1.
LA EXILIADA
1.1
Abrí
los ojos.
Pero
sólo veía sombras. Sobresaltada, por acto reflejo me incorporé… y me encontré
sentada en una camilla. Estaba en una habitación oscura que parecía de
hospital. Noté que mi cuerpo estaba desnudo, tan solo cubierta por una sábana ligera
y un camisón. También me dolía la cabeza, estaba desorientada y no recordaba
qué hacía allí. Miré a mi alrededor: Estaba en lo cierto, parecía una
habitación de hospital, pero la ventana estaba asegurada con barrotes y la
puerta parecía muy robusta y... ¡Espera un momento! Tenía mi muñeca izquierda
esposada a la camilla. Eso me asustó. Tiré instintivamente de mi brazo
apresado. Pero no conseguí ningún resultado.
Además,
no estaba sola. En la habitación había un extraño: en frente mía, un anciano
parecía dormitar sentado en una silla. No entendía nada de lo que estaba
pasando.
Pasaban
los segundos mientras me espabilaba, procurando no perder de vista al anciano: era
de poblado cabello canoso y frondoso bigote, vestía un traje de pana parduzca. Con
los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la pared, emitía leves ronquidos y, de
cuando en cuando, cabeceaba. Parecía un elegante abuelete, pero, pese a su
aspecto inofensivo –muchos hombres peligrosos eso parecen cuando duermen- no le
había visto en mi vida... O al menos que yo recordara. Y eso era lo que más me
preocupaba: ¿Qué había pasado? Me encontraba perdida. ¿Y ese dolor de cabeza? Me
llevé la mano derecha a la sien. Parecía como si un pálpito me taladrara el
cerebro.
Trate
de recordar, aun a costa de más dolor: Volvía. Volvía de mi exilio. Estaba sentada
en un autobús camino de Cáledon. Después de años, no podía estar más tiempo
vagabundeando por el Continente. Sin rumbo, sin objetivo… Había sentido un
fuerte impulso de volver. Necesitaba regresar a la República.
En
el lado continental de la frontera conocía a un viejo amigo. Un antiguo
guerrillero. Durante las guerras civiles ya nos había ayudado a pasar la
frontera a los camaradas y refugiados. Me consiguió, no con dificultad, unos
papeles falsos a nombre de “Atenea Libertad”. No dejaba de tener gracia ese
nombre. Pero era un nombre real, de una mujer de color como yo, de edad cercana
a la mía, que vivía plácidamente en una atrasada zona rural del interior de la
República. En su rutinario modo de vida, al margen de complicaciones, guerras y
conspiraciones políticas varias, nunca sospecharía que su alter ego era una exiliada que trata de regresar.
Recordé
cómo en la frontera había tomado el autobús. Estaba nerviosa… No. Estaba
excitada. Me veía tan cerca… y no tenía ni idea de lo que haría una vez
estuviera en Cáledon. Yo sabía que no debía bajar la guardia, pero una vez
sentada en el transporte, el cansancio del viaje y las curvas del camino pudieron
conmigo. Cerré los ojos...
Y
desperté en aquella habitación, sin más recuerdos, con un terrible dolor de
cabeza, casi desnuda, esposada a una camilla y acompañada de un anciano.
1.2
Allí
sentada forcé la vista para explorar la habitación: No quería que ningún
detalle se me escapara. A mi izquierda había un pequeño cuarto cerrado que
debía de ser el baño; a mi derecha, justo al lado de la cama, tenía una mesita
vacía… y poco más. Traté de mirar a través de los barrotes: la ventana estaba
limpia y pese a la oscuridad se veía bastante bien: era de noche... pero… ¿Esos
brillos? Se veían luces en movimiento, luces rojas y azules. Y eso, sólo podía
significar una cosa ¡Afuera estaba la policía! ¿Afuera? ¿Rodeaban el edificio?
Entonces… ¿quién me había esposado? ¿Quién me retenía si no era la policía?
El
anciano, hasta entonces, no había dejado de dormir. Carraspeó algo y se cambió
de postura, pero para seguir durmiendo algo más cómodo. Pensé que había llegado
el momento de despertarle. Necesitaba respuestas.
-
¡Usted! ¡Oiga! ¡Señor!
El
anciano abrió primero un ojo y, muy lentamente, como si tuviera que pedirle
permiso, abrió el otro.
-
Veo, muchacha, que por fin te has despertado. - Bostezó y al tiempo me mostró
que su muñeca derecha estaba también esposada, en este caso a un radiador.
-
¿Quién es usted? ¿Qué hago aquí? ¿Estoy presa?
-
Mmm… Sí, te buscaban a ti. Pero no la policía, la policía está fuera... Muchacha,
no hay tiempo para preguntas.
Usando
de manera patosa su mano zurda, sacó del bolsillo de su chaqueta una horquilla
del pelo. Alargó el brazo y, con esfuerzo, la posó sobre mi cama. Me clavó la
mirada como esperando que yo supiera lo que tenía qué hacer. Pero no se
equivocó: con un rápido impulso me estiré, cogí la horquilla y comencé a
juguetear con la esposa que me apresaba hasta que, por fin, quedé liberada.
Mientas
me frotaba la muñeca, ahora sin ninguna atadura, devolví la mirada al anciano.
-
Se aprendían muchas cosas en las milicias de Jaime, ¿verdad muchacha? - me dijo
mientras se atusaba el bigote. Aquella referencia a mi pasado con Jaime me dejó
por un instante helada. Si él sabía quién era, otros podrían también saberlo.
Por eso estaba allí retenida.
Me
incorporé de un saltó olvidándome de mi estado casi desnudo. El anciano giró la
cara ruborizado, tratando de evitar encontrarse con mi cuerpo. Entonces me
percaté de mi desnudez: De adolescente me gustaban mis curvas, pero aquellos
años habían pasado. Ahora tenía celulitis, estrías, algo de barriga y la
gravedad derrotaba a mis pechos. Me dio vergüenza que un desconocido me viera
así. ¿Pero qué podía hacer? No vi ropa a mí alrededor, así que me resigné y
decidí olvidar todo aquello y centrarme en averiguar qué estaba pasando.
Me
acerqué primero a la ventana, tratando de ver algo más. Salvo los brillos rojos
y azules no podía distinguir nada de nada. Luego fui hacia el baño, con el vano
deseo de que allí estuviera mi ropa. Toqué la puerta, fría y cerrada. ¡Mierda! Me
giré de nuevo hacia la camilla y a allí estaba el historial médico. Lo ojeé:
"Paciente
desconocida e indocumentada. - ¿y los papeles de Atenea Libertad que tanto me
había costado conseguir? - Ingresada con conmoción cerebral y hematomas leves.
