2. EL MANITAS
2.1
Hace ya nueve años que yo había emprendido el camino
del exilio. En aquellos días me encontraba vacía, exhausta. Tenía que huir,
abandonarlo todo. Pero los problemas habían empezado mucho antes:
El 8 de febrero del onceavo año de la República dio comienzo a la
guerra entre las Potencias Fascistas y nuestro país. Las Potencias Fascistas
invadieron el territorio fronterizo causando verdaderos estragos. Ciudades
enteras fueron arrasadas, destruidas. Los fascistas llevaron a cabo un auténtico
genocidio, exterminando sobre todo a semitas, negros, orientales y
bolcheviques.
Por aquel entonces la República estaba muy desprestigiada y en crisis. Los antiguos gobiernos socialdemócratas que habían sucedido a la Monarquía habían colapsado y nuestro partido estaba ganando muchísima autoridad y militancia. Dirigíamos a los batallones obreros más importantes, los núcleos fabriles eran bolcheviques y en casi todas las provincias y estados agrupábamos a la mayoría de la juventud. Antes de que estallara la guerra, el debate en nuestra organización era cómo prepararnos para tomar el poder. Mucho años después, durante mi estancia en el exilio, entre los refugiados se sucederían interminables debates académicos en los que discutíamos hasta qué punto el gobierno republicano había favorecido la invasión fascista para aplastar nuestro creciente poder. ¡Qué pandilla de inútiles impotentes éramos en el exilio!
Pero volvamos a la guerra. Fuera por una causa o por otra, era un
hecho y los bolcheviques no supimos responder unidos. La mayoría del Comité
Central quería tiempo para decidir qué hacer. Decían que teníamos que tener
paciencia y que el gobierno iba a caer de un momento a otro. Argumentaban que
los militares republicanos simpatizaban con los fascistas y que la guerra era
un pretexto para suprimir los derechos democráticos y aniquilar el Partido
bolchevique.
No todos podíamos sentarnos a esperar y discutir y discutir,
mientras los fascistas asesinaban a las familias obreras de las zonas
fronterizas. Jaime era un destacado dirigente del CC. Era joven, pero con
experiencia, bastante nivel teórico – o eso pensábamos los que aún éramos más
jóvenes que él- pero sobre todo, muchísimo carisma y autoridad. No autoridad en
el sentido de autoritario… sino en el sentido de que le respetábamos, le
escuchábamos y, llegado el momento, muchos le seguiríamos.… Ahora pienso que
quizás era demasiado impulsivo y un poco arrogante. El caso es que Jaime se
opuso a los planteamientos de la mayoría del CC.
Jaime propuso organizar milicias bolcheviques y que nos lanzáramos
a la lucha contra los fascistas. A su favor estaba que, por un lado, muchísimos
obreros, sobre todo los jóvenes, ingresaban como voluntarios en el ejército republicano
para luchar contra la invasión fascista. Por otro lado, ya existía un embrión
de milicias bolcheviques en los comités de huelga y en los comités de
autodefensa que teníamos repartidos por toda la República. Jaime defendía que
si no hacíamos nada no solo la autoridad del gobierno podía aumentar en contra
nuestra, sino que incluso no estaba descartado que los fascistas ganaran la
guerra. Y entonces ya no habría nada que hacer; los fascistas nos destruirían
como habían hecho en sus respectivos países.
La mayoría contraatacaba diciendo que organizar y lanzar milicias
para la guerra, aunque formalmente fueran independientes, en la práctica
suponía sostener al gobierno o llegar a algún tipo de acuerdo con los militares
republicanos. Además, tal acción nos iba a debilitar en la retaguardia ahora
que estábamos tan cerca de tomar el poder. Según ellos, lo mejor era centrarnos
en preparar, en las zonas no ocupadas por los fascistas, una insurrección en
fecha no determinada pero próxima, que terminara con el gobierno derrotista.
Solo con un gobierno bolchevique, decían, se podría lanzar una guerra
revolucionaria contra el fascismo.
Para toda una capa de jóvenes como yo, la mayoría de la juventud
del Partido, a decir verdad, con menos formación y con más ímpetu e
impaciencia, la posición mayoritaria nos parecía cobarde e inaceptable. ¡No
podíamos permitir que los fascistas continuaran masacrando a miles de
inocentes! Todos sabíamos lo que había pasado en los países donde había
triunfado el fascismo: como la barbarie había ahogado países antaño
civilizados. Seguimos a Jaime, rompimos la disciplina y formamos milicias
con las que luchar con el fascismo. ¡Aún recuerdo nuestro ardor guerrero! Nos
lanzábamos a una guerra revolucionaria que derrotaría a las Potencias Fascistas
y a la burguesía republicana. Sin embargo, la guerra es una dura escuela.
Muchos camaradas encontraron la muerte, la mutilación…
Tres años de lucha y muerte consiguieron una precaria paz con las
Potencias Fascistas. El papel de nuestras milicias había sido determinante,
porque el ejército republicano estaba al principio de la guerra desintegrado,
desmoralizado y regido por generales derrotistas, dispuestos a pactar con los
fascistas. Las milicias de Jaime organizaron a los obreros, los jóvenes estudiantes
y a los campesinos, pero también a los soldados republicanos que no querían
perder la guerra. Así que, gracias a Jaime, ganamos y las tropas invasoras se
retiraron.
Pero los fascistas dejaron tras de sí un país en ruinas y agotado.
Durante la guerra el prestigio de Jaime aumentó, pero también la organización y
fuerza del gobierno republicano. Muchos militares que al principio de la guerra
habían buscado un entendimiento con los fascistas, ocupaban ahora destacados
puestos en lo más alto del aparato de Estado. Mientras tanto, y paulatinamente,
el gobierno había aprovechado las circunstancias de la guerra para anular, de
manera temporal decían, numerosos derechos democráticos: libertad de reunión,
de propaganda, de huelga... ¡Era el momento de la guerra! ¡Toda la República
tenía que estar unida! Decía la propaganda oficial.
Como la mayoría del CC, aunque formalmente era la mayoría del
partido, había perdido a sus destacamentos más aguerridos y dinámicos, en la
retaguardia los obreros se encontraron indefensos, con sus mejores elementos
desangrándose en el frente. Por supuesto aquella insurrección de la que los
viejos cuadros del Partido hablaban nunca se produjo.
Jaime creyó entonces que la inmensa mayoría de sus milicianos, de
los antiguos bolcheviques e incluso de los soldados republicanos le seguirían
ahora en una nueva guerra contra un gobierno republicano cada vez más parecido
a los fascistas contra los que se había luchado. Pero no fue así. Las milicias
estaban exhaustas y desangradas, el gobierno estaba preparado y organizado y
pronto descubriríamos que recibía ayuda de los antiguos enemigos, las Potencias
Fascistas. Comenzó una guerra civil en la que veríamos un espectáculo aún más
deplorable y vergonzoso: una facción de la antigua mayoría bolchevique no
dudaría, por despecho, traición o a saber el motivo, en ayudar al gobierno para
luchar contra Jaime. Hasta ese extremo llegó la división y la locura.
Y en este punto fue en el que yo no pude más. Dejé a Jaime, como
hicieron muchos otros y me fui al exilio tras reunirme con lo que quedaba del
viejo Comité Central y ser formalmente expulsada del Partido Bolchevique.
Jaime era el héroe del pueblo, pero el pueblo estaba cansado y
desmoralizado, así que, tras otros tres años de guerra, el gobierno republicano
derrotó, aplastó a los rebeldes. Lo que siguió os lo podéis imaginar: ruinas,
miseria, represión y un gobierno “republicano” que en muy poco se diferenciaba de
la antigua Monarquía o a las vecinas Potencias Fascistas.
2.2
Nunca podré olvidar la guerra. Es el infierno en la
tierra. Pero fue necesaria. ¡Era cuestión de vida o muerte! Los fascistas
arrasaban todo a su paso. En las ciudades que caían en sus manos, patrullas
fascistas iban barrio a barrio, casa a casa, con una lista de trabajadores. Ya
porque eran dirigentes sindicales, o porque habían destacado en cualquier cosa,
ya porque no eran blancos, o porque eran ateos, o porque el señorito de turno
los había incluido en su lista particular de agravios, muchas veces agravios personales…
Y a todos los fusilaban allí mismo, ¡a todos!, sin excepciones, sin importar
sexo, edad… Después de asesinarlos y robarlos simplemente prendían fuego al cadáver.
Las columnas de
humo negro que se elevaban en las ciudades caídas alimentaban la resistencia
desesperada de las que aguantaban los bombardeos y el asedio militar. Allí
donde los trabajadores tomaron en sus manos la defensa, se resistió y se
sobrevivió… allí donde la iniciativa la tenían las fuerzas del gobierno o los
antiguos dirigentes socialdemócratas corrompidos, los fascistas llevaban la
iniciativa, conquistaban y asesinaban. Algunas localidades cayeron a traición: sus
mandos militares republicanos decían ser leales, pero en cuanto la milicia
obrera dejaba el pueblo o la ciudad para acudir en socorro de otros lugares, se
entregaban para salvar sus vidas y propiedades.
Columnas de humo negro… cuando avanzábamos a marchas
forzadas y las divisábamos en el horizonte, era la señal de que llegábamos
tarde… Columnas de humo negro… como la columna de humo negro del hospital, que
me recordó todo aquello… Pero los muertos del hospital no formaban parte de
ninguna lista…
Bruno interrumpió mis pensamientos, pensamientos
oscuros que no me llevaban a ningún sitio...
- Tenemos que irnos de aquí capitana.
- No tienes que llamarme capitana, Bruno, la guerra
terminó hace mucho tiempo.
- Ojala pudiera decir lo mismo capitana... Por
desgracia la guerra continúa a diario, sobre todo para los que en el pasado
luchamos.
Bruno, un trabajador, toda su vida un trabajador,
nunca había sido bolchevique, pero en la guerra había demostrado ser un
luchador sacrificado y muy valiente. Era fiero y alegre. Pero ahora, parecía
sumido en una infinita tristeza, abatido... Eran esos los resultados de las dos
guerras.
- ¿Sabes que fue de Jaime? - le pregunté.
- Ni idea - me respondió con cierta indiferencia.
- Nadie lo sabe - intervino Víctor, tratando de no
perderse nada, a pesar de la gravedad de su herida en la mano. Se la agarraba
con fuerza tratando de evitar en vano que siguiera chorreando sangre. - Nadie
sabe a dónde fue Jaime. Sólo se sabe que abandonó La República junto a unos
pocos fieles cuando ya todo estaba perdido. O eso se dice.
- Tenemos que llevárnoslo de aquí. - señaló Bruno -
Conozco un lugar seguro, pero tenemos que darnos prisa. La ciudad estará
plagada de controles.
Y apareció Pablo con la solución, conduciendo una
furgoneta plateada. Estaba allí aparcada en el parquin y al joven le gustó. Con
una nueva habilidad hasta entonces escondida – ¡vaya caja de sorpresas!- Pablo la
había abierto y la había puenteado. Aunque pronto denunciarían su robo, por el
momento nos serviría para escapar. Me monté atrás con Víctor. El anciano cada
vez estaba peor. Estaba pálido y sudoroso. Pablo condujo la furgoneta con
Bruno de copiloto.
