6. EL ASESINO
6.1
Davenport
es el principal puerto de la República. Lo era desde tiempos inmemorables gracias
a su ubicación: una bahía protegida de los golpes del mar, fácilmente
defendible y con suficiente profundidad, sin necesidad de ser dragada, para que
puedan atracar barcos de gran calado. Aun se cuentan historias de piratas, de
sirenas, tesoros y ballenas relacionadas con Davenport. Desde Davenport, tanto
los productos industriales de Cáledon como los agrícolas de New Haven se distribuyen
a otros países, tanto a los países del continente como a las antiguas colonias.
Pero sobre todo llegan productos. La República exporta, pero sobre todo
importa: combustible, tecnología, ropa... Miles de contenedores se almacenan en
el puerto de la ciudad con productos esenciales para la economía republicana y
la vida de sus pobladores.
Los estibadores del puerto de Davenport habían sido una parte importante de la columna vertebral del Partido bolchevique. Ya durante décadas habían jugado un importante papel en la lucha de clases. Por ejemplo, cuando las Potencias fascistas comenzaron a ascender en la política continental, los estibadores boicotearon sucesivamente el envío desde la República de armas y productos de factible uso bélico para los gobiernos fascistas. Esta acción fue respondida por el entonces gobierno socialdemócrata republicano con la militarización del puerto de Davenport, para garantizar los tratados comerciales internacionales. Y sí, con la represión los tratados finalmente se respetaron, eso sí, con mucha resistencia por parte de los estibadores, pero para el gobierno socialdemócrata, desgastado y desprestigiado, el enfrentamiento directo con los estibadores sería un tremendo clavo en su ataúd: poco después terminaría cayendo, dando paso a la coalición demócrata-republicana que iría conformando el actual Partido gobernante. Como resultado de todo aquello, cientos de estibadores se fueron pasando en masa al bolchevismo.
Años
después, al concluir la guerra antifascista, al parecer en Davenport los
estibadores llevaron las proclamas de Jaime contra el gobierno de la República
hasta el final. Paralizaron el puerto, tomaron las calles, ocuparon los
edificios oficiales y proclamaron la Comuna de Davenport. La ciudad estaba en
sus manos. Pero el ardor revolucionario de los estibadores no era igual de
compartido ni por la masa rural que rodeaba la ciudad, ni por otros colectivos
de trabajadores más desgastados por la guerra. Éstos, justificados por el viejo
Comité Central, echaban en cara a los estibadores que ellos no habían sido llamados
a armas en la guerra porque el gobierno les necesitaba para mantener el
funcionamiento del puerto.
Jaime
trató de enviar algunas de sus milicias para que la Comuna de Davenport resistiera.
Pero no pudieron atravesar las líneas enemigas. Mientras tanto la ciudad,
aislada, cercada, sufrió duros bombardeos de aviación y artillería y finalmente
los estibadores, a su pesar, se rindieron.
La
represión fue salvaje. Fusilados, cárcel, linchamientos... Prácticamente toda la
plantilla del puerto fue reemplazada por gente nueva, traída del campo o
compuesta de gente que se había mantenido leal a la República. El gobierno
quería que nada volviera a ser igual en Davenport. Necesitaba su puerto, pero
necesitaba otros estibadores.
El
sindicato estibador ahora prohibido fue reemplazado por una poderosa mafia,
vinculada a los negocios más espurios de las cloacas republicanas y que
controla por completo la CTR de Davenport. La Mafia de Davenport utiliza el
puerto para impulsar un floreciente tráfico de drogas, armas y mujeres, los
tres grandes negocios que mueven millones y millones de sólidos. Los grandes
financieros republicanos blanquean allí su dinero, las autoridades miran hacia
otro lado tras su correspondiente comisión y los negocios locales son
mayoritariamente propiedad de la mafia, cerrando un círculo que fusiona a
empresarios, políticos, banqueros y mafiosos: son las mismas personas, los
mismos intereses. La barbarie y la corrupción habían sustituido a la
revolución.