Firmado: Doctor Hierba.
-
¿Es usted el doctor Hierba? - pregunté al anciano segura de que no lo era.
-
No, pero ellos piensan que sí. Le recomiendo que me quite las esposas y
salgamos de aquí.
-
No le conozco y no sé nada de usted. No me fío.
-
¿No le basta con saber que le he salvado la vida, muchacha? Del autobús. - Del autobús...
Hice un nuevo esfuerzo para tratar de recordar. ¿Había tenido un accidente?
Ignoré
la petición del anciano y, de nuevo con la horquilla, me empleé a fondo para
manipular la cerradura de la puerta. Sin más instrumentos, la puerta me resultó
mucho más difícil de manejar que la esposa. Con suavidad y muy concentrada
movía la horquilla rememorando otras épocas pasadas. Cuando por fin sonó el
deseado clic, me dispuse a explorar lo que había fuera de la habitación.
-
Voy a echar un vistazo, volveré a por usted.
1.3
El
anciano era misterioso. Parecía afable y sereno, pero a la vez críptico,
enigmático… Ante “ellos” se hacía pasar por un tal doctor Hierba. ¿Ante quienes?
Decía haberme rescatado de un accidente, ¿en el autobús? Sabía de mi pasado con
Jaime...
Pero
lo primero es lo primero. Luego volvería a por el anciano. Me aseguré de no oír
nada al otro lado de la puerta y la abrí con suavidad. Lo justo para asomar la
cabeza. Miré a un lado y a otro. Sólo un pasillo oscuro. Por fin salí, cerrando
la puerta tras de mí.
Camillas
y sillas de ruedas abandonadas por el pasillo. Oscuridad, silencio… Me acordé
de una película de terror que había visto de niña. Una escena transcurría en un
hospital abandonado: al paciente, inmovilizado en una camilla, misteriosos
enfermeros, a los que nunca se les veía el rostro, le hacían recorrer unos pasillos
cada vez más lúgubres… directo hacia el infierno. Aquel pasillo revivió en mí la
misma sensación nerviosa, mezcla de tensión y temor, que había sentido viendo
la película.
Al
fondo del pasillo había otra ventana con barrotes. En el otro sentido una
puerta que unía aquella zona con el resto del edificio. A ambos lados, otras
habitaciones cerradas. Sigilosamente me deslicé hasta la ventana. Desde ahí la
perspectiva era más clara que en mi habitación: Estaba en un complejo
hospitalario formado por varios edificios. No lo conocía, aunque hacía muchos
años que no pisaba Cáledon... Si es que allí me encontraba. Fuera había
numerosos coches patrulla y camiones blindados de la policía con sus características
luces rojas y azules. Parecía que acordonaban el edificio.
Me
volví sobre mis pasos para acercarme a la puerta de salida, pero a mitad de
camino escuché como su manilla gemía y comenzaba a girarse. Alguien abría la
puerta desde afuera. Pensé primero en esconderme bajo una camilla, pero con el
rabillo del ojo vi una pequeña puerta de servicio a mi derecha que estaba
entreabierta. Reaccioné con rapidez. Mis reflejos, desentrenados por el exilio,
no estaban tan atrofiados como me había imaginado. Me dejé caer dentro y cerré
la puerta. ¡Justo a tiempo! Pensé.
Era
un pequeño almacén lleno de utensilios de limpieza, escobas, fregonas... Y un
hombre.
1.4
Bueno,
lo que se dice un hombre... Me encontré con un muchacho que parecía más
asustado por mi presencia que yo por la suya: Poco más de veinte años, si los
tenía. Más alto y delgado que yo, de pelo corto y moreno, rasgos bastante
marcados, el chico creía protegerse sujetando nervioso una escoba. Llevaba un
pijama gris, así que parecía otro paciente de hospital. Sólo cuando me vio
mejor y se dio cuenta de que yo era una chica y que además estaba casi desnuda,
su expresión cambió de miedo… a interés. Recordé, incomoda, que sólo el camisón
cubría, a duras penas, mi cuerpo. Me dio vergüenza… y me enojé con el muchacho.
-
Hola - Me dijo con un susurro y una sonrisa socarrona. Yo le devolví el saludo
con cierta indiferencia y me volví, dándole la espalda, para prestar atención a
lo que pudiera pasar al otro lado de la puerta.
-
¿Quién eres? - insistió el chico.
Comenzaba
a irritarme. Me preocupaba el pasillo. Estaba concentrada tratando de oír algo
y cualquier ruido me molestaba. Le respondí mandándole callar. ¿Y si nos
escuchaba quién diablos hubiera entrado en el pasillo? Me esforcé en escuchar a
través de la puerta, pero no distinguí ningún sonido. Sólo oía la respiración
acelerada del chico. Notaba su aliento en mi nuca y eso me incomodaba aún más.
-
Me llamo Pablo. ¿Y tú?
Le
lancé una mirada glacial, pero él me devolvió aquella sonrisa suya, cada vez
más estúpida.
-
¿Dónde estamos? - le pregunté finalmente, tratando de tranquilizarme.
-
¿Cómo que donde estamos? - me respondió incrédulo - pues en un armario...
-
No, no… Me refiero al lugar, la ciudad. - el chico, Pablo, no daba crédito.
-
¿No lo sabes? Pues el hospital Doctor Vénder de Cáledon.
Así
que sí que estaba en Cáledon al fin y al cabo. Pero aquel hospital debía de ser
nuevo, por eso no lo había reconocido. Había pasado tanto tiempo…
-
¿Tú quién eres y qué haces aquí? ¿Qué ha pasado?
-
Ya sabía yo que así vestida, jejeje, no eras de ellos. – “niñato”, pensé - No
sé qué pasó. Hubo ruido, disparos... Yo solía meterme aquí a fumar, lejos de
las enfermeras... Y aquí me pilló todo el barullo. Y aquí me quedé hasta ahora.
-
Todo un héroe.
-
Oye, yo te he dicho mi nombre, ¿tú no me vas a decir cómo te llamas?
Le
respondí girándome nuevamente y acercándome a la puerta para tratar de volver a
escuchar. Noté entonces una mano rozándome el trasero.
-¡Ay!
- exclamó el muchacho tras mi contundente bofetada. “A este niñato le faltaba
un hervor, ¡cómo se atrevía!”, pensé entonces indignada.
Pero
su grito podía haber revelado el escondite.
1.5
Volví
a escuchar con atención a través de la puerta. No parecía haber nadie.