Tomamos varios rodeos y en más de una ocasión tuvimos
que dar giros y frenazos bruscos. Bruno y Pablo me explicaron que todo eso era
para evitar las grandes avenidas y los controles policiales. Nuestra única
ventaja era que probablemente la policía pensara que intentaríamos abandonar Cáledon
y, sin embargo nuestro objetivo era una de las zonas más populosas de la
ciudad, el barrio de La Colmena.
Antes de llegar, entre movimientos espasmódicos, el
anciano, sujetando con fuerza mi mano con su mano sana, me dijo:
“'¡No te rindas muchacha! Recuerda por qué dejaste el
exilio. Eres todo lo que queda. Eres la última bolchevique”. Yo recuerdo que una
vez más pensé para mí: “No anciano, te equivocas. Yo ya no soy bolchevique”.
2.3
La Colmena: como su nombre indica era un agobiante
enjambre humano. Uno de los barrios dormitorio de Cáledon más poblado y
abandonado. Altas torres de más de doce pisos, sin más separación que unos
callejones estrechos y, a la fuerza, oscuros. Miles de familias obreras,
apiñadas malviviendo. Seguían viviendo igual que hace treinta años: trabajaban hacinados
en insalubres y peligrosas naves industriales para diez horas después (en
incluso once o doce), hacinarse con sus hijos en cajas de cerillas, sin más
ventilación que una minúscula ventana y sin otro paisaje que otras torres de
hormigón. Para los habitantes de La Colmena, la proclamación de la República
fue un tremendo fiasco, en nada había mejorado su vida. No desvelo ningún
secreto al deciros que aquel barrio había sido un hervidero de bolcheviques.
- Muchos bolches se salvaron de la muerte porque los
vagos soldados republicanos estaban cansados de subir por esas torres sin
ascensores - me contó con tono jocoso Bruno.
- ¿Qué fueron de todos ellos?
- Muchos están desmoralizados y dejaron el Partido.
Unos pocos, los que tenían contactos, pudieron huir al exilio como tú. Pero no
exagero si te digo que, la mayoría, han desaparecido, algunos muertos, otros en
las cárceles de la República, otros... A saber. Aquí es.
Ante nosotros se elevaba una de tantas torres. Ésta
tendría quince plantas y en torno a 60 o 70 familias. Subimos hasta un sexto.
Como en muchos otros edificios no había ascensor. En plena subida no se me
ocurrió otra cosa que pensar en cómo harían las mudanzas... Para luego darme
cuenta de que muchos de aquellos vecinos poco tenían que mudar...
Bruno llamó a la puerta. Un chirrido agudo sonó en el
timbre. Oímos unos pasos y alguien miró por la mirilla. Escuchamos como pasaba
la cadena de la puerta y entonces abrieron lo justo para que unos ojos
femeninos de un intenso color azul nos escudriñaran.
- ¿Quiénes son esos Bruno? Sólo esperábamos a la Exiliada.
– Dijo la joven propietaria de aquellos ojos.
- Van con nosotros Aral.
“Van con nosotros” era una afirmación atrevida porque
lo cierto era que yo no conocía de nada ni a Víctor, ni a Pablo. Bueno… Víctor
era un anciano, doctor del hospital, que decía haber sido bolchevique... Le
había disparado un soldado republicano... Un BAB. ¡Podían haberle matado! Lo
único que estaba claro era que necesitaba asistencia médica urgente. La chica
llamada Aral también se percató de ello.
- ¡Ese viejo está malherido!
- Sí Aral, necesita asistencia urgente. – Le respondió
Bruno.
Y en cuanto a Pablo... En fin… pese a que él lo negara,
tenía toda la pinta de ser realmente un paciente del pabellón psiquiátrico. A
ratos era un jovencito inocente, nervioso... ¡qué no dejaba de mirarme a las
tetas babeando! como si nunca hubiera visto a una mujer. Y, cuando le pillaba
haciéndolo –porque era muy descarado- se ruborizaba y escondía la mirada...
Pero con un arma en la mano se transformaba y se convertía en un asesino y esa
mirada infantil se volvía dura, vieja... Más vieja incluso que la de Víctor.
Bruno convenció a Aral para que finalmente abriera la
puerta. Pasamos rápido y Bruno llevó a Víctor al dormitorio, posándolo sobre una
cama matrimonial.
El
piso era pequeño, como todos en La Colmena. Un dormitorio de matrimonio pequeño
y oscuro, donde dejamos a Víctor; baño sólo con plato de ducha, retrete y
lavabo; otra salita utilizada como pequeño dormitorio y el recibidor que hacía
las veces de salón y cocina. El piso estaba limpio, pero era frio. Las paredes
estaban desnudas y pintadas de blanco. Apenas había muebles. No parecía un
hogar.
- Llamaré a Lara, ella estudió auxiliar de enfermería.
Aral era una chica de unos veinticinco años, calculaba
yo. Era alta y atlética de pelo muy rubio, casi blanco, y cortado corto. Como
ya os dije, sus ojos eran de una envidiable intensidad azul. Vestía una
sudadera blanca y unos tejanos como si no le importara la moda. Tenía un cierto
aire masculino, no sé si por su peinado o ropa, o quizás por su forma de
moverse y gesticular. Si no fuera por su gesto siempre mal humorado, sería una
chica con bastante –aunque camuflado- atractivo.
- También necesitarán ropa - Bruno señaló tanto el
uniforme de limpiadora que yo llevaba puesto, manchado de la sangre de Víctor, como
el pijama de hospital de Pablo.
- El chavalito es bastante más enclenque que tú,
Bruno, pero le podría valer algo más o menos de tu talla... Mmm encontraré
algo. Ella - lo dijo refiriéndose a mí, con un cierto tonillo despectivo - es
más bajita y… tetuda... Puede que le valga algo de Bella...
- No le hagas caso - me susurró Pablo – Esa rubiales
está estreñida, ¿no ves que cara tiene? Tú… ¡Tú estás muy buena! Y no le caes
bien, por eso dice esas cosas.
Aral ignoró los susurros de Pablo –aunque creo que los
oyó-y pasó a la salita pequeña donde oímos que telefoneaba. No pudimos escuchar
la conversación, pero tras colgar comenzó a hurgar en unos armarios. Salió y me
arrojó una camiseta beis y unos tejanos. A Pablo, una camisa de leñador, roja y
negra, y unos pantalones de pana. Era una ropa horrible, pero mucho mejor que
lo que llevábamos. Por pudor me cambié en el dormitorio porque la presencia de
Víctor no me incomodaba, ya me había visto desnuda y el pobre estaba delirando
de dolor... Desde ahí escuché como abrían la puerta. Salí a ver: Otras dos
chicas rubias habían entrado.
La primera era una calcomanía de Aral. Eran hermanas gemelas.
Idénticas en lo físico, pero también en la estética: pelo corto, sudadera y
tejanos. En este caso la hermana llevaba una sudadera rosácea y tejanos negros.
Era Lara. L-A-R-A/A-R-A-L ¡Era un juego de palabras estúpido! Sus padres debían
ser unos cursis.
La segunda parecía también hermana de Lara y Aral,
pero era muy diferente: algo más pequeña, quizás incluso más joven que Pablo.
Era también rubia, pero con el pelo más cobrizo, y sus ojos eran más oscuros. ¡Había
algo en sus ojos! ¡Me recordaba a alguien! ¡Esos ojos grandes! Su mirada me
resultaba familiar. También era más bajita y tenía algo más de curvas. Aunque
trataba de imitar a sus hermanas mayores, saltaba a la vista que no sólo no lo
conseguía, sino que además las gemelas la despreciaban por ello. Ella era
Bella.
Aral le indicó a su gemela donde estaba Víctor y ésta
corrió a atenderle. Bella se quedó pasmada mirándome, mostrando un gran interés
hacia mí.
- Bella, ¡vete a tu cuarto y no molestes! - Le ordenó
Aral, que ejercía como jefa. - Bruno, ¡no podéis quedaros aquí! La policía está
por todas partes. Lo del hospital ha sido muy gordo y tendremos que suspender
los planes. Ella y sus amigos nos ponen a todos en peligro.
- No tenía pensado dejarles contigo, gemela. ¡Tranquila!
Pero el anciano estaba mal herido y sabía que tu hermana podía atenderla. Me
los llevaré a mi casa.
- Nos pondrás a todos en peligro. También a tu
familia.
- Ella es mi capitana, Aral. Arriesgó muchas veces su
vida por salvarme. Se lo debo.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo al escuchar las
palabras de Bruno. No tenía palabras... Yo no quería ser una molestia, pero saber
que mi antiguo compañero de armas me ayudaría me reconfortó. Por primera vez
respiré aliviada. “¡Muchas gracias Bruno! Lo necesitaba”, recuerdo que pensé emocionada.
2.4
Se
hizo un silencio incómodo. Aral permanecía rígida, con el ceño fruncido,
interrogándonos con la mirada. A aquella muchacha le irritaba nuestra
presencia. Era mucho más que el temor a que pudiéramos atraer a la policía a su
casa… había algo más… algo personal que se me escapaba.
Cuando
los segundos parecían eternos, la otra gemela, Lara, rompió por fin aquel
ambiente cargado y tenso. Salía de ver a Víctor y nos informó de su estado:
-
No es muy grave.
Sentí
un gran alivio al escuchar a la hermana enfermera. Aún sin saber realmente
quién era aquel anciano, me sentía en deuda con él precisamente por la bala que
le había destrozado la mano.
-
Bruno, ¡ayúdame a remendarle la herida! Luego le vendaré. Creo que no tiene los
nervios importantes dañados, aunque perderá movilidad. Por lo demás, necesitará
descansar, ha perdido bastante sangre. Me ha dicho que a ti – señalándome – te
duele la cabeza y que es posible que sea por un trauma causado en no sé qué
accidente. Con eso no puedo hacer nada, pero tenemos ibuprofeno en el baño.
-
Quedaros hasta que anochezca - dijo Aral - Luego os vais.
Bruno
y Lara volvieron con Víctor, y Aral se retiró al otro cuarto donde pude oír que
le gritaba malhumorada algo a su hermana pequeña. Bella salió del cuarto, se
fue al baño y volvió con el ibuprofeno y un vaso de agua que me ofreció con una
sonrisa. Escuché que Aral volvía a hablar por teléfono, pero casi susurrando.
-
¿Tú eras bolchevique? – me preguntó tímidamente Bella. Cuando asentí levemente
con la cabeza mientras me tomaba el medicamento continuó preguntándome con un
brillo de emoción en los ojos: - ¿Luchaste con Jaime?
-
Sí pequeña.
-
Mis hermanas me contaron que Jaime fue un traidor y que por su culpa hoy ya no
existe el Partido Bolchevique.
-
Ese es el punto de vista de tus hermanas. Desde mi punto de vista, Jaime fue un
valiente que no permitía el sufrimiento de las familias trabajadoras.
-
Pero se levantó contra el Partido.
-
Contra la mayoría del Comité Central... Pero ¿a ti cómo es que te interesan estas
cosas? Eres muy joven - Mentía, porque a su edad yo ya militaba en las
juventudes.
-
La mayoría de los chicos de mi edad pasan de política. Tienen miedo, ellos o
sus padres. Como nuestros padres murieron... – Bella lo dijo con una
naturalidad que me horrorizó. Era fácil deducir que habían muerto en la guerra
o en la represión posterior. - Mi padre era teniente del ejército republicano,
mi madre era bolchevique, pero no como tú, sólo una militante de base. Cuando
comenzó la guerra civil los dos fueron ejecutados.