6.2
Para
entrar en Davenport teníamos que atravesar el puerto. Por primera vez desde mi
exilio pude ver el mar. Siendo de New Haven la mayor parte de mi vida la había
pasado en el interior, sin embargo, había algo en el mar que me atraía, que me
relajaba, que calmaba mis nervios. Pero las olas encrespadas pronto se
ocultaron tras las estructuras portuarias.
Allí
decenas de contenedores se apilaban en una gran explanada situada entre la
carretera y el mar. Dentro de esos contenedores habría productos para el mercado
legal, pero, sin duda, también contrabando. Pese a que ya era bastante tarde
–una vez más pasamos casi todo el día en la furgoneta viajando-, había
muchísimo movimiento en el puerto. Los estibadores trabajaban desde antes de
los primeros rayos de sol hasta bien entrada la noche. Eran hombres grandes y musculosos...
aunque también con prominentes barrigas cerveceras. Las grúas gruñían en su
movimiento. Al fondo del puerto, los barcos hacían notar su presencia con sus
luces y sirenas. Todo era gris. El cielo, las nubes, el asfalto, el hormigón, las
gaviotas... El alma de muchos de los habitantes de Davenport.
-
Aquí podríamos conseguir papeles en regla - explicó Pablo mientras conducía -.
Con ellos podríamos irnos de la República. Dejar atrás las peleas, las
muertes... - Se le iluminaron los ojos soñando en la anhelada libertad que no
lograba alcanzar. Por un instante, tras todos los conflictos en New Haven, Pablo
volvía a ser aquel muchacho inocente e inofensivo que me había encontrado en el
hospital de Cáledon.
-
¿Quieres irte de la República? - le pregunté a la vez que le pasaba mi mano por
su hombro derecho desde la parte de atrás de la furgoneta.
-
Tú no te irás, ¿verdad?
-
Tal vez cuando termine este trabajo. Cuando encuentre a los antiguos
bolcheviques que quedan. Después, no sé… nada me retiene aquí.
Noté
como, mientras Pablo se relajaba, el rostro de Helena se enturbiaba. Me di
cuenta de que lo que acababa de decir no era del todo cierto y que mis palabras
le habían herido. No podía jugar con los sentimientos de las personas. Allí
donde iba mis acciones seguían haciendo daño, ya fueran inocentes, ya fueran
mis amigos y aliados... Me acordé del bebé de Bruno... Y me vino a la mente el
recuerdo de aquel comisario gordito llamado Santos que había ofrecido su vida
por la del bebé.
-
No obstante – Víctor y su pragmatismo interrumpió mis reflexiones - los papeles
nos vendrían muy bien. ¿Dónde los podríamos conseguir?
-
Conozco a un tipo llamado Karl Renó que nos los podría facilitar, a un precio
claro. Encontrarlo no sería complicado, regenta una discoteca famosilla de
Davenport.
-
¿Tuviste que acudir a sus servicios en el pasado, Pablo? - Era Helena la que
interrogaba incisiva. - Alguien que pelea como tú no es un civil normal.
-
¡Ah! ¡Cállate! - le espetó con una tremenda brusquedad Pablo, pero Helena
continuaba hablando:
-Eres
joven, pero no lo suficiente como para no haber participado en la guerra civil.
-¡Qué
te calles! – Víctor parecía disfrutar escuchando la pelea, yo no sabía qué
hacer, cómo interceder. Pablo ya se había mostrado incómodo con Roger, y Víctor
desconfiaba de Helena. Sólo faltaba que las indiscreciones de nuestra nueva
compañera complicaran aún más la armonía del grupo.
-
Tras la cual, ¿por qué necesitarías una nueva identidad? - terminó la ciega
dejando aquella duda en el aire.
-¡Basta!
El
grito de Pablo resonó en toda la furgoneta. Frenó bruscamente, a punto de
provocar un accidente: El coche que iba detrás de nosotros pudo maniobrar a
duras penas para evitar un golpe. Pablo estaba alterado, nervioso, apunto de
ponerse a llorar.
-¡Deja
al muchacho, asesina! – Víctor, sobresaltado por el frenazo aprovechó la
oportunidad para mostrar una vez más su rechazo a Helena y, de paso, ganar unos
puntos de cara a Pablo. – ¡Tú has venido aquí para destruirnos, para
enfrentarnos!