-
Al principio hacían rondas - dijo Pablo aun doloriéndose del bofetón - pero
dejé de escucharles. Creo que ya no salen al pasillo.
-
¿Y por qué no has salido de aquí?
-
¿Para ir a dónde? No señora. Además para salir del pabellón psiquiátrico hay
que pasar por la cabina de los vigilantes.
-
¿Este es el pabellón psiquiátrico?
-
Sí… ¡pero yo no soy de este pabellón! - respondió el muchacho muy nervioso - Yo
venía aquí... a fumar... Sí, a fumar, soy fumador. El lío este me pilló
fumando. Estoy ingresado porque me hirieron, sí, estaba herido, ¡mira! - Y
trató de enseñarme la barriga. Yo lo impedí, pero su forma tan alterada de
actuar me demostraba que sí que debía de ser del pabellón psiquiátrico.
-
Voy a salir. ¡Quédate aquí! – le ordené.
Y
abrí suavemente la puerta. Por la ranura, eché una mirada afuera. No había
nadie, pero en esta ocasión tome precauciones: agarré con fuerza una escoba y
me deslicé por la pared hacia la puerta principal del pasillo. Supuse que allí
estaría la cabina de los vigilantes mencionada por Pablo.
No
había avanzado un par de metros cuando noté tras de mí al muchacho. Estaba
muerto de miedo, pero había decidido acompañarme. Le hice un gesto para que
fuera sigiloso y continué avanzando.
Ya
cerca de la puerta escuché a alguien: El vigilante. Parecía solo. Recordé
entonces un truco de la milicia. Indiqué a Pablo que se quedara quieto frente a
la puerta, pero a cierta distancia, y que se quedara allí pasara lo que pasara.
-
¿Lo entiendes? Pase lo que pase –el insistí.
Entonces
yo me coloqué de tal manera que la puerta al abrirse me ocultara. Llamé con los
nudillos y, como sucedía en un noventa por ciento de las veces, el vigilante
picó el anzuelo: Abrió la puerta y se dirigió hacia un aterrorizado Pablo. Me
dio la espalda lo justo para romper mi escoba en su cabeza. El vigilante cayó
al suelo redondo.
Pero
no era un vigilante del hospital, ni de ningún servicio de seguridad que yo
conociera. Parecía una especie de paramilitar, vestido de negro con
pasamontañas, chaleco, pistola, cuchillo...
Pero
no me dio tiempo a mucho más. Había descuidado mi espalda:
-
¡Alto ahí! - otro paramilitar encapuchado me señalaba mientras buscaba su
pistola.
No
tuvo tiempo de desenfundarla. Hubo alguien que fue mucho más rápido. Más rápido
que el paramilitar y más rápido que yo: ¡Pablo! El muchacho había cogido la
pistola del primer paramilitar que yacía en el suelo y, sin pensárselo, disparó
una acertada bala a la cabeza del segundo.
El
cadáver cayó de bruces ante mí, sin que yo supiera muy bien qué hacer. Estaba absolutamente
paralizada. ¿Quiénes eran esos paramilitares? Y, más urgente aún, ¿quién era
ese Pablo? El muchacho había demostrado tanta sangre fría como para, en
fracciones de segundo, recoger el arma del primer paramilitar, apuntar y
disparar certeramente en la penumbra de aquel pasillo a un hombre en movimiento
y dispuesto a desenfundar. Una vez efectuado el disparo, Pablo dejó caer la
pistola al suelo y él mismo se desplomó con los ojos desorbitados, gritando y llevándose
las manos a la cabeza. Era como si su disparo hubiese sido algún tipo de acto
reflejo, procedente de lo más profundo de su subconsciente y ahora volvía a ser
un chico inocente, nervioso, alterado y aterrado.
-
¿Do... Dónde aprendiste a hacer eso? - le pregunté muy nerviosa - ¿Estás bien?
- me acerqué lentamente hacia é. Se acurrucaba apoyado en la pared, casi
llorando. Aparte la pistola empujándola lejos con el pie y con mi mano acaricié
con suavidad su espalda, tratando de consolarle. No obtuve respuestas, pero el
muchacho se tranquilizó. Por fin se incorporó y vi que se avergonzaba de estar
llorando: No era capaz ni de cruzar su mirada conmigo y mucho menos con el cadáver
del paramilitar, ahí mismo tumbado sobre un charco de sangre, con un agujero en
la cabeza y los ojos abiertos mirando al infinito.
1.6
Deje
de atender a Pablo y me fijé en el paramilitar inconsciente: comenzaba a
reanimarse. No podía perder más tiempo. El disparo tenía que haberse oído en
todo el edificio. Tenía que pensar rápido. Con un trozo de la escoba volví a golpearle.
Cogí la pistola utilizada por Pablo y registre tanto al cadáver como al
inconsciente. El muerto tenía su pistola, un walkie-talkie, una linterna y un
llavero con llaves de puertas y de... esposas. ¡El anciano!
Volví
corriendo a mi habitación. El anciano seguía allí tranquilo, casi somnoliento, inevitablemente
había escuchado el disparo. Por un momento pensé en dejarle allí, pero quizás
le necesitara. No sabía quién era, pero él sí me conocía. Con las llaves, le quité
las esposas y sin perder ni un segundo regresé junto con Pablo para usar la
esposa recién adquirida. Así podía inmovilizar definitivamente al paramilitar
golpeado. El anciano me siguió con mucha tranquilidad, incluso parsimonia. Ni se
inmutó al ver el cadáver, pero si parecía disgustado ante la presencia de
Pablo. Éste se había vuelto a acurrucar en el suelo del pasillo, pálido y con
los ojos rojos.
-
¿Qué hace aquí este niño? - preguntó el anciano.
Pero
no tenía tiempo de responderle. Con las llaves y la pistola -olvidando la
pistola del otro paramilitar- pasé a la cabina del vigilante, ahora vacía.
Era
una sala con forma de “x”. Comunicaba cuatro alas de aquel piso con otra zona
cerrada que debía conducir a los ascensores y escaleras. Al lado de esta puerta
había una cabina con equipo informático y de vigilancia. Había seis pantallas apagadas.
En toda la planta no funcionaba ningún dispositivo eléctrico. Debían de haber
cortado la corriente. Probé el llavero del paramilitar. Ninguna de las llaves
abría la puerta de salida. Pero al acercarme pude escuchar al otro lado de la
puerta un inconfundible, pero aún lejano, sonido de botas.