-
Lo siento – le dije.
Ella
pareció no inmutarse y continuó hablando, cambiando de tema:
-
Me he estado fijando, hay cosas de tu amigo –refiriéndose a Pablo- que me
recuerdan a mi padre... No sé decirte exactamente el qué, ¿la pose? Tal vez. No
lo sé.
Ante
el comentario, Pablo lanzó una sonrisa nerviosa dirigida a la pequeña de las
hermanas rubias:
-
Entonces sería que tu padre estaba muy bueno ¿no? – dijo con sorna.
Bella
devolvió forzada la sonrisa. Pero me dirigió una mirada como de advertencia.
Tomé nota. Aunque en ese momento me llamaba mucho más la atención otra cosa:
esos ojos. Esos ojos me recordaban a alguien, pero no sabía decir a quién.
Pensando en eso olvide los temores de la chiquilla hacia Pablo.
Después,
por indicaciones de Aral - que gritaba desde el otro cuarto- Bella encendió un
pequeño televisor. Ponían las noticias. Imágenes del hospital ardiendo. Los
periodistas relataban con insistencia machacona que un comando bolchevique
procedente del exilio había atacado el hospital. Luego los tertulianos recordaban
las barbaridades cometidas por los bolcheviques en las guerras y exigían, muy
indignados, que el gobierno tomara cartas en el asunto con urgencia. La transmisión
se intercalaba con imágenes de algunos de los supervivientes heridos, y de cadáveres
apilados. Luego entrevistaban a un policía que había salvado con sus propias
manos a un niño. Al parecer el niño había sido testigo directo de como un
bolchevique grande y negro disparaba en la cabeza a su madre, blanca y rubia.
A
Pablo se le ensombreció de pronto la cara. Se miró a las manos y se volvió
tiritando hacia la ventana.
-
Me pregunto si a mí me clasificaran como a uno de los desaparecidos… o ¿crees
que me incluirán en el comando bolchevique?
No
supe que responderle.
-
En cualquier caso, mi vida tal y como era ha terminado. – Me lo dijo con una
mezcla extraña de alivio y tristeza - ¿Sabes? Conducía un taxi hasta que me
ingresaron… hasta que me hirieron – Pablo rectificó sobre la marcha, al
recordar que me había contado la trola de que él estaba en el hospital por una
herida, y no ingresado en el pabellón psiquiátrico por algún trastorno mental.
Volví
a prestar atención a las noticias: Curiosamente no habían publicado ninguna
foto. Temía que mi rostro estuviera al día siguiente en las portadas de todos
los periódicos: “Ahí tienen, esta negra es una peligrosa bolchevique”, pero
parece que no iba a ser así. Era una ventaja, pero tenía que haber algún truco.
Pese
a la tirantez del ambiente por la constante presencia de las tres hermanas,
pudimos descansar hasta que anocheció. Tal y como Bruno había prometido,
entonces nos fuimos. Lara ya nos había tranquilizado previamente sobre la
situación de Víctor. Bruno había traído de fuera ropa para el anciano porque la
chaqueta y la camisa las tenía cubiertas de sangre. Le trajo una camiseta blanca
y un jersey de lana añil. No combinaba con los pantalones del traje de pana,
pero era lo que había. También nos trajo para Pablo y para mí unas deportivas.
Nos despedimos bruscamente de Aral y Lara, aunque Bella si fue más calurosa con
nosotros.
Abajo
Bruno nos explicó que había hablado con unos amigos para que cambiaran la matrícula
de la furgoneta y su color. Ahora era de un común blanco. Era un modelo además
bastante frecuente así que pasaríamos más desapercibidos. Nos subimos y Bruno
nos condujo hasta otra torre de la Colmena, no lejos del piso de las hermanas.
-
Aquí vivo con mi mujer y mi hijita.
-
¿Te has casado? ¿Una hijita? - qué alegría me dio. Bruno respondió con una
sonrisa.
-
Si, con Gloria.
-
¡La mecánica! Siempre pensé que hacíais buena pareja.
-
Y a mi hijita, es un bebé tan solo, la llamé como tú.
-
¡Qué honor!
Y
es que en situaciones terribles, llenas de miseria y terror, aun había sitio
para los buenos sentimientos y alegrías.
2.5
El edificio donde vivían Bruno y su familia era otra
torre alta y masificada. En su interior un olor fétido a verduras cocidas lo
empapaba todo. Muchas familias de aquel bloque
terminaban entonces de cenar después de un largo día de trabajo. Subimos cuatro
plantas - Bruno era afortunado - y los berrinches de un bebé resonaban ya antes
de cruzar la puerta. Dentro nos encontramos en un piso que contrastaba
felizmente con el de las hermanas: era caluroso, decorado humildemente, pero a la vez muy trabajado, limpio y
acogedor. La esposa de Bruno, una mujer alta de pelo y ojos oscuros, trataba de
consolar a la niña que lloraba, a saber si por hambre, sueño, nervios... ¡O
simplemente por llamar la atención de su madre! Cuando Gloria, la antigua
mecánica, me vio, no pudo evitar cuadrarse ante mí como en los antiguos tiempos
de la guerra.
- ¡Capitana! – exclamó
- Tranquila Gloria, olvídate de saludos y cargos... Y
esta cosita tan mona... - cogí al bebé y en mis brazos dejó de llorar. Aunque
no quería tener hijos ni en pintura, siempre he tenido buena mano con los
bebés.
- Sabe que eres su tocaya - dijo orgulloso Bruno sin apartar
sus ojos, de amante padre, de su hijita.
- Supongo que el bebé no se llama Atenea - preguntó
Pablo.
No pude evitar reírme. Toda la tensión de los últimos días
acumulada y el pobre Pablo...
- Escuché ese nombre en el hospital, de uno de los
militares. - se explicó Pablo ante la mirada atónita de Bruno.
-“Atenea Libertad” es el nombre que aparecían en mis
papeles... - expliqué – Por cierto, ya no los tengo. Ahora estoy indocumentada.
- Intentaré arreglar eso. - intervino Bruno - Pero mucho
me temo que tenemos algún topo en la frontera. Sabían que llegabas. Las BAB te
esperaban en la estación de autobuses. Pero también se enteraron aquellos mercenarios
paramilitares que asaltaron el hospital... Gracias a ellos no llegaste a la
estación, de lo contrario ahora estarías en una sala de tortura del gobierno.
- Díselo a toda esa gente del hospital - dijo Víctor
con tristeza. Estaba aún muy pálido, pero tenía mejor aspecto con la mano
vendada.
- Ahora deberíais descansar - dijo la esposa de Bruno.
- Antes, las gemelas... - comencé la frase, pero al oír
la mención a las hermanas, Gloria puso mala cara. Parece que no sólo a mí me
resultaban antipáticas Aral y Lara - Las gemelas dijeron algo de 'planes'... ¿No
estaréis reconstruyendo el Partido?
- No - respondió con rotundidad Bruno - háblale a
cualquiera de reconstruir nada y en seguida pensará en cárceles, torturas y
seres queridos asesinados y desaparecidos. Solo mencionar la palabra
'bolchevique' y te miran mal... ¡Qué va...! Hay mucho miedo. Sí, hemos podido
establecer, gracias a las gemelas, una delicada red que nos conecta con la
frontera, precisamente la llamamos La Red, pero nuestro objetivo es mucho más
modesto. Sobre todo sindical. Queremos crear núcleos sindicales independientes.
Por ejemplo donde curra Gloria; es una gran fábrica metalúrgica del polígono,
una fábrica de Cia+Fia, la gran multinacional.
Cia+Fia es una gran corporación de la República con tentáculos
extendidos por todos los negocios, legales e ilegales. Sus altos directivos
eran, a su vez, altos cargos del Partido Demócrata-Republicano, terratenientes
y banqueros. Cia+Fia era uno de los principales poderes que sostenían al
gobierno... Y a todo el sistema.
- Es una fábrica grande - continuó explicando Bruno -
con cerca de tres mil trabajadores.
- Nuestras condiciones laborales son duras, pero
mejores que las de otros sitios - señaló Gloria.
- El caso es que estamos tratando de formar allí un
embrión de sindicato.
- No somos muchos, tan sólo ocho trabajadores, jejeje
ocho de tres mil jejeje, pero algo es algo.
- Yo les ayudo - continuó Bruno – ahora mismo estoy en
el paro, y como conozco gente del exilio y de la frontera... Antiguos milicianos,
gente de fiar...
- ¿Cómo las gemelas? – pregunté con cierto sarcasmo, a
lo que Bruno se encogió de hombros. - Pero ha habido un agujero – apunté.
- Sí, - reconoció abatido Bruno -. No sé quién puede
ser... Mañana íbamos a hacer una asamblea para discutir la estrategia a seguir
en la fábrica... Pero con todo lo que ha pasado, la suspenderemos.
- Quizás si la mantenéis podríais descubrir al topo. -
dijo inteligentemente Víctor.
- Mañana lo podremos discutir. Ahora tenemos que
descansar todos.
Gloria había preparado la casa para que pudiéramos
dormir. Tres colchones y varios juegos de sábanas y mantas estaban esparcidos
por el suelo del piso. Nos acostamos, pero me costó conciliar el sueño. El bebé
dio la noche, llorando cada poco. Además las paredes eran de papel: algún
vecino jugaba a la consola... ¡A estas horas de la noche! Y en otro piso, un
hijo de puta insultaba a su mujer...
Así era la vida en La Colmena.
2.6
Esa misma noche, en otro lugar de Cáledon entró en
escena otra protagonista de esta historia:
La sede central del Ministerio Especial de Pacificación
era un antiguo palacio neogótico con aspecto de fortaleza, con almenas,
torreones y gárgolas, construido en la cima de una colina de la ciudad. Cuando
se construyó pertenecía a un ricachón obsesionado con el Medievo. Al parecer se
trajo aquellas gárgolas horribles de antiguos palacios y templos del
continente: monstruos mitológicos similares a grifos, dragones, machos cabríos
y hombres grotescos. También encargó a artistas de la época que le hicieran
grandes vidrieras sacras, de forma ojival y brillantes mosaicos de colores para
que imitaran a los antiguos vitrales, con sus dioses y demonios luchando por el
dominio del mundo para toda la eternidad. Si el Ministerio quería aterrorizar,
y claro que quería, ese edificio era la sede central idónea. Ahora, siendo el
centro de la seguridad nacional, los jardines góticos de su constructor, con
estatuas, fuentes y árboles y arbustos habían sido reemplazados por muros de
hormigón, torretas de vigilancia y entradas y salidas fuertemente custodiadas. El
Castillo, como era llamada aquella construcción, transmitía a todo aquel que se
acercara una sensación de tensión y de desasosiego difícil de repeler.
Pero lo peor era la leyenda negra del Castillo:
durante las dos guerras había sido cárcel política. Tristemente famosa por sus
salas de “interrogatorios”, más bien salas de torturas, según se decía, contaba
(y seguramente, cuenta) con un subterráneo con laboratorios y celdas para
experimentar con los prisioneros. No todo lo que se dice del lugar será cierto,
pero desde luego, mucho sí será verdad. En las dependencias del Castillo tiene
la sede las BAB. Incluso en su emblema adoptan la imagen de una de sus
principales vidrieras sino la más famosa: el caballero, ángel o guerrero,
luchando contra el escorpión, dragón o demonio. Los uniformes BAB llevan ese
emblema como ya os expliqué.
