Él era el favorito.
O lo había sido.
Había dirigido al Partido en misiones muy delicadas y muy importantes. Había cargado con el peso de algunas células destruidas por las intrigas, y las había reconstruido. Era perseguido y odiado por sus enemigos... Pero descubrió muy tarde que tenía enemigos dentro.
Atravesó los pasillos del Smolny muy consciente de que tal vez sería la última vez. Escuchaba cuchicheos a su alrededor. Los funcionarios, "hombres de comité", liberados... murmuraban a sus espaldas. Sabían antes que él mismo el destino que le aguardaba. No tenía defensa. No había salida. Era el final. Trató de no inmutarse ante aquella masa gris de cotilleo, resentimiento y envidia. Él era más inteligente y más fuerte que todos ellos. Quizás por eso se encontraba en esa situación. Tiró de orgullo, estiró la espalda, y elevó la mirada. Lo último que perdería sería la dignidad, pensó.
Llegó al salón de actos donde tradicionalmente se reunía el Comité Central. Orestes era un teatrero. Le encantaba la puesta de escena. No podía imaginar ese momento en el que por fin se quitaría de encima a su gran rival, sin una adecuada escenificación. Tenía que ser allí.
El salón de actos tenía forma de hemiciclo y estaba presidido por una imponente mesa presidencial de madera de muy buena calidad. La sala estaba iluminada por grandes ventanales de cristal que se abrían en el techo y que dejaban pasar directamente la luz solar. Las paredes estaban pintadas de color blanco con adornos rojos y púrpuras. También estaban decoradas con los retratos de diversos revolucionarios de la historia, desde Marx hasta Leoria, símbolos comunistas y grandes murales de obreros de distintas épocas en lucha. Era el corazón del Partido.
Aún recordaba las grandes reuniones plenarias del CC cuando el salón se llenaba de vida: junto a talentosas mentes, intrépidos revolucionarios, brillantes organizadores, agitadores y propagandistas, él era un protagonista destacado de las discusiones sobre perspectivas políticas, tareas para construir el Partido, filosofía, economía, historia, arte y guerra... Ahora allí le esperaba la Ejecutiva. Veinticuatro personas a las que él había querido como si se tratara de su familia.
Luisma y Orestes presidían la reunión sentados tras la gran mesa de madera. Orestes era algo máyor que él. Era presumido y arrogante y se creía el dueño del Partido. Entonces tenía un precioso pelo liso y muy poblado. Llevaba, como muchos otros dirigentes bolcheviques, unas pequeñas gafitas que no ocultaban unos ojos vivos e inteligentes. Luisma era más o menos de su edad, es decir, rondaba la treintena. Sin embargo sufría una temprana alopecia, estaba completamente calvo. También le sobraba peso. Como Orestes, llevaba gafas, pero estrafalariamente grandes en contraste con sus ojos que eran muy, muy pequeños. Tras ellos se alzaban cuatro retratos presidenciales con los principales ideólogos bolcheviques: Marx, Engels, Lenin y Trotsky, y una gran bandera roja con la hoz y el martillo, el principal símbolo del Partido.
Los demás dirigentes estaban distribuidos por el hemiciclo del salón de actos. Él sabía que su discípulo estaba allí, entre ellos, mirándole. Nunca lo reconocería, pero le temblaban las piernas. Sin más miramientos entró de frente, desde la puerta hacia la mesa presidencial a través de un pasillo descendente que dividía en dos las butacas del hemiciclo. No prestó ninguna atención a los demás, sólo fijó su mirada en los dos máximos líderes. Quería demostrar firmeza. Buscaba impresionarles... o simplemente, como era él el que realmente estaba impresionado, sólo actuaba así por pura defensa. Y es que no quería cruzar la mirada con su discípulo. ¡No podía! Si le hubiera mirado, aunque hubiese sido de reojo, probablemente esa fachada de firmeza que trataba de aparentar se hubiera quebrado. Era mucho lo que aun sentía por él. Y le había traicionado. Así que a su espalda quedaron veintidos antiguos camaradas y, entre ellos, su mejor discípulo.
Fue Orestes el que, manteniéndose sentado, tomó la palabra:
No hay comentarios:
Publicar un comentario