Opté
por ganar tiempo: Requerí al anciano que me ayudara. Era mayor, pero no parecía
artrítico. Juntos empujamos las camillas diseminadas por el pasillo y los muebles
de aquella sala para bloquear la puerta. Pablo al vernos se incorporó a la
tarea aportando a la barricada todo lo que veía a mano. El trabajo le animaba.
Revisé
los otros pasillos. Estaban desiertos, aunque en uno de ellos encontré un
uniforme de limpiadora de color azul celeste. Me lo puse sin pensármelo dos
veces, pantalones y chaquetita. ¡Por fin tapada! Pablo no ocultó su disgusto
cuando me vio vestida.
-
¡Venga! ¡Esos trapos no te favorecen! – Exclamó el muchacho que hasta entonces,
con más o menos disimulo no había dejado de mirarme el culo.
-
Lo siento, Pablo – le respondí sonriendo- Lamentablemente tenemos un conflicto
de intereses. Estaba cansada de enseñar el culo… ¡Sobretodo porque tú no
dejabas de mirármelo!
-
¡No miro el culo de cualquiera! Deberías sentirte alagada.
Pablo
arrancó de mí una risa. Lo necesitaba y se lo agradecía. Sin embargo, no podía
perder el tiempo. Mi cabeza no podía dejar de prestar atención a la barricada.
Era muy precaria. ¿Qué íbamos a hacer allí atrapados? ¿Y ahora qué?
Pues
en ese momento se encendieron las luces de toda la planta. Recuerdo que nos
asustamos los tres al escuchar el zumbido de los fluorescentes. En la cabina el
equipo de vigilancia y las pantallas también volvieron a funcionar. Cuatro pantallas
mostraban cada una un ala del pabellón: los tres pasillos desiertos y el
pabellón del que procedíamos, con los paramilitares, el muerto y el esposado. En
otra pantalla se veía la cabina de vigilancia, y a nosotros en ella. Pablo se
puso a agitar los brazos para verse en la pantalla y averiguar la localización
de la cámara. La sexta pantalla nos mostró la salida cerrada. Estaban los
ascensores, escaleras para subir y bajar y otros tres paramilitares, armados
esta vez con automáticas. ¿Esperando qué?
Debí
de pensar en voz alta, porque una voz me respondió a través de un
intercomunicador del equipo de vigilancia de la cabina:
-
Parece que ya se ha abortado tu insignificante intento de fuga, Exiliada.
Era
una voz madura y grave, con un toque de ronquera, aunque esa sensación podía
provocarla las interferencias radiofónicas.
-
Perdona que no me haya presentado antes,
querida, pero hemos tenido un pequeño problema eléctrico. Nada grave, ya lo he
solucionado. Veo que aprovechaste ese lapso de tiempo para hacerte con el
control de la planta. Jejeje. Disfrútala mientras puedas, porque en un rato
llegará nuestro transporte y te llevaré conmigo lejos de aquí. Jejeje.
-
¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?- pregunté, pero no hubo respuesta.
-
Te quiere a ti, Exiliada. - Era el anciano el que ahora hablaba. - No sé de
quién es esa voz. Seguramente un mercenario. Sabes que el gobierno paga muy
bien por la cabeza de una bolchevique.
-
¡Yo ya no soy bolchevique! - contesté contrariada.
-
Pero lo eras. Una revolucionaria profesional, ni más ni menos. Además muy
destacada. Fuiste una de las que siguió a Jaime en la guerra contra las
Potencias Fascistas, pero luego, cuando comenzó la guerra civil, le abandonaste
y te exiliaste.
¿Quién
era ese anciano? ¿Por qué sabía todo eso de mí?
-
Descuida, muchacha. Yo también fui bolchevique. Hace mucho tiempo - se detuvo un
instante y su mirada se perdió. El anciano parecía rememorar una época lejana y
pasada. - Pero mucho antes de que tú fueras liberada lo dejé... Por
diferencias. Pero después… todo lo que pasó, la guerra contra el fascismo, la
guerra civil... – sonrió levemente - Y ahora… No me extrañaría que esos
paramilitares hubieran provocado el accidente del autobús. – Dejó de divagar y
se volvió a centrar en el presente - Fue una suerte que aquel hombre calvo te
sacara del autobús y yo pudiera atenderte.
-¿Hombre
calvo?
-
¿No recuerdas nada, verdad? - continuó el anciano. – Hubo una explosión en el autobús
en el que viajabas. Todo fue muy raro. Yo estaba allí de casualidad. Venía en
coche hacia el hospital. Me pareció una explosión interna... El hombre calvo
salió de entre los hierros arrastrándote. Paró mi coche y me obligó a que te
subiera y viniéramos al hospital. Me dijo que era importante. Y entonces te
reconocí. Tuviste mucha suerte. Apenas nos fuimos llegaron las ambulancias... Y
también la policía.
-
¿Y qué fue de ese hombre calvo? Parece que le debo la vida.
-
No lo sé. Desapareció cuando llegamos al hospital. Pero escucha, no tenemos
tiempo. Esos hombres saben quién eres. No sé exactamente qué quieren, pero no
será bueno. Tenemos que encontrar una manera de salir de aquí.
¡Qué
fácil era decir eso! ¡Teníamos que encontrar una manera de salir de allí! ¡Pero
todo estaba transcurriendo tan rápido! ¡Y ese dolor de cabeza! Con tanto ajetreo
casi me había olvidado de él, pero ahora volvía con más fuerza. Me taladraba el
cerebro.
Llegados
a este punto, os debo una explicación. Sí. Esa era yo: Una antigua bolchevique.
Pero ya no lo era. Lo fui desde mi adolescencia, pero me habían expulsado
por seguir a Jaime e incumplir las directrices del Comité Central. ¡Cuánto
tiempo de todo aquello! Pero no importaba el tiempo que había transcurrido, mi
pasado me perseguía. ¡No tenía que haber vuelto! pero no podía permanecer en el
exilio. Aburrida, viciada... degradada… así me sentía lejos de la República, y
por eso volví...
Y
allí esperando, sin salida, sin respuestas… no podía quitar la vista de
aquellas pantallas, de la del ascensor con los paramilitares esperando –me
parecía que sonreían, que se reían de mi destino-; la de los pasillos, con el
cadáver, con el agujero de bala en la cabeza; la de la cabina, con aquellos dos
desconocidos... No había salida.
Entonces
la luz y las pantallas volvieron a apagarse. La electricidad volvía a fallar.
El líder de los paramilitares no era tan poderoso.