Dentro del laberinto de pasillos y salas, se
encontraba el despacho del coronel Saúl, donde el militar recibía el último
informe de aquel oficial de nariz aguileña. El despacho era amplio, pero
oscuro, con una alfombra roja que cubría el suelo y paredes de piedra adornadas
con cuadros de importantes militares de un pasado remoto. Saúl escuchaba a su
subordinado dándole la espalda, de pie tras su mesa de trabajo, mirando al
infinito a través de un ventanal muy grande pero que filtraba la luz solar. A
considerable altura, el coronel Saúl podía perder su vista en las extensas
barriadas de Cáledon, bloques y bloques de edificios, hasta el horizonte.
- Los controles de la policía han fracasado, señor -
informaba el oficial - Los fugitivos no han abandonado Cáledon, deben de ocultarse
en alguna barriada. No hemos divulgado la foto de la Exiliada para evitar la
llegada de más mercenarios. No sabemos quién puede estar detrás de los
paramilitares, pero parece que sea un pez gordo. Es como si el rastro del
helicóptero se hubiera desvanecido y alguien se ha encargado de borrar todas
sus huellas.
A Saúl no le interesaba quién podía estar detrás de los
paramilitares. Lo único que le preocupaba era poder llegar a alcanzarme antes
de que lo hiciera la competencia. Era mucho lo que estaba en juego.
- En cuanto a los acompañantes de la Exiliada –
continuó el oficial- , está él...
- ¡Qué permanezca en secreto! - interrumpió Saúl
–Nadie lo puede saber.
- Como ordene señor. Luego hay otros dos hombres: uno al
que no hemos podido identificar por el momento y un tercero, identificado, pero
que no tiene familia y no ha vuelto a su domicilio. Unos agentes lo vigilan por
si regresara, aunque parece poco probable. También hemos capturado a la
verdadera Atenea Libertad. Es una mujer de un pueblo del interior. Le tenemos
retenida acusada de bolchevismo pero parece del todo inocente. Si lo ordena la
podemos soltar, señor.
El oficial esperó en vano alguna indicación de su
superior. No estaba en los planes de ese hombre. Otra víctima de mi regreso: la
verdadera propietaria de mi falsa identidad se pudriría en la cárcel.
- ¡Continuad buscando! Ahora vete y dile a Helena que
pase.
- ¡Si señor!
El oficial salió del despacho. Poco después entró una
chica.
Más adelante se cruzaría en mi camino, pero os la
describiré ahora: Aparentaba más o menos mi edad, aunque luego descubriría que
era un poquito más joven, no más de un par de años. No era mucho más alta que
yo, de amplias caderas y abultados pechos. Es semita, de piel bronceada y
labios carnosos de intenso color carmesí… A mí me resultaba muy atractiva. Yo
la conocería llevando un hiyab, aunque en ese momento, estando delante de Saúl,
sin ser éste ni un familiar, ni su marido, se lo quitó revelando su hermoso
cabello, intensamente negro, largo y ondulado. Vestía con elegancia, un vestido
negro con remaches púrpuras, ajustado al cuerpo para hacer notar sus curvas.
También llevaba un bastón de madera negra con el que se ayudaba a andar… porque
Helena era ciega de nacimiento.
- Sabes cuáles son tus órdenes. - le dijo Saúl
- Sí, mi señor - respondió la ciega con una voz suave
y sugerente.
- A ella la quiero viva, no es tu objetivo. Ya me
ocuparé yo. Pero él tiene que morir.
- Sí, mi señor.
2.7
Dormí muy mal aquella noche, a pesar de lo cansada que
estaba. Víctor roncaba, y mucho, pero lo peor era cuando, a duras penas, yo lograba
conciliar algo el sueño. Mi regreso a la República despertaba en mí viejas
pesadillas, sobre todo la guerra y el exilio.
Aquella noche soñé con la sangre derramada en el
hospital. Me vi recorriendo los pasillos del pabellón psiquiátrico, pero eran
aún más tétricos, con cadáveres por el suelo y manchas de sangre en sus
paredes. Las imágenes se mezclaban con la película de terror que había visto en
mi infancia: camillas, sillas de ruedas, vísceras, amputaciones, más sangre...
Yo buscaba una salida, pero no la encontraba. Vagaba y vagaba recorriendo los
pasillos infinitos y sólo había muerte.
Y la sangre, los cuerpos muertos, y el fuego me traían
de vuelta a los horrores del campo de batalla. Aparecí de golpe en un
enfrentamiento casa por casa en una lejana ciudad fronteriza. ¡Casa por casa! En
cada casa, pisos parecidos a los de la Colmena, avanzaba encontrando cadáveres
como en el pasillo... O haciéndolos, disparando a boca jarro contra los
enemigos que se abalanzaban sobre mí. ¡Qué horror! Vino a mi sueño el fantasma
del cuerpo del primer fascista que alcancé con mi fusil. Era un muchacho más
joven que yo. Se le encasquilló el arma, así que pude matarle y sobrevivir. Así
era la guerra: o ellos o nosotros.
Entonces viajé de la guerra al exilio: No sé si el
sueño se mezcló con el recuerdo, o estaba despierta y simplemente recordaba,
pero era como si reviviera segundo a segundo aquellos días. Era la madrugada en
que me enteré de que se había iniciado una rebelión en Sumailati.
Yo estaba destruyendo mi cuerpo y mi mente en un antro de mala muerte en
Copperfield, en el continente. Consumía habitualmente una sustancia llamada
loto dulce que me ayudaba a olvidarlo todo, a cambio de destruir un buen puñado
de neuronas. Era mucho más relajante e inocua que el nirvana, pero también
mucho más cara. Supuestos “amigos del alma” que querían intimar conmigo, me la
proporcionaban a cambio de una sonrisa o de un poco de conversación
irrelevante. Me tiraban los trastos y yo les birlaba el dinero. Esa era la vida
que llevaba en los últimos años de mi vida: había abandonado la militancia y
ahora, el dinero que conseguía trabajando de camarera los gastaba en la noche,
en olvidar…
Justo
se difuminaban los efectos de mi último colocón de loto cuando sonó en el
noticiero matutino la noticia de la rebelión sumailatiana: miles de personas
habían tomado la noche anterior las calles de la capital de la menor de las Potencias
Fascistas. También explicaban que los trabajadores del puerto habían ocupado
las instalaciones y habían hundido los buques de guerra allí atracados. Mi
amiguita de colocón, una bollera mucho más especializada que yo en utilizar a
los hombres para conseguir dinero, se rio de los sumailatianos y predijo que al
día siguiente todos volverían a sus casas y nada habría cambiado. ¡Ese estúpido
cinismo que yo siempre había detestado! Pero para desgracia de mi amiguita no
fue así: al día siguiente hubo más manifestaciones. También hubo represión,
cargas policiales, heridos y detenidos. Yo sabía que no era algo pasajero.
Hacía años que no se movía un alma en Sumailati y aquello sólo podía significar
el principio del fin.
Fui
a celebrarlo esa noche con otras dosis de loto dulce. Y en el bar de siempre, allí,
drogada, rodeada de falsos aduladores, contemplé mi rostro reflejado en un
espejo mientras escuchaba desvaríos, risas y estupideces. Lo que vi no me
gustó: recién cumplidos los treinta años, parecía vieja y demacrada. No me
sentía yo. Me dio vergüenza. Me dio mucha vergüenza. Recordé lo que era, y lo
comparé con lo que el exilio había hecho de mí.
Fue
la gota que colmó el vaso. Hacía años que me estaba pudriendo. Sólo sentía
despreció por mí misma. No podía recordar a mis amigos, compañeros de armas o
familiares sin ponerme a llorar y odiarme profundamente y entonces recurría a
más loto dulce. No aguantaba más. Decidí regresar a la República, aunque allí
no me estuviera esperando nadie.
De golpe escuché como Gloria se marchaba a trabajar
mucho antes de que saliera el sol. Ya no recordaba, ya no soñaba. Estaba
despierta de vuelta a la Colmena de Cáledon. El bebé comenzó a llorar y Bruno,
el “manitas”, se levantó a consolarlo. Con los primeros años de la República se
había establecido una red de guarderías públicas de cero a tres años en casi
todas las ciudades. Eso fue antes de que colapsaran muchos bancos... Ahora no
quedaba nada, solo el paro y los abuelos para cuidar a los bebés. Los
bolcheviques defendíamos que la mujer nunca sería libre mientras no hubiera
guarderías públicas suficientes.
Poco a poco el ajetreo de la calle y del edificio fue
despertando a mis compañeros. Bruno nos trajo algo de desayuno. Víctor tenía
mucho mejor aspecto. En cuanto a Pablo, fumaba con ansiedad un cigarrillo
asomado a la ventana.
- ¿Cómo es que tratáis de montar un sindicato? -
preguntó Víctor a Bruno
- Cuando terminó la guerra el gobierno prometió
trabajo, reconstruir el país... Pero ya sabes, todo fueron promesas. Lo único
que se reconstruyeron fueron los beneficios de las empresas. El paro tiró por
los suelos los salarios, y al ilegalizar los sindicatos bolcheviques la jornada
laboral aumentó y muchos derechos adquiridos se perdieron. La excusa era
incentivar a los empresarios para que reconstruyeran la economía... Lo que
hicieron fue lucrarse. Al principio todo fue para atrás... Y aún sigue habiendo
mucho miedo... Pero la gente necesita vivir.
- Los trabajadores siempre vuelven a levantarse -
afirmó solemnemente Víctor.
- Sólo han pasado seis años desde el final de la
guerra. Nadie quiere hablar de bolchevismo, pero la gente tiene hambre... y
mucha rabia acumulada. Entorno a mi mujer está cristalizando un pequeño grupo
de trabajadores que buscan alguna orientación... Si pudieras... – Bruno me
miraba.
¡A no! ¡Eso no! Me negué en redondo. Repetí una vez
más que yo ya no era bolchevique. Pablo acudió a mi rescate, pero con una
mochila repleta de prejuicios incubados durante la guerra civil y la posguerra:
- Yo era muy joven, un adolescente, pero viví la
guerra civil como muchos, y el bolchevismo solo trajo desgracias. Hubiéramos
estado mejor sin ellos. Si ella quiere olvidarse de todo eso, ¿por qué no la respetáis?
Conozco gente en Davenport que nos podría conseguir papeles nuevos. Yo estuve allí
y sería un buen lugar para refugiarnos hasta que las cosas se tranquilizaran.
Yo lo que quiero es paz. Te ayudé a salir del hospital, pero no me imaginé que
me metería en un tinglado así.
Víctor no estaba de acuerdo.
- Ella - refiriéndose a mí - renunció a ser
bolchevique, pero eso no significa que tenga, ¡tengamos! que darle la espalda
al mundo. Bruno nos está pidiendo su ayuda. Tú sabes, Pablo, lo dura que es la
vida. Ella puede ayudarles, aconsejarles. Siempre podremos huir y escondernos.
Me quedé pensativa. La idea de Pablo me seducía. Huir.
