ancianos, y sobre todo con el religioso era completamente inútil. Aquellos viejos me exasperaban.
Vimos entonces a un grupo de mujeres, por supuesto todas ellas con el hiyab, que pasaban por la plazoleta llevando a sus hijos de la mano. Era la oportunidad. No lo dudé: Como hubiera hecho en otros tiempos, me sorprendí a mi misma subiendo a un cajón de madera de aspecto solido y me puse a vociferar como cuando llevaba megáfono y formaba parte de los piquetes o de las manifestaciones que organizaba el Partido.
- ¡Compañeras! ¡Compañeras! ¡Escuchadme! Un grupo de fascistas enviados por los terratenientes quieren destruir vuestro campamento, vuestros hogares.
Las palabras “fascistas”, “destruir” y “hogar” causaron un efecto magnético. Se detuvieron y se agruparon a mí alrededor.
- Se acerca un grupo fascista. Atacara en poco tiempo. Hay que poner a salvo a los chicos, proteger las casas.
Las mujeres me miraban y se miraban con miedo, pero sin saber qué hacer. Yo me quedé paralizada un momento. Toda la plazoleta me prestaba atención, pero sobre todo los viejos: me miraban, primero con escepticismo, luego con burlas. Comenzaron a señalarme y a reírse. Debían de considerar blasfemo y ridículo que una mujer como yo actuara como lo estaba haciendo. No supe cómo reaccionar. Al mostrar contrariedad, al no continuar hablando, algunas mujeres hicieron el amago de retomar su camino. No podía rendirme.
-¡No, esperad! ¡Hablo en serio! Llegaran en muy poco tiempo - insistí sin mucho efecto. Con todo, mi cerebro no paraba de darle vueltas a la situación. Me fijé en el edificio religioso, era el lugar menos inflamable. - Podemos refugiar a los niños en el templo y preparar agua por si tratan de quemar las casas. Podemos poner vigilantes en las colinas y preparar aperos de labranza, palas, escobas, varas… ¡lo qué sea! como armas.
- ¿Y quién luchara? - preguntó un anciano en perfecto idioma común. - Aquí no hay hombres, están todos trabajando. Solo hay viejos, niños y mujeres. – Sé que buscaba provocarme y ridiculizar mis palabras.
- ¡Todo aquel que pueda empuñar un arma! - respondí resuelta, pero los ancianos se volvieron a reír mi. Presionadas por ellos, las mujeres me dieron la espalda y continuaron su rumbo. Los viejos, satisfechos por haber conseguido sus objetivos se olvidaron de mí y volvieron a sus cuchicheos incomprensibles.
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