1.7
Quizás
convenga que ahora os cuente lo que estaba pasando afuera. En ese momento yo no
lo sabía, pero luego pude atar cabos:
Efectivamente
se trataba de un hospital de Cáledon, pero uno relativamente nuevo situado en
las afueras de la ciudad. El hospital había sido tomado por una fuerza
paramilitar que mantenía a gran parte del personal, los pacientes y los visitantes
retenidos como rehenes. La policía acordonaba el edificio.
El
comisario Santos era rechoncho y grasiento y parecía más un chupatintas que un
sabueso. Sin embargo tenía mucha experiencia a sus espaldas y de joven había
sido ágil y atlético. La edad y los donuts habían causado estragos, pero no
habían atrofiado sus instintos: “¡Aquello era muy raro!”
Los
terroristas – reflexionaba Santos- habían tomado militarmente el edificio. Iban
muy bien equipados. Con mucha facilidad habían reducido a la seguridad del
hospital y todos los rehenes, personal médico, trabajadores, pacientes y
visitas, se hacinaban en la planta baja, de rodillas y con los brazos cruzados detrás
de sus cabezas. Pero no había ninguna reivindicación, ninguna exigencia. Los
grupos anarquistas siempre pedían la “liberación de todos los presos” o incluso
la “disolución de la República”... Eran niñatos de familia bien y después de su
heroica acción se rendían y eran rescatados por sus padres, destacados miembros
del Partido Demócrata-Republicano. Los ladrones eran más realistas: pedían un
rescate y refugio en el extranjero... Los bolcheviques reales, los de verdad,
no actuaban desde el final de la guerra, a pesar de que siempre que había algún
problema, real o imaginario, se le llamaba ATB, “Amenaza Terrorista
Bolchevique”. Al gobierno le interesa mantener el recuerdo de los “bolches”,
pensó el policía.
Y
es que con el ataque al hospital en el Ministerio Especial de Pacificación
estaban de enhorabuena. Una verdadera acción terrorista era idónea mantener la
tensión, el miedo y la presencia policial y militar en toda la República. Desde
antes que terminara la guerra, las ATB fueron en su día la escusa oficial del
gobierno para establecer el Estado de Emergencia Republicano, es decir, la
dictadura policíaco-militar bajo apariencia democrática que aún se mantenía. Daba
igual que los paramilitares del hospital no fueran bolcheviques. De hecho, la mayoría
de las veces que se decretaba una ATB, los únicos que ejercían violencia eran
los agentes del gobierno.
En
esta ocasión los paramilitares sí eran realmente terroristas y no se trataba de
una huelga, una manifestación o un motín, pero aunque oficialmente se trataba
de una ATB, el policía al cargo tenía muy claro que aquellos hombres,
uniformados de negro y armados con automáticas, no eran, ni muchísimo menos, bolcheviques.
Todos los llamamientos de la policía a negociar, a liberar rehenes, a conocer
sus reivindicaciones fracasaban... Porque parecía que no querían nada. Sólo
esperaban dentro del hospital.
Con
el paso del tiempo, la policía especial se impacientaba y exigía asaltar el
edificio. Santos, temiendo por los rehenes, logró contenerles, pero tarde o
temprano tendría que dejarles actuar, aunque eso significara una matanza.
En
dos ocasiones la electricidad del edificio se fue. Desde dentro exigieron que
se reanudara el servicio o matarían a rehenes. ¡Pero la policía no tenía nada
que ver con el corte del suministro! La compañía eléctrica aseguraba que el
fallo era interno, de dentro del hospital.
Con
el primer corte, los paramilitares cumplieron sus amenazas. Asesinaron a dos
rehenes en el mismo vestíbulo del hospital. Cundió el pánico y la policía
especial exigió intervenir. Santos iba a darles autorización cuando volvió el
suministro eléctrico. Los paramilitares se tranquilizaron por un momento.
Pero
pasados unos minutos la luz volvió a cortarse. Dentro del hospital mataron a
otro rehén (ya había tres muerto) y amenazaron con asesinar a otros cuatro si
no se restablecía el servicio de inmediato.
1.8
Llegaron
entonces ocho todoterrenos blindados teñidos completamente de negro, de los
cuales bajó una tropa de soldados de élite armados hasta los dientes. Sus
uniformes, de color negro y gris, recordaban los que utilizaban los soldados de
las Potencias Fascistas durante la guerra. En el lado izquierdo del torso,
sobre el lugar donde deberían tener el corazón, destacaba un emblema: un
caballero matando a un dragón con una lanza. Era inconfundible. Todos los
ciudadanos de la República los distinguirían y temblarían en su presencia.
Al
mando de este grupo estaba un hombre alto, de piel morena y cabeza rapada que
vestía sobre el uniforme –también con el emblema con el caballero y el dragón- una
gabardina de cuero negro. En esta ocasión no coincidiría con él, pero pronto
descubrí que aquel militar no se rendiría hasta capturarme.
-
¿Quién está al mando? – preguntó aquel hombre mediante un susurro, con un tono
muy tranquilo, casi se podría decir que dulce. - A partir de ahora me encargo
yo.
-
¿Quiénes son ustedes? - preguntó el comisario.
-
Soy el coronel Saúl, - continuó susurrando - al frente de las Brigadas Anti-Bolchevique.
- las terroríficas BAB, pensó el comisario, que no pudo evitar ponerse
nervioso e incluso temblar.
Las
BAB habían destacado durante la guerra civil asesinando a los activistas y
milicianos bolcheviques, tanto del bando de Jaime como los leales al Comité
Central. Reclutados de entre lo más degradado de la escoria social, eran los más
sanguinarios militares republicanos y existía toda una leyenda negra tras
ellos. Se decían capaces de cualquier cosa y tenían en su haber la aniquilación
de barriadas obreras enteras. Ahora eran el brazo armado del Ministerio
Especial de Pacificación, el verdadero poder en la sombra.
-
Mi lugarteniente le indicará el protocolo a seguir con los medios de
comunicación - continuó susurrando el coronel Saúl, indicándole al comisario que
fuera junto a un oficial de las BAB de nariz aguileña.
Sin
embargo, este oficial ignoró al policía y se acercó presuroso a su superior.
-
Hemos detectado que se acerca un helicóptero. Creemos que bi-rotor. He ordenado
que sea interceptado, pero nos llevará tiempo.
-
Así que se la quiere llevar… - reflexionó el coronel - Dirige el asalto
inmediatamente. No tenemos tiempo.
El
comisario Santos se quedó allí paralizado. El oficial de nariz aguileña le
entregó un dossier con un gesto evidente de desprecio y le abandonó para
dirigir a sus soldados.