Escapar. No obstante Davenport era conocida como “la ciudad cloaca” y además
allí la mafia era poderosa. Y donde estuviera la mafia es muy probable que
aparecieran más mercenarios y paramilitares. No podía olvidar que no solo las
autoridades me buscaban. Pensé, una vez más, que volver había sido un grave
error. Miré a Bruno. No discutiría mi decisión. Y aunque ahora le negara mi
ayuda, él seguiría dispuesto a dar su vida por mí. Mire a su bebé. “La clase
obrera siempre vuelve a levantarse”, en el Partido se insistía en esa idea una
y otra vez.
- Tranquilo Pablo - tomé la palabra - Tengo las mismas
ganas que tú de qué me pillen, me encierren… o vete tú a saber… Ir a Davenport
puede ser una posibilidad. Necesitamos papeles… Y sabes que nos guste o no, después
de lo del hospital estamos juntos. Siento haberte metido en esto. Pero no puedo
dejar en la estacada a Bruno. No tratan de reconstruir el Partido, solo quieren
recuperar algunos derechos. Mucho no puedo ofrecerles, solo algunos consejos.
Luego nos iremos.
Bruno y Víctor se miraron aliviados. En el fondo Bruno
estaba convencido de que yo no le dejaría en la estacada. Pablo termino su
cigarrillo y me miró, a la cara y no a los pechos para variar, con unos ojos
dulces como nunca le había visto.
- No te culpes... Si me hubiera quedado entre las
escobas y fregonas donde me escondía, ahora estaría seguramente muerto como la
mayoría de la gente del hospital... Tienes razón en que estamos juntos en esto.
Además, jejeje, por si no te lo he dicho antes, quiero ganar méritos para
llegar a acostarme contigo y que seas mi novia. Si me voy... ¿Qué posibilidades
tendría?
Todos nos reímos con ganas, hasta que nuestras
carcajadas molestaron al bebé que se hizo notar con un berrinche. Decidí que ayudaría
a su padre en lo que hiciera falta.
2.8
La asamblea de trabajadores estaba previsto que se
celebrara esa misma noche, cuando terminara la jornada laboral. Claro que eso
era antes de que el hospital hubiera sido destruido. Realmente no se trataba de
una “asamblea” ya que sólo se iban a reunir los ocho trabajadores que tenían decidido
montar el sindicato y eso no es estrictamente una asamblea. De todas formas decidieron
llamarlo así, como para darle más solemnidad a aquella reunión. Y es que hasta
la fecha, los encuentros habían sido informales y esporádicos, en cambio, en
esta ocasión querían que fuera una reunión seria y organizada, la primera de
muchas, decían.
Víctor estaba preocupado. Ya no era sólo la validez
científica del término “asamblea”, sino que al utilizar un nombre tan
altisonante, sabiendo cómo funcionaba la policía, se corría el riesgo de atraer
innecesariamente la atención del gobierno. Si el topo había informado de que iban
a realizar una “asamblea”, el héroe policial de turno se imaginaría una reunión
con más de cien o doscientos potenciales bolcheviques. Su intervención para
desmantelar la “asamblea” podía garantizarle condecoraciones y ascensos.
Demasiado tentador como para dejarlo pasar. En cambio, una simple reunión
de ocho trabajadores era una pieza muy poco sabrosa, insuficiente como para
levantarse del sillón y dejar la botella de whisky en el cajón. Además aunque
ya habían pasado más de 36 horas desde nuestra huida del hospital, Cáledon aún
estaba en alarma especial, con toque de queda y controles policiales. Era una
locura hacer hoy la reunión... O al menos mantenerla tal y como estaba
prevista.
Ya hemos hablado del topo. No era una cuestión
secundaria. Todos sabían que alguien pasaba información. Descubrir quién era, o
quién podría ser era vital. Podía ser uno de los trabajadores de la fábrica,
aunque eso era improbable, ya que, al parecer, excepto Gloria, ninguno de ellos
sabía de mi llegada. Lo más lógico era que el topo fuese alguien de la red que
vinculaba a Bruno con el exilio.
La desventaja de que se delatara al topo es que Bruno
perdería toda protección. Una vez descubierto el topo, para la policía no tenía
sentido dejar a Bruno y a su mujer libres. Si no los habían capturado aún, era
con la esperanza de que espiando la red, pudieran dar con algún pez gordo...
¡Bueno! Igual, misteriosamente, yo entraba para las BAB en esa categoría.
No. No se trataba de delatar al topo. La clave era
localizarlo y convencerle de que los planes de formar un sindicato se han
abandonado, sin que sospeche que sabemos realmente para quien trabaja. Había
que explicarle que los trabajadores tienen miedo, mucho más a raíz de la
masacre del hospital, y que, en especial, Bruno y Gloria están demasiado
preocupados por su bebé como para iniciar cualquier actividad hostil a la República.
Primero hicimos una lista. ¿Quiénes sabían que yo iba
a cruzar la frontera? Bruno, Gloria, el falsificador que arregló los papeles de
Atenea Libertad, las gemelas Aral y Lara y, seguramente, la hermana pequeña de
las gemelas. Si alguien más lo sabía, Bruno no tenía ni idea. Las gemelas
parecían una pieza clave porque eran el contacto de Bruno con la gente que
trabaja en la frontera. No parecía haber nadie más. Si era el falsificador
ahora no importaba, porque él no sabía nada ni de la fábrica, ni de la
asamblea.
- No pueden ser las gemelas - afirmó Bruno convencido
-. A través de ellas se tejió toda la red. Han ayudado a mucha gente y odian
demasiado a La República. Sus padres murieron a manos de las BAB.
- En todo caso - continuó Víctor – si decidimos
mantenerla, yo cambiaría el lugar de la reunión y les diría a las gemelas que
nosotros nos hemos ido de Cáledon y que tú te has asustado y no quieres
continuar y que, por tanto esta noche no va a haber nada. Si acertamos y son
las gemelas, la policía se centrará en tapar las salidas de la ciudad para
buscarnos. Si no son ellas, sólo nos quedaría tu esposa... Yo, por si acaso, no
le explicaría nada, sólo que cambiamos el sitio de la reunión... Y, eso sí,
buscaría un lugar con muchas salidas y situado de tal manera que cualquier
movimiento fuera, pueda ser controlado desde dentro con facilidad. Vamos, que
si viene la policía nos enteremos y podamos escapar.
Yo era la que en el pasado planificaba reuniones
clandestinas, organizaba como distraer o engañar a nuestros enemigos o como
cazar a algún provocador infiltrado. Ahora lo hacía aquel anciano que
demostraba tener cierta experiencia. Me entró un cierto gusanillo que hacía
mucho que no sentía.
- ¿Estas sospechando de mi esposa? – Bruno, como no
podía ser de otra manera, reaccionó muy airado - ¿Y tú quién diablos eres? ¿Yo
no lo sé? ¿Alguno de vosotros lo sabe? – La pregunta era retórica, Bruno sabía
que yo no tenía ninguna respuesta- ¿Quién te piensas que eres, capaz de venir aquí,
dar instrucciones a diestro y siniestro, sospechar de todo el mundo?
- ¡Calma, calma! - trate de poner un poco de paz - Mira
Bruno, yo no creo que Gloria sea el topo… Y tienes razón. No sabemos quiénes
sois – les dije a Víctor y Pablo – Todo ha sido tan rápido… Antes de despertar
en el hospital no os había visto en mi vida. Y vivimos en un mundo lleno de
mentiras y traiciones... – Me detuve un instante para pensar, entonces miré a
Bruno a los ojos- Pero precisamente por eso, aunque te duela, Bruno, lo que
dice Víctor tiene bastante sentido. Y lo sabes.
- ¡Sí mi capitana! – No se trataba de que realmente le
hubiera convencido. Era el soldado Bruno, “el
manitas”, aceptando la orden de un superior, como había hecho una y otra
vez durante la guerra.
Bruno cogió un teléfono móvil especial que tenía en su
casa, supuse que los llamados móviles seguros, capados y capaces por tanto de
salvaguardar la conversación y la posición de los que hablan de los posibles
espías. Con él llamó a las gemelas. Aral se puso al aparato. El antiguo
miliciano le explicó que nosotros nos habíamos ido y tras intercambiar varias
frases con la gemela le explicó a su interlocutora que el muchacho joven -refiriéndose
a Pablo- había sugerido irnos a Davenport. Bruno nos reconocería más tarde que
Aral se había mostrado contrariada por nuestra marcha y que había insistido en
conocer nuestro destino. Eso acrecentó mis sospechas sobre las antipáticas
gemelas. Mejor que creyeran que estábamos camino de Davenport.
Después, Bruno le explicó a Aral el cambio de planes
con respecto a la asamblea. Gloria tenía miedo, él también, lo del hospital, su
bebé… así que no la iban a celebrar… En este punto, Aral parecía, siempre según
Bruno, completamente indiferente e impaciente por colgar el aparato.
A continuación, Bruno volvió a llamar. Esta vez a Gloria.
Como ella estaba en el trabajo, el procedimiento era llamar y esperar a que
ella devolviera la llamada en el momento en que pudiera escaquearse. Gloria
estaba atenta y en muy poco tiempo se comunicó con su marido. Bruno sólo le
informó de que habían decidido mantener la reunión, pero que la harían en otro
lugar más seguro. Ella protestó, preocupada por el tema del hospital y
convencida de que la policía estaba demasiado alerta esos días como para
arriesgarse a algo así. Sin embargo, ante la insistencia de su marido se
comprometió a hablar con sus compañeros de trabajo. Bruno por su parte,
buscaría ese nuevo emplazamiento y en cuanto lo tuviera volvería a llamarla.
Ya de noche, antes de ir al lugar donde
celebraríamos la reunión, acompañamos a Bruno a la casa de los padres de
Gloria, a dejarles al bebé a su cuidado por lo que pudiera pasar por la
noche. Ya todo estaba listo. Sólo faltaba esperar a que el timbre de
la fábrica de Cia+Fia sonara indicando el final del turno.
2.9
Antes de relatar lo que sucedió en la asamblea debería
de explicaros las investigaciones que siguió el comisario Santos, aquel
rechoncho policía sobrepasado por los acontecimientos del hospital.
Como recordareis, Santos se vio en la penosa situación
de relatar a los periodistas la versión oficial de aquellos acontecimientos,
siguiendo el guion que le habían entregado las BAB. El comisario era perro
viejo. Sabía de sobra que todo aquello no eran más que patrañas. Además su
instinto le decía dos cosas: que los paramilitares que habían tomado el
hospital no eran bolcheviques y, lo más importante, que ni capturar a los
paramilitares, ni rescatar a los rehenes era el objetivo de las BAB.
“¿Qué importaba todo aquello?”, pensó. Santos estaba a
punto de jubilarse. Nunca había simpatizado con los bolcheviques, ni siquiera
con los antiguos socialdemócratas, él era fiel amigo del orden, pero se
consideraba sinceramente republicano y... Tenía dudas de que engañar de aquella
manera fuera propio de republicanos.
¡Y estaba a punto de jubilarse!: Le esperaba una
pensión, nada del otro mundo, es verdad, lo justo para mal vivir. Tenía pensado
dejar Cáledon y volver a su pequeño pueblo del interior y allí plantar tomates
y sobre todo pimientos, que le encantaban. ¿Para qué complicarse la vida
entonces?