Ahora
era Helena la ofendida. ¿Qué tenía que hacer ella para demostrar que ya no
tenía intención de asesinar a aquel viejo? Víctor siempre estaba ahí, dispuesto
a envenenar su relación conmigo, a dudar de sus palabras y acciones. Ese viejo
-pensaba Helena- no entiende todo lo que he pasado para estar aquí ahora. En
todo caso, yo también sabía que Pablo ocultaba cosas de su pasado y que no todo
el mundo tenía esas habilidades en la lucha.
-
Si te he ofendido, Pablo, te pido mil disculpas. Seguía un hilo de
razonamiento, pero no quería herirte. Lo siento.
Las
disculpas de Helena parecían surtir efecto y tranquilizaron a Pablo. Era Víctor
el único que continuaba nervioso.
Volví
a pasar mi mano por el hombro derecho de Pablo, siempre buscando que el
muchacho se relajara, pero en esta ocasión, con la otra mano rocé con suavidad
a Helena. A ella le dediqué una amplia sonrisa, pero sé que la ciega no podía
verla. No obstante el contacto de mis dedos la tranquilizó, me cogió con ternura
la mano. Mientras, Pablo, mucho más calmado, reanudaba el viaje. En los
siguientes metros reino un completo silencio. Sólo Víctor, unos cuantos
kilómetros más adelante, cuando ya habíamos dejado atrás el puerto y nos
adentrábamos en la ciudad, se atrevió a abrir la boca para pedirle a Pablo
que nos llevara a esa discoteca famosa donde conseguir los papeles.
6.3
Podíamos
haber optado por descansar.
Llevábamos
quince horas en la furgoneta desde que habíamos salido de New Haven. El viaje
había sido largo y tedioso. Una vez más habíamos evitado las autopistas y mi
culo lo había notado: ¡me dolía horrores! Y también la cabeza, de las curvas y
vaivenes del viaje.
Pero
las discotecas sólo abren de noche y, por tanto, descansar suponía perder otras
24 horas. Además no teníamos dónde ir. Sin refugio, sin amigos... Seguíamos sin
papeles, pero una vez los consiguiéramos podríamos volver a pisar una pensión o
un hostal para dormir. La oferta de Pablo era muy tentadora: Con una nueva
identidad desconocida para las BAB sería más sencillo encontrar a los viejos bolcheviques.
Y no teníamos ninguna pista del paradero de Luisma, escondido en aquella gran
ciudad.
Ciertamente,
la aventura entrañaba riesgos ya que los papeles nos los conseguiría un
contacto de la mafia y, cerca de la mafia era probable que nos encontráramos con
gente interesada en encontrarnos. Yo no me refería a as BAB precisamente. Me
refería a Número 2 y a sus paramilitares. Pero era un riesgo a asumir. Pablo
parecía muy convencido. Sin duda, en la última discusión en la furgoneta,
Helena había acertado de lleno sobre su misterioso pasado.
La
discoteca a la que íbamos se llamaba “Infierno”. Como ésta habría otras diez o
doce discotecas del mismo nombre esparcidas por la República. Y había cientos
de lugares similares en todo el territorio. Allí hacinaban a la juventud –y se
enriquecían a costa de su salud-. “Infierno” se situaba en una antigua nave
industrial situada en medio de un polígono industrial abandonado.
Pese
al puerto, Davenport era una ciudad en decadencia. La industria cerraba y donde
antes había producción y trabajo ahora sólo había vatios, alcohol y pastillas.
Donde antes había trabajadores, ahora había parados, camellos y drogadictos...
Desde las guerras el consumo de drogas se había disparado, sobre todo entre la
juventud y las generaciones que habían luchado en el frente. Yo misma, como ya
os conté, caí en el exilio. Era una manera sencilla de pasar el tiempo, de no
pensar, no recordar... En las mismas ciudades donde las Juventudes bolcheviques
organizaban a miles de jóvenes era donde ahora más droga circulaba: nirvana,
loto dulce, pastillas, gas de la risa...
Los
jóvenes en la República se habían convertido en una masa insatisfecha y
asqueada por cómo funcionaba el mundo, pero sin