Entonces
Santos pudo ver horrorizado como las BAB se lanzaban a un asalto frontal contra
los paramilitares que custodiaban la planta baja del hospital. Éstos no se
esperaban un ataque así, pero no dudaron en utilizar a los rehenes de escudos.
Fue una verdadera matanza…
Y
era Santos el que tendría que dar la cara por todo aquello... Tembloroso agarró
con fuerza aquel dossier que le habían dado y buscó entre los papeles una
solución para todo aquello.
1.9
No
entendía todo ese revuelo por mi regreso del exilio. En el hospital me retenía
un grupo de mercenarios que a saber qué diablos querían de mí. Fuera del
hospital, el gobierno enviaba a un grupo de elite para capturarme. ¿Tan importante
era? Es verdad que había sido militante bolchevique, pero
cuando decidí seguir a Jaime durante la guerra antifascista fui expulsada del
Partido por el Comité Central. Luego al comenzar la guerra civil no pude
continuar, y abandoné a Jaime a su suerte. También a él lo traicioné. No fui la
única. Muchos otros milicianos dejaros en ese momento las armas.
No.
Yo no era un peligro para la República. Admito que decidí volver del extranjero
cuando en Sumailati, una de las Potencias Fascistas, no la más importante, pero
desde luego una de ellas, comenzaban a sonar los tambores de la rebelión. ¿Tenía
miedo el gobierno de que algo así pudiera pasar aquí? Sin embargo, yo realmente
había regresado porque en el exilio me sentía vacía, lejos de todo lo que me
había importado en mi vida, desgarrada. Pero aunque os resulte contradictorio,
lo cierto es que no quería fomentar ninguna rebelión. ¡Qué diablos! ¡Ni tan
siquiera tenía una idea clara de qué iba a hacer una vez llegara a Cáledon! ¿Tan
desesperado estaba el gobierno que necesitaba anular, destruir, cualquier
elemento, por inofensivo que fuera, que pudiera recordar a los bolcheviques?
-
Ya no hay bolcheviques - Me explicó el anciano. Por fin se presentó. Dijo
llamarse Víctor. - Muchos de los mejores murieron durante la guerra contra las Potencias
Fascistas, otros se desangraron en una guerra civil que sólo sirvió para
fortalecer al gobierno republicano. Otros muchos abandonaron, desmoralizados al
ver el Partido Bolchevique hecho ruinas y el peligro fascista, al que habían
combatido y vencido, instalado ahora cómodamente en el poder. Los pocos restantes
fueron sistemáticamente asesinados. Algunos por las BAB, pero otros por grupos
desconocidos, probablemente mercenarios vinculados a la mafia, como los que nos
están reteniendo aquí. Lamento informarte de que ese ha sido el destino del
bolchevismo.
Según
el anciano, Víctor, yo era todo lo que quedaba, me habían tomado por una
bolchevique y por eso me perseguían.
-
¡Yo no soy bolchevique! - protesté.
Pero
ahora daba igual, estaba atrapada y perseguida. Y si algo tenía claro es que no
quería terminar con mis huesos en una prisión.
Miré
a mí alrededor. El anciano, tranquilo, parecía no perder los nervios. El
muchacho, Pablo, se encontraba mejor y no se separaba de mí.
Todo
cambió de golpe. Como dije, la luz se había vuelto a ir y no podía saber qué
sucedía fuera, pero en los pisos inferiores comenzó una batalla brutal. Desde
donde estábamos empezamos a distinguir en la distancia los disparos y gritos:
Las BAB irrumpían en el vestíbulo del hospital asesinando a los paramilitares y
a los rehenes sin distinción ninguna.
Como
no podía ser de otra manera, al iniciarse el enfrentamiento armado, al líder
mercenario le habían entrado prisas. Ordenó a sus hombres que me buscaran y me
cogieran inmediatamente. Se pusieron a golpear la puerta que les separaba de mí
para poder tirarla abajo. Recuerdo que me asusté. Miré a Pablo. Toda esa
tensión volvió a afectarle: se puso muy nervioso, no dejaba de moverse, muy
inquieto. Yo no sabía qué hacer.
Entonces
una trampilla se abrió del techo.
Víctor
había hablado de un tipo calvo que me había rescatado del autobús accidentado.
No sabía quién era esa especie de ángel de la guarda. Y digo “ángel de la
guarda” porque de repente apareció, cuando menos me lo podía esperar y más lo
necesitaba. Pero no era un calvo cualquiera: era “mi calvo”, era un antiguo
miliciano que había servido conmigo durante las guerras antifascistas. Era
Bruno “manitas”, antiguo mecánico y
luchador incansable. No sabía nada de él desde el inicio de la guerra civil,
cuando me había exiliado. ¡Qué sorpresa más agradable! Y a él también le hizo
feliz verme en pie y sonriente. Era mi primera alegría desde mi regreso. Por
fin alguien en quien confiar.
-
¡Capitana!
Primero
me saludó afectuosamente por mi antiguo rango en la milicia desde el agujero de
la trampilla, pero inmediatamente nos hizo un gesto para que subiéramos con él
a la trampilla. La puerta que daba a la salida comenzaba a crujir. La barricada
que habíamos montado aún aguantaba, pero muy pronto cedería. Nos ayudamos unos
a otros a subir al techo y, justo antes de que lograran derribar la puerta,
habíamos escapado por un conducto de ventilación.
¡De
película!
1.10
Reptamos
lentamente por una sucesión de túneles oscuros y húmedos. La única guía era el
gateo seguro de Bruno que encabezaba la marcha. Giramos a la izquierda, luego a
la derecha, bajamos por una rampla...
-
¡Qué putada que encontraras ropa! - me dijo Pablo, que iba justo detrás de mí.
Antes
de subir a la trampilla había cazado al muchacho mirándome, unas veces de reojo,
otras sin disimulos. No era una mirada peligrosa, pero sí nerviosa y muy expresiva.
Yo le gustaba. Lo sabía por esa mirada y porque, aparte de algunos comentarios
socarrones, me trataba con mucha atención, incluso con dulzura. Por ejemplo, cuando
me ayudó a subir al techo, intentaba que no me lastimara y se portaba conmigo
como todo un caballero, o cuando me encontraba más perdida en aquella sala del
vigilante rodeada de pantallas y preguntas, logrando arrancarme una sonrisa
entre tanta tensión.
-
¡Deja de olfatearme el culo, Pablo! ¡No somos perros! Y da gracias por los
pantalones, en el exilio me salió mucha celulitis.
-
No estoy de acuerdo. Antes de ponerte los pantalones me fijé muy bien y tenías
un culo de negra estupendo.