Pero Santos era un sabueso y nada encajaba. Cuando los
bomberos se lo permitieron, recorrió las ruinas del hospital. Como era
comisario nadie dijo nada, pero sabía que estaba contradiciendo una orden del
Ministerio Especial de Pacificación. Zonas enteras del hospital habían ardido.
Las BAB habían ordenado aplicar un fuego, purificador decían, en todo el
edificio. No obstante, muchos espacios, construido con caros materiales de
seguridad, habían resistido las llamas.
El escenario principal de los combates entre las
tropas BAB y los paramilitares era la planta baja del hospital, el recibidor y
la sala de espera donde los rehenes habían quedado atrapados entre dos fuegos.
Pero según averiguó Santos, había cadáveres en otras plantas, lejos
aparentemente de la batalla. No había una explicación para ello: Había
cadáveres en los sótanos, en especial en una habitación de servicio, una gran
lavandería llena de ropa sucia. Y también en un pasillo por el que, para
sorpresa del comisario, se podía acceder al alcantarillado. Esa salida no
aparecía en los planos del hospital. Le explicaron que debió de haberse
construido por miedo a una nueva guerra, pero el caso es que por ahí podía,
debía, de haber escapado alguien. Más difícil explicación había en otros dos cuerpos
encontrados en el pabellón psiquiátrico, dos cadáveres de paramilitares.
De estos últimos Santos se enteró por casualidad, al
escuchar a un oficial de las BAB que organizaba la retirada de los cadáveres.
El oficial protestaba porque los cuerpos no eran más que un montón de cenizas y
decía no estar en ese oficio para utilizar escobas y barrer. Sus hombres
asentían riéndose… a Santos le indignó la frialdad con la que aquellos agentes
del Estado se referían a dos cadáveres humanos.
También le llamó la atención otro “detalle”: un helicóptero
se había posado en la azotea del hospital y poco después se había marchado. No
era del ejército y, desde luego tampoco era de la policía. Las BAB se
desentendieron de este transporte aéreo, como si no les importara, y las
patrullas aéreas de la policía local pronto le perdieron de vista.
Santos trató de visitar el pabellón psiquiátrico.
Estaba bastante afectado por las llamas, al parecer el fuego se había avivado
en contacto con los productos de limpieza de un armario de servicio. Apenas
quedaba nada, pero sus ojos de detective le ayudaron a encontrar algo interesante:
unas esposas de metal. Los psiquiátricos tenían fama de usar métodos
medievales, pero ¿esposas?
De vuelta a su despacho, una oficina repleta de
papeles, carpetas y con una botella de whisky medio vacía - para Santos siempre
medio vacía - trató de encontrar un sentido a todo aquello. Tres vasos de
whisky después formuló una atrevida hipótesis: los paramilitares retenían a alguien
a quien querían sacar del edificio, probablemente en el helicóptero. Esta
persona también era el objetivo de las BAB. “Poco le importaba a aquel
condenado coronel las vidas inocentes”, pensó Santos. Pero esa persona… debió
escapar de unos y otros, sin duda ayudada.
Y comenzó a pensar en quienes podían estar ayudando a
aquel prófugo, es decir, quienes me estaban ayudando a mí.
Pensó también en su futuro cultivo de tomates y pimientos...
“Al diablo” se dijo. Y abandonó su oficina para patearse una vez más las
calles.
2.10
Santos sospechaba que si los paramilitares habían
tomado el hospital era porque buscaban una presa y se encontraba dentro: ¿un
trabajador? No era probable, para qué “liarla” en el hospital pudiendo actuar
con más tranquilidad cuando terminara su jornada y volviera a su casa. ¿Una
visita? Tampoco, por el mismo razonamiento. La única opción era que se tratara
de alguien ingresado. Si esos paramilitares buscaban a alguien ingresado tenían
que cogerlo dentro del hospital antes de que se anticiparan las BAB o
simplemente le dieran el alta y se esfumara.
Era un paciente.
Lo primero que intentó Santos fue indagar qué había
sido de los archivos del hospital. Tal y como suponía estaban completamente calcinados.
Sin archivos no había forma de saber quiénes habían sido recientemente
ingresados.
Probó con interrogar a algún superviviente: ese camino
estaba bloqueado. Los pocos supervivientes estaban recluidos por orden de las
BAB. Si Santos hurgaba ahí, su amigo el coronel pronto finiquitaría la investigación.
El comisario se topó entonces, por casualidad, con una
pista. Sentado en una cafetería oscura y sucia, mientras tomaba, para variar,
su enésimo trago de whisky, se fijó en lo que emitían: un programa repasaba un
accidente sucedido hacía dos días en una autopista. Lo que llamó la atención de
Santos era que el reportaje mostraba imágenes del accidente -un autobús- y en
éstas se veía al fondo de la imagen, muy cerca del lugar del siniestro, el
hospital antes del ataque, aún entero y en funcionamiento.
Aquel autobús había sufrido una extraña explosión
interna, el conductor y algunos pasajeros habían muerto y había numerosos
heridos. Santos pensó que estando cerca el hospital sería probable que
trasladaran allí a los heridos... Era una posibilidad de tantas, que el prófugo
viajara en aquel autobús, pero otro dato lo hacía aún más probable: el autobús
venía de la frontera exterior de la República.
En ese caso, tenían que haberle ayudado a pasar la
frontera, probablemente con papeles muy bien falsificados. Dos ayudas: En la
frontera y en el hospital. Y probablemente quién le ayudó en la frontera
pertenecía al mismo grupo que la persona que le había ayudado en el hospital. Si
no eran incluso el mismo sujeto.
La mafia de Davenport arreglaba papeles. Eran muy
buenos en su trabajo. Utilizaban identidades reales de gente del interior, de
las zonas más aisladas y rurales de la República donde el personaje usurpado
nunca sospecharía nada. Si los papeles se habían conseguido en Davenport, era
relativamente sencillo que los paramilitares se hubieran enterado de la llegada
de su presa.
Santos recurrió a su red de confidentes. Eran
chivatos, criminales en libertad condicional, prostitutas y chulos con quien
negociaba favores, pillos de bandas rivales... Se pateó tugurios mientras bebía
más y más whisky y se entrevistaba con escoria social.
Así, a través de un traficante de droga de poca monta
con contactos con la mafia de Davenport, descubrió que precisamente gente de la
mafia buscaban a una antigua bolchevique exiliada que había cruzado la frontera
de regreso a la República. Al parecer había “peces gordos” implicados en la
captura de esa mujer y estos “peces gordos” habían buscado un grupo muy
preparado de mercenarios para cogerla con vida. Para qué la querían lo ignoraba.
Quizás llegar a algún acuerdo con el gobierno, intercambiando presos, favores
mutuos…
Acudió a otro de sus confidentes, el dueño de un bar
de mala muerte donde había peleas ilegales y donde se podía buscar el servicio,
siempre a través de intermediarios, de mercenarios para trabajos complicados:
asesinatos, robos a fincas vigiladas, secuestros… No fue fácil, tuvo que
presionarlo con métodos poco legales, pero tras amenazas, golpes y desperfectos
en el establecimiento el confidente le contó, tembloroso, que un temible Número
2, mercenario al servicio de Número 1, estaba en Cáledon buscando a la bolche.
Un Número 2 era un bicho gordo. Muy gordo. Era un
lugarteniente ejecutor del secretísimo y poderosísimo Número 1, el cerebro
invisible del más importante grupo delictivo y empresarial de la República. Un
complejo circuito de dinero y lealtades que iba mucho más allá de la ya de por
sí importante mafia de Davenport: drogas, armas, sexo, blanqueo de dinero a
gran escala, tentáculos en el sistema financiero, inmuebles, corporaciones
industriales, partidos políticos, crimen organizado… ¡Peligroso! ¡Muy
peligroso! Tanto o más que las propias BAB. Si el Número 1 quería capturar a la
Exiliada, estaba claro que aquella bolchevique valía su precio en oro. Santos
seguía la pista correcta.
Pateando más tugurios y presionando a más confidentes el
comisario también averiguó que las malas lenguas relacionaban al Número 2 con el
accidente del autobús. También la pista terminaba por llevarle al hospital.
También descubrió que en Cáledon funcionaba una
precaria organización conocida como la Red que ayudaba a cruzar la frontera. A
través de varios contactos con la mafia de Davenport, la red conseguía los
famosos papeles falsos con identidades reales para así introducir a sus
clientes en la República, o sacarlos en caso de que estuvieran perseguidos por
la policía. La red parecía coordinada por unas gemelas jovencitas, hijas de
milicianos rojos. Eran escurridizas y difíciles de capturar. Contaban con
varios pisos francos y simpatizantes en los barrios obreros de la ciudad. La
policía las buscaba por contrabando, acusadas de tener vínculos con la mafia.
Santos pensó que montar toda esa “Red” era demasiado complejo para dos chicas
jóvenes con poca experiencia. Para él estaba claro que detrás de ellas tenía
que haber alguien más experimentado y lo suficientemente listo como para pasar
completamente desapercibido.
A continuación, una joven prostituta le relató a
Santos como la Red había logrado el reencuentro entre una colega suya y su
padre huido al exilio con la guerra. Y otro soplón le confirmó que en esa red había
un confidente de las BAB. Quizás por eso la Red era tan escurridiza y difícil
de detectar y capturar: ¡una trampa a la espera de que regresara la bolche!
Y llegamos a la noche en que tenía que celebrarse la
asamblea, cuando Santos recibió una llamada telefónica del oficial de nariz
aguileña que trabajaba para el coronel Saúl: Sabían que había estado entrometiéndose.
Ya decidirían que hacer con él. Pero ahora le requerían junto a un número
suficiente de patrullas a su mando para desmantelar una célula bolchevique. La
trampa se había activado.
2.11
El polígono industrial en el que estábamos era uno de
los más extensos de Cáledon, pero también de los que más habían sufrido durante
la guerra civil. Albergaba fábricas semiderruidas, naves industriales
abandonadas y muchos escombros y basura. Numerosos sin-techo aprovechaban
aquellas ruinas de hormigón y metal para cobijarse de la lluvia y del frío.
También era un supermercado de la droga, muchachos-zombi acudían al polígono
para adquirir nirvana, la droga del momento: barata, potente, destructiva...
Una auténtica plaga de los barrios obreros consentida, e incluso impulsada, por
el gobierno.
Con todo, aun albergaba importantes industrias, entre
ellas la fábrica de Cia+Fia donde trabajaba Gloria. Además, más abajo había una
planta química, también de Cia+Fia, que contaminaba toda la zona con una
neblina amarillenta y fétida. También había numerosos talleres de soldadura y
calderería con sus característicos olores a herrumbre y soplete.
La asamblea iba a celebrarse en un antiguo almacén de logística
que había cerrado hacía poco. Suponíamos que nos encontraríamos con algunos
sin-techo, pero que al vernos se esconderían. Era el mejor lugar para celebrar
la reunión: Apartado del resto del polígono, con muchos accesos posibles: las
entradas principales y además varias salidas de servicio. Era difícil de rodear
y cualquier persona que se acercara podía ser detectada desde lejos.
Allí estaban los ocho trabajadores, incluida Gloria,
más nosotros cuatro. Nos presentaron a los trabajadores que no conocíamos,
cinco hombres y dos mujeres: Pep, orondo y calvo; James, negro como yo, alto y
musculoso; Andrés, rubito y menudo; Toño, feo y sudoroso; Selma, de ojos
rasgados y bajita y Mary, pálida, casi cadavérica, con unos intensos ojos
verdes. Excepto Selma que era de oficinas, los demás trabajaban en el taller.