-
¿Qué quieres decir con eso de “culo de negra”? - le dije con un fingido tono de
indignación, al cual respondió con nervios y tartamudeo:
-
No, no... Si me gusta, vosotras lo tenéis... Las negras... Bueno, es... bonito...
-
Shiiiiii! - Bruno nos hizo callar - silencio tortolitos, - las palabras de
Bruno eran burlonas, aunque pronto recupero la seriedad - Estamos en una zona
delicada, tenemos que bajar por un tubo vertical. Tiene la anchura justa para
ir agarrándonos, pero tiene su complicación. En todo caso no os preocupéis,
termina justo sobre un contenedor grande con ropa sucia.
Y
tratamos de agarrarnos, pero Víctor que cerraba la marcha no aguantó y nos
arrastró a los demás. Caímos durante varios metros hasta impactar sobre un
montón de sabanas, camisones, baberos, batas y uniformes sucios y malolientes.
Una mezcla fétida de vómitos, restos de comida, de orines y excrementos
inundaba toda la sala. Estábamos en un área de servicio en el sótano del
hospital. Pero no estábamos solos, cinco semiautomáticas nos apuntaban.
Por
fin conocí a mi secuestrador. El líder de los paramilitares me esperaba en
persona. No era una trampa de Bruno; de hecho mi antiguo compañero de armas
estaba sorprendido y enfadado.
-
¡Hola querida! ¡Por fin nos vemos las caras!
Era
un hombre con un porte que impresionaba: Rondaría los cuarenta años, pero la
edad no parecía hacerle mella. Era muy alto, robusto y musculoso, de horas y
horas de gimnasio. Por su aspecto parecía nórdico, de intensos ojos azules, tenía
el pelo rubio, largo, pero recogido en una coleta. Su acento también revelaba
su origen foráneo, las consonantes las pronunciaba con dureza.
Aquel
armario miró con desprecio a Bruno:
- Tú debes ser el que me ha estado tocando los
cojones todo este rato. Sabía que los cortes de electricidad no eran cosa de la
policía... Reconozco que eres bueno, pero no lo suficiente.
-
¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? - le volví a preguntar.
-
Soy el que te ha capturado querida Exiliada. Llámame “Número 2”. Jejeje. Se
filtró tu llegada en la frontera y no podía quedarme sin semejante trofeo. Me
ofrecen todo un tesoro por ti. Jejeje. Fui yo quien reventó el autobús. Fue un
trabajo de artesanía, sabía que sobrevivirías al accidente jejeje. Lo que no
sabía es que ese calvo se me adelantaría. No me quedó más remedio que asaltar el
hospital, sabía que las BAB te seguían la pista. ¡Y ese viejo! - señalando a Víctor-
Me engañaste viejo, llegué a pensar que eras su médico. Te necesito vivita y
coleando. Pero ya está bien Exiliada, nuestro transporte ha llegado. Quiero
cobrar mi recompensa por la última bolchevique.
-
Ya no soy bolchevique.
-
A mí eso me tiene sin cuidado. ¡Cogedla! Y a los demás matadles.
Todo
sucedió muy rápidamente: Los paramilitares a las órdenes de ese tal “Número 2”
se dispusieron a cumplir sus órdenes. Cuando uno de ellos me había cogido del
brazo y trataba, no sin mi resistencia, de sacarme del contenedor, una puerta
situada detrás de los paramilitares reventó de golpe. Inmediatamente soldados
de las BAB, armados hasta los dientes, entraron. Iban dirigidos por el oficial
de nariz aguileña.
El
combate no se hizo esperar. “Número 2” y sus hombres buscaron rápidamente
refugio para poder cubrirse y disparar, aunque dos de ellos fueron mortalmente
alcanzados por el fuego enemigo. Nosotros nos agachamos y tratamos de eludir el
tiroteo cubriéndonos entre la ropa sucia. Unos y otros se disparaban y parecían
ignorarnos, pero no era así.
-
¡Olvidaos de los mercenarios! - ordenó el oficial de nariz aguileña - ¡Capturar
a la chica!
Tras
esas palabras del oficial de las BAB, Víctor, Bruno, Pablo y yo nos miramos
unos a otros. Entonces el anciano sacó de su americana de pana una pistola. Era
la del paramilitar muerto por Pablo en el pabellón psiquiátrico. Yo me había
olvidado de ella, pero Víctor no. La había cogido sin decirnos nada. El anciano
le lanzó el arma a Pablo.
-
Sé de lo que fuiste capaz allá arriba. Ahora, saca a la chica de este aprieto.
Y
así fue. Pablo sufrió una transformación como ya le había ocurrido antes. De
ser un muchacho nervioso, risueño y aparentemente inofensivo, se convirtió en
un asesino preciso y frío. Se puso en pie, disparó dos tiros, se agachó
eludiendo la respuesta, se volvió a incorporar y disparó otras dos veces y,
ganando terreno, saltó fuera del contenedor y volvió a disparar. Se hizo un
silencio.
Me
asomé con precaución para ver qué había pasado: Tres paramilitares y dos
soldados BAB yacían en el suelo. Pablo controlaba la habitación porque nuestros
enemigos habían retrocedido.
-
¿De dónde has sacado a éste, capitana? - me preguntó Bruno mientras Pablo nos
indicaba que saliéramos del contenedor.
1.11
Seguían
escuchándose disparos y pronto aparecerían más enemigos. Cautelosamente
abandonamos la habitación. Estábamos en los sótanos del hospital.
-
Conozco una salida. Hay un antiguo pasadizo que comunica el sótano con el
sistema de alcantarillado. Lo construyeron por si estallaba una nueva guerra
para poder bajar allí a los pacientes. Ahora está cerrado, oculto y olvidado,
pero a nosotros nos vendrá muy bien para escapar. – Nos informó Bruno, aunque
también nos alertó que nos teníamos que dar mucha prisa.
Le
seguimos. A los disparos a nuestras espaldas se sumaron explosiones. En un giro
Bruno se confundió y nos encontramos con un pasillo con varios cadáveres de
paramilitares desparramados por el suelo. ¡Lo que allí estaba sucediendo era
una auténtica carnicería! Por suerte nadie nos vio. Retomamos la ruta correcta
casi corriendo. Pablo nos cubría la espalda, armado y concentrado, dispuesto a
volver a matar. Pero entonces no tenía tiempo de pensar en él.
Parecía
que la batalla la estaban ganando con facilidad las BAB, pero eso no me
tranquilizaba. Sabía que también ellos me buscaban. Y así fue: en un cruce nos
tendieron una emboscada. De golpe, los disparos venían de todas partes. Nos
cubrimos a tiempo gracias a un grito de Pablo, pero una bala alcanzó a Víctor atravesándole
de cuajo su mano izquierda. El anciano se retorcía de dolor, pero entre Bruno y
yo le pudimos poner a cubierto tras una esquina. Pablo, con sus disparos, nos
cubría.
Mientras
Bruno atendía al herido, saqué la pistola que había cogido del paramilitar y me
incorporé al tiroteo. Era la primera vez que disparaba un arma desde el final
de la guerra antifascista. Noté una sensación muy rara que me recorría la
barriga. Una vez, hastiada, me había jurado a mí misma que nunca más tocaría un
arma. Ahora la utilizaba, y aunque fuera con mucha peor puntería que la de
Pablo, hay cosas que nunca se olvidan. Otra vez volvía a la guerra.
-
¡Ríndase señorita Atenea!, - gritó el oficial de nariz aguileña - ¡No tiene
donde ir!
-
¡Encantado de conocerte, Atenea! - me dijo Pablo entre disparo y disparo
recordando que hasta entonces aún no le había dicho cómo me llamaba. - Las
milicianas bolcheviques siempre me parecieron muy sexis, sobre todo manejando un
arma.
Miré
a Pablo, me sonreía mientras disparaba a los soldados. Sentí miedo por aquel
muchacho. ¿Quién era? Antes, a momentos parecía un niño inocente y nervioso.
Ahora era una máquina de matar, con una puntería increíble.
-
¡Estamos cerca! Abajo no nos encontraran – gritó Bruno.
-
Es nuestro momento. - Pablo me hizo un gesto y Bruno incorporó a Víctor como
pudo.
Salimos
corriendo hasta un conducto estrecho y lleno de tuberías que nos bajaba al
alcantarillado. ¡Era un laberinto! Los soldados tendrían muy difícil seguirnos.
Efectivamente, las balas y los gritos de los soldados sonaban cada vez más
lejanos. Una vez en el alcantarillado seguimos corriendo atravesando túneles muy
oscuros, llenos de agua pestilente e infectados de ratas. Y corrimos y corrimos
y no paramos de correr... Hasta que ya no podía más. Estaba agotada. Bruno, que
llevaba a Víctor cada vez con más dificultades, indicó una escalerilla de
ascenso.
-
Ya estamos suficientemente lejos del hospital. - nos dijo con la lengua afuera.
Subimos
y salimos a la superficie. Amanecía.
Estábamos
en un parquin al aire libre lleno de coches. De lejos se veía una estructura
ardiendo de la que salían grandes columnas de humo negro y llamas brillantes.
Era el hospital, pasto de la destrucción.
Pablo
miró las llamas, se le enrojecieron los ojos y lanzó su pistola muy lejos con
cara de repugnancia, de asco. Se apartó de nosotros como avergonzado y se sentó
a sollozar entre dos coches.
Víctor
por su parte se apoyó dolorido en otro coche y, ayudado por Bruno, trató de
vendarse la mano con un jirón de tela de su camisa.
Después
de mirar a mis compañeros me volví para contemplar el hospital en llamas. Me
sentía desolada. ¿Merecían mis ganas de volver esa destrucción, toda esa muerte?
Quizás debía regresar una vez más al exilio y olvidarlo todo. Me asaltaban
numerosas dudas…
***
El
hospital estaba completamente destruido y la mayoría de sus trabajadores o
pacientes y visitantes fueron declarados muertos o desaparecidos. El coronel Saúl
dio nuevas instrucciones al comisario Santos para que el parte a los medios de comunicación
no contuviera ninguna contradicción: El hospital había sido atacado por una célula
bolchevique, aun activa, reforzada desde el exilio. Los bolcheviques habían
ejecutado a los rehenes uno a uno mientras reivindicaban la disolución de la
República. Había cerca de dos mil muertos en total, entre civiles, policías y
terroristas bolcheviques. Desde la guerra no se había producido una matanza de
tal calibre. Por supuesto no habría ninguna mención a los mercenarios
paramilitares, ni a la intervención de las BAB. Según el comunicado, las
fuerzas del orden se habían visto impotentes y rogaban al Ministerio Especial
de Pacificación que reforzara a la policía para evitar futuras amenazas. Ésta
era la versión oficial de lo sucedido.
Cuando
el coronel Saúl daba estas instrucciones a Santos, se les acercó el oficial de
nariz aguileña. El líder de las BAB despachó al comisario, pero Santos pudo oír
el informe del oficial:
-
El cabecilla de los mercenarios también logró escapar.
-
No importa. Los mercenarios no son el objetivo.
-
¡Como ordene coronel! Sólo una cuestión importante, señor: la Exiliada no huyó
sola. “Quien usted sabe” estaba con ella.
El
coronel Saúl palideció. Miró con gesto solemne las llamas del hospital y
después elevó su mirada hacia el horizonte. Entonces, sin hacer ningún
comentario, se alejó, visiblemente turbado.
Santos
hizo como si no hubiera escuchado nada y se volvió hacia sus hombres. Los
policías trataban de atender a los pocos civiles –trabajadores, pacientes y
familiares- que habían logrado sobrevivir a la matanza. Todo se había llenado
de bomberos y de ambulancias y junto a los agentes hacían una tarea imposible.
Lo sucedido aquel día en aquel hospital iba a tener graves consecuencias. Pero
Santos no podría olvidar esas referencias a “mercenarios”, “Exiliada” y “Quién
usted sabe”.
La población de la República se despertaría esa mañana
con la noticia, horrible, de la matanza del hospital Doctor Vender de Cáledon.
En todos los canales de televisión, emisoras de radio, internet… distintos
periodistas y comentaristas, cada uno con su matiz, relatarían una masacre que
tenía que recordar a todo el mundo las crueldades de la guerra. Con lágrimas en
los ojos, los tertulianos rendirían tributo merecido a aquellos inocentes
muertos, doctores y enfermeras que hasta entonces cumplían una gran función
salvando vidas; a los pacientes y sus familiares, obreros mayoritariamente,
cuyo único delito era estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado…
Pero también achacarían estas muertes a los bolcheviques, responsables de una
guerra civil y que ahora seguían cometiendo asesinatos indiscriminados. En esos
debates, el periodista sensato, aquel de voz contundente y discurso rotundo,
exigiría indignado más seguridad, exigiría con firmeza que se hiciera pagar a
los asesinos por semejante brutalidad. Se oirían aplausos, muy probablemente
reales, porque entre el público estaría presente algún conocido o familiar de
alguna de las víctimas. ¡Qué ruin es jugar con los sentimientos de la gente!
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