Todos rozaban los treinta años.
Me impresionaron aquellos hombres. Vivíamos en un régimen
policial, con nulos derechos democráticos. A la mínima sospecha de que estaban
tratando de organizarse podían ser despedidos sin ninguna indemnización. Eran
valientes. Me fijé en aquellas caras, agotadas por diez horas de duro trabajo,
un trabajo intenso que arrancaba de su ser la energía vital necesaria en todo
ser humano. Y sin embargo allí estaban, cansados, pero excitados. Con miedo,
pero dispuestos. Era impresionante la capacidad de sacrificio de un trabajador
convencido de la necesidad de luchar. Ya lo había visto en el pasado: obreros y
obreras que despertaban a la vida gracias a la organización, que conquistaban
su dignidad luchando junto a otros obreros. Nunca dejaban de impresionarme, al
fin y al cabo yo no había dejado de ser una simple estudiante y en frente tenía
una pequeña demostración de la solidez que aportan los trabajadores. Y no
obstante, pese a todo, la sensación que me transmitían es que todos, o casi
todos desconfiaban de nuestra presencia. Y no era para menos. No lograríamos
nada de ellos hasta que no conquistáramos el derecho a ser escuchados.
Bruno pidió a Andrés que se encargara de la vigilancia
del almacén. Pablo se ofreció para acompañar al obrero.
- Ha sido mala idea reunirnos hoy - tomó la palabra
James -. Toda la ciudad está llena de policías por lo del hospital.
- ¿Y quiénes son estos tipos? - preguntó Mary.
- Ella luchó conmigo en la guerra antifascista - dijo
Bruno – confío plenamente en ella – explicó para tratar de rebajar la tensión y
la desconfianza presente en el almacén- Además tiene mucha experiencia en la formación
de sindicatos: antes de la guerra ayudó a los sindicatos jornaleros de New
Haven. Nos va a ayudar.
- ¡Es una bolchevique! – exclamó Selma con un evidente
gesto de precaución.
- Lo fui - reconocí –, pero ya no lo soy. - Mi
contundente afirmación parece que tranquilizó a los trabajadores.
- ¿En qué puede ayudarnos? - interrogó James.
- ¿No serán los que busca la policía? - Selma estaba
muy nerviosa - ¡Ay, madre! Me voy.
- ¡Espera! - le insistió Bruno. - Ella tiene
experiencia. Nos puede ayudar. Hemos comenzado esto porque estamos hartos de
que los jefes actúen injustamente. Tú misma, Selma, te has quejado un montón de
veces del acoso constante que sufres. Si actuamos sin ayuda, sin saber, nos
cazarán y nos despedirán.
- Todos sabemos qué hacemos algo peligroso - afirmó James
apoyando a Bruno. El trabajador pensó un momento y sentenció: - Escuchemos a la
mujer.
Me encontré entonces con dieciocho orejas esperando
mis palabras... Y no sabía muy bien que decir:
- Me han contado Bruno y Gloria que queréis
formar un sindicato.
- La situación
en la empresa empeora día a día – explicó James - Nos redujeron a todos el
salario y nos cambiaron el horario y los enlaces sindicales hacen lo que le
dice la empresa.
- ¿Aún tenéis enlaces sindicales?
Sabía que formalmente los sindicatos no estaban
prohibidos. En teoría había libertad sindical, pero en la práctica había un único
sindicato producto de la fusión obligada de los sindicatos no bolcheviques.
Todos los trabajadores estaban obligados a afiliarse a esta central única. Era
una especie de sindicato vertical, al servicio de los empresarios: la
Confederación Republicana de Trabajadores, CRT. Aún había comités de empresa,
pero las elecciones sindicales eran un mero trámite. Sólo podían elegirse a los
enlaces de la CRT y en teoría estaban encargados de actuar de intermediarios
entre los trabajadores y la empresa. A la hora de la verdad había una única lista,
elaborada a dedo por la empresa.
- Hace un mes despidieron a veinte trabajadores con
contratos en vigor y sin ninguna indemnización: No les dieron ni las gracias. El
comité no hizo nada, aunque un abogado nos dijo que incluso con el juez más pro-empresa
que nos hubiéramos encontrado, podríamos haber conseguido dinero para los
compañeros porque la legislación aún exige cumplir los contratos. – explicó
Bruno. - Salvo en los casos contemplados dentro de la Ley de Pacificación de la
República. Te puedes imaginar: bolchevismo, terrorismo, conspiración,
asociación ilícita…
- ¡Lo que está pasando es muy injusto! - protesto Toño,
a lo que todos cabecearon y refunfuñaron indignados.
- ¿Hablasteis entonces con un abogado? ¿Quién es?
¿Cómo le pagasteis? ¿Habéis creado una caja de resistencia o algo así? ¿Cuándo
son las elecciones a enlace sindical? – Pregunté.
- ¿El abogado? Un busca-pleitos que se pasó por el
taller - me respondió Bruno - Lo de la caja lo hablamos, pero por ahora no
hemos montado nada. Las elecciones son cada cuatro años, aún falta uno entero.
- ¿Los enlaces siguen, en teoría, protegidos por la
ley verdad? - A lo que Bruno asintió.
-Sólo pueden ser enlace los que tienen contrato
indefinido, nativo de la República, con antigüedad de 10 años en la CRT, es
decir, 10 años con contratos de trabajo legales, y de 5 años en la empresa.
Pero una vez elegido sólo un tribunal penal puede derogarlo si la empresa
demuestra que has cometido una falta grave o que vulneras la Ley de
Pacificación.
- No es mucho… pero es lo que hay. Creo que habrá que
tener paciencia. - y expuse mi punto de vista:
“El gobierno de la República está aprovechando la
devastación causada por las dos guerras para recortar uno a uno los derechos
que nuestros padres conquistaron durante las luchas contra la monarquía. Toda
su política pasa por beneficiar a los empresarios. Todos los cambios legales
esclavizan más y más al trabajador en su puesto de trabajo, mientras que los
empresarios se enriquecen a nuestra costa”
- Habla como una bolchevique - me interrumpió Selma,
pero los otros trabajadores la hicieron callar y me animaron a continuar:
“Ahora estamos desorganizados y débiles, producto de
las guerras, la represión, los graves errores que cometieron los
bolcheviques... Pero las cosas están cambiando. Fijaos en Sumailati.
Ya veremos que sucede en la Potencia Fascista, pero hacía décadas que no se
producía una movilización similar. Si cae el gobierno fascista de Sumailati
caerán las demás potencias. ¿Cuánto podrá aguantar la República? El gobierno no
es tan fuerte como parece. Y nosotros somos fuertes. Trabajadores, no podemos olvidar que nuestra fuerza descansa en
nuestro papel en la producción y que, organizados, tenemos capacidad para
responder al patrón, incluso en las peores condiciones.”
No me lo podía creer. Las palabras fluían por mi boca.
Hacía años que no hablaba así. Casi lo había olvidado. Todo aquello... Aquellas
verdades... Había comenzado muy nerviosa, pero ahora sentía una agradable sensación
de confianza y orgullo. Notaba que lo que decía conectaba con la experiencia de
aquellos trabajadores. Hablábamos el mismo idioma. Hacía mucho tiempo que no me
sentía tan bien. Vi que Víctor sonreía. Noté como Bruno tenía los ojos
iluminados. Incluso Pablo, pendiente de vigilar, no había podido evitar prestar
atención a mis palabras.
“Esta batalla se va a recrudecer y mientras no haya organización
el empresario se crecerá más y más. Pero inevitablemente, más trabajadores van
a buscar una salida colectiva... ¡No les va a quedar otro remedio! Y eso no será
necesariamente poco a poco, uno a uno... El cambio puede ser brusco, repentino.
Precisamente por eso no hay tiempo que perder. ¿Qué tiene que ser un sindicato
para vosotros? El compromiso de ayudaros unos a otros de manera colectiva: de
guardaros las espaldas, de prestaros mutuo apoyo, de responder firmes y como un
solo hombre.”
“Fijaros una cuota mensual, suficientemente alta, guardad
ese dinero en sitio seguro, empollad la legislación laboral para conocer los
puntos débiles y fuertes de la ley, no confiéis nunca en los jefes y tampoco en
los jueces. Trabajad de manera clandestina. No proclaméis públicamente nada.
Usad el boca a boca sólo con la gente de confianza. Sacad hojas que denuncien
los ataques de la empresa, pero no las repartáis públicamente. Financiaros con
las cuotas y con colectas. Id ampliando el círculo de confianza poco a poco,
ganado al sindicato a trabajadores dispuestos a comprometerse, probados.”
“Un buen objetivo a medio plazo es tener vuestro
propio candidato en las elecciones a enlace y ahí contar con los votos
suficientes para ganar. No actuéis a la ligera, pero tampoco os acobardéis.
Muchos compañeros vuestros os apoyarán. Si hay nuevos despidos, valorad la
posibilidad de alguna acción colectiva, pero sólo si los trabajadores están
dispuestos y, si lo veis posible, buscad un buen abogado. Pero la clave no
estará en los tribunales, estará en el apoyo dentro de la fábrica y en el grado
de organización que tengáis. Al principio habrá miedo. Es inevitable. Pero los
trabajadores os respetarán, y a medida que les demostréis qué vais en serio, se
sumarán.”
“Con el tiempo podréis marcaros otras metas,
coordinaros con otras fábricas y con otros trabajadores.
Porque no dudéis que esto que está pasando aquí, un pequeño núcleo de obreros
dispuestos a rebelarse, se está dando en otras muchas fábricas en todo el
territorio de la República. Será duro
y en el camino despedirán a compañeros. Habrá represalias y tratarán de
apoyarse en el miedo, pero aislados, solos, seréis figuras de plastilina en
manos de los empresarios.”
¡Qué contenta estaba! Veía a los trabajadores que sonreían,
que estaban insuflados con nuevos ánimos. Había puesto voz a sus anhelos. No había
dicho nada que ellos no supieran, pero lo había dicho en voz alta y para todos.
Era un comienzo.
Pero todo se torció.
2.12
La
idea que teníamos para el funcionamiento de la reunión era, cuando yo terminara
de hablar, iniciar un turno de palabras, preguntas, intervenciones… y así dar
pie a que los trabajadores pudieran expresar sus puntos de vista, sus temores,
dudas o propuestas. Y al final queríamos formalmente votar la conformación del
sindicato con una cuota mensual de 20 sólidos.
Pero
no pudo ser.
Fue
terminar mi discurso y la hasta entonces oscura nave, sólo iluminada con las
linternas que llevábamos, fue alumbrada por los poderosos focos de la policía.
Escuchamos una salva de disparos e inmediatamente apareció Pablo arrastrando el
cadáver de Andrés.
Reconozco
que me asusté. Todos lo estábamos. ¿Qué había pasado?, ¿Qué había hecho Pablo?
El muchacho estaba pálido y manchado por la sangre del trabajador. Por mi
cabeza pasó la idea de que Pablo había asesinado a Andrés. ¡Pero eso no podía
ser!
-
¡No los vimos! Aparecieron de repente… por todas partes... de la nada- trató de
explicar Pablo mientras soltaba el cadáver del trabajador. – Dispararon sin
previo aviso. Yo pude cubrirme… ¡fue todo tan rápido!
-
¡Ríndanse! – un megáfono de la policía - ¡Están rodeados!
Por
todas partes se escuchaban ruidos de botas.
-
Sabían que estábamos aquí. – Añadió Pablo.
-
¡No puede ser!
Bruno
miró a su esposa. Mi compañero de armas estaba desencajado, pero no era por la
policía en sí, era porque una horrible pesadilla, algo que ni siquiera se había
planteado como posible, tomaba forma. Y tomaba forma en esa mujer a la que
tanto quería, con la que había compartido tantos momentos. La madre de su hija.
Los ojos de Bruno expresaban todo eso... y más. No era rabia, ni odio... Era desprecio
y... ternura.
Gloria
lo comprendió. La traidora comenzó a llorar y a exclamar el nombre de su
marido: ¡Bruno! ¡Bruno!
James
agarró a Bruno del brazo y dejamos atrás a Gloria con la única compañía del
cadáver del trabajador asesinado. Los demás tratamos de ponernos a salvo por el
pasadizo de seguridad que habíamos previamente preparado.
Y
allí, ya sola, cayó de rodillas Gloria, llorando desconsolada, consciente de
que no sólo había traicionado al amor de su vida, sino también se había
traicionado a ella misma. Todo lo que había sido, todo lo bueno que podía
trasladar a su hija lo había destruido. Se había negado como persona. Ya no era
nada, sólo escoria.
-
Lo hice por ti... - Susurró Gloria en un tono casi imperceptible. Nunca
sabremos si esas palabras iban dirigidas a su amado Bruno o a su bebé... Poco
importaba.
Tras
ella surgió la oscura figura del coronel Saúl, seguido por su oficial de nariz
aguileña, el comisario Santos y varios soldados y policías. El coronel pasó de
largo de la delatora con zancadas amplias, pero tranquilas. Se quedó mirando la
puerta entreabierta por la que sus presas habían vuelto a escapar. Hizo un
gesto a su oficial y éste ejecutó allí mismo a Gloria de un disparo a bocajarro
en la cabeza.
Santos
notó un nudo en el estómago. Sabía que el coronel había prometido a la delatora
preservar a su familia a cambio de la Exiliada. Sin embargo, no había dudado en
ejecutarla, en asesinarla a sangre fría. El comisario cada vez tenía más claro
que aquel villano solo sabía de muerte y de traición.
Bruno
notó el disparo en el centro de su corazón, como si aquella bala le hubiera
reventado a él mismo. Lloraba y lloraba. Pero no dejaba de correr. Su instinto
de padre le decía que tenía que rescatar a su bebé.
Ya
lejos del almacén, cuando parecía que estábamos a salvo de las BAB y de la
policía, los trabajadores amagaron con irse a sus casas.
-
¡Ni se os ocurra! - les gritó Víctor -. Saben todos vuestros nombres e irán
directos a por vuestras familias. Llamad a casa y decidles a vuestras parejas e
hijos que se vayan inmediatamente. Que no hagan la maleta, que se vayan con lo
que lleven puesto. Que huyan corriendo y abandonen la ciudad y que os esperen
en el segundo motel, no en el primero, en el segundo motel que encuentren fuera
de Cáledon. Decidles que si no llegáis en hora y media, que vuelvan a huir y que
se olviden de vosotros.
Los
trabajadores, asustados, impresionados, paralizados, excitados... lentamente
razonaron la sabiduría de las palabras del anciano y le hicieron caso.
Bruno
también le escuchó, pero aquellos consejos no iban con él:
-
Tengo que salvar a mi bebé, capitana. - me dijo.
-
Y yo te ayudaré a hacerlo - le respondí sin vacilar y, seguida de cerca por
Pablo y -con muchas más dudas y algo de demora- por Víctor, corrimos hasta
nuestra furgoneta robada para tratar de rescatar a la hija de mi camarada.
2.13
Bruno conducía frenético la furgoneta hacia la casa de
los padres de Gloria. Quería llegar lo
antes posible, consciente de que el tiempo corría en contra de la protección de
su hija. Eso le hacía conducir como un loco. Se saltaba los discos y los
semáforos. Y nos ponía a todos en peligro. Por poco estuvimos a punto de comernos
un control policial. Pablo reaccionó a tiempo al verlo y, robándole el pedal a
Bruno, pisó afondo el freno. Fue arriesgado, pero evitamos el control. Víctor y
yo nos golpeamos contra los asientos delanteros y por poco no se empotró contra
nosotros el coche que nos seguía.
- ¡Estás loco! ¡Harás que nos maten! – le reprochó
Pablo a Bruno.
Pero Bruno era padre, y sólo podía pensar en su hija.
Motivos no le faltaban porque después de varias maniobras, el reflejo de un
fuego distante nos trajo muy malos augurios:
- Desde aquí es mejor que vayamos a pie - recomendó Pablo.
Así hicimos. Fuimos andando lentamente, mirando a
izquierda y derecha, avanzando hacia La Colmena. Y esos malos augurios parecían
cada vez más siniestros: El reflejo del fuego que nos iluminaba procedía
precisamente del bloque de viviendas donde se encontraba la casa de los suegros
de Bruno.
A medida que nos acercábamos se escucharon con más
claridad las sirenas. Sirenas de policía, bomberos y ambulancia. Cada vez había
más trasiego, vecinos evacuados, mirones, los sacrificados bomberos luchando
contra el fuego con pocos medios y recursos... Las ambulancias también llegaban
y todo estaba acordonado por la policía. Llegados a un punto todos nos
detuvimos salvo Bruno, que seguía avanzando como un loco, pero cada paso que
daba era más peligroso.
Traté de detenerle:
- ¡No podemos avanzar más! ¡Esto está lleno de
policías! - recuerdo que le dije, cruzándome en su camino, pero Bruno me
ignoraba. Sólo atendía al fuego y al horror que le causaba pensar que ya era
tarde, que su bebé había muerto pasto de las llamas.
Fue Pablo el que logró cortar el temerario avance de
Bruno. Le agarró primero del brazo y, al no lograr frenarle, le propinó un
puñetazo en la cara. Bruno por fin reaccionó, mientras el muchacho se dolía la
mano con la que había golpeado al abatido padre.
“El manitas”, mi compañero de armas en la milicia, estaba
desolado. Y no era para menos. Se sentó en un bordillo de la acera con el rojo
de las llamas brillándole en la calva. Se llevó las manos a la cara. Esa era la
noche más terrible de toda su vida. No había masacre en la guerra, ofensiva
salvaje o herida grave que pudiera compararse a lo que esa noche sentía. Bruno
estaba hundido y desgarrado.
Escuchamos algo. Primero un ruido. Luego el llanto de
un bebé. Bruno se incorporó como un resorte. Reconocería ese llanto de entre
miles de niños.
De un callejón oscuro surgió una sombra. Una sombra gruesa
que avanzaba lentamente sujetando algo con los dos brazos. Los llantos
procedían de su bulto. Nos acercamos. Era el comisario Santos. No lo
conocíamos, pero no lo olvidaremos. Nos traía el bebé de Bruno. El comisario
estaba empapado de sudor y de whisky. Tenía los ojos desorbitados y la cara
pálida.
- ¡Márchense de aquí! - nos dijo - El coronel Saúl
tiene agentes suyos por toda la zona. Uno de mis muchachos pudo salvar a su bebé
de toda esta locura.
El comisario le devolvió el bebé a su padre. Bruno se
lo llevó a su regazo como si fuera el tesoro más valioso del mundo. Y para él
así era. Había dado por perdida a su hija, ahora gracias a aquel desconocido la
recuperaba milagrosamente.
- Me había convencido de que la guerra había terminado
–continuó hablando Santos- Pero no es así ¿verdad?
La pregunta del comisario no era retórica. Realmente
aquel hombre se estaba cuestionando todo. Toda su vida, todas sus creencias… Bruno
ya sólo atendía a su bebé. Había dejado de llorar viéndose protegido por su
padre y ahora babeaba y sonreía como si no hubiera pasado nada. Yo, en cambio, sí
presté atención a aquel policía que miraba al bebé como hipnotizado.
- No descansarán hasta que la capturen, muchacha – me
dijo- Y no les importará dejar un reguero de sangre a su paso. ¡Márchense de Cáledon!
¡Abandonen la República! Mientras estén aquí, no dejará de morir gente inocente.
Y tras estas palabras Santos se fue, se alejó tal y
como había venido desapareció en la oscuridad.
- Apestaba a alcohol - dijo Pablo con frivolidad.
A mí sin embargo me había causado una enorme impresión.
No podía dejar de pensar en sus palabras: “Mientras estén aquí, no dejará de
morir gente inocente”. Pensé que todo lo que sucedía era por mi culpa. Si no me
largaba de la República, más inocentes morirían. Aquel bebé había estado a
punto de morir, de no ser por un desinteresado desconocido. Uno de esos héroes
anónimos que en los momentos más peligrosos surgen de entre la gente normal. Me
despedí mentalmente de Santos, que seguramente avanzaba, lentamente, pesado,
hacia su muerte. ¡Y que además, muy probablemente era consciente de ello! No
perdí más tiempo y conduje a mis compañeros de vuelta hacia la furgoneta. Dando
la espalda a aquel incendio y a las vidas de muchos obreros que lo acababan de
perder todo, pasto de las llamas... por mi culpa.
Lo
que yo no sabía era que un agente del coronel Saúl había sospechado de Santos,
le había seguido y había escuchado y olfateado nuestra conversación. Digo
“olfateado” porque me refiero a la asesina ciega. No le resultó complicado
conducirse por La Colmena siguiendo la fetidez de alcohol que dejaba Santos a
cada paso. Y a una distancia prudente como para pasar desapercibida, nos
escuchó. Con nuestras voces y nuestros olores la ciega podría localizarnos
donde quiera que fuésemos. A sus afilados sentidos, superiores a los de una
ciega normal, le añadía la tecnología: Más adelante, en un cruce de calles, haciéndose
pasar por una inocente chica semita y ciega, tropezó su bastón de manera
aparentemente casual con Víctor y, con un movimiento casi imperceptible, coló
en un bolsillo de su pantalón una diminuta, muy, muy pequeña pieza de metal. Se
trataba de un rastreador.
***
Santos volvió a su puesto junto al incendio. Más que
nunca quería dejarlo todo. Plantar pimientos y tomates... Ese era su sueño.
- Le faltaba a usted muy poco para jubilarse.
Eran los susurros, casi dulces, del coronel Saúl. El
líder de las BAB se elevaba tras el comisario, como siempre acompañado de su
oficial.
- Es una pena comisario.
A la mañana siguiente el incendio en la Colmena ya
estaba extinguido. Había causado más de veinte muertos y más de sesenta
familias se habían quedado sin hogar. No fue el único de esa noche, pero sí el
más grave. Entre las cenizas apareció un cadáver que no estaba afectado por las
llamas. Era el de un hombre, un rechoncho y grasiento comisario de policía. Le
habían acuchillado en el vientre. Según la prensa oficial, se trataba de un comisario
borracho, corrupto e incompetente. Tenía tratos con la mafia y supuestamente le
habían asesinado en un ajuste de cuentas. Punto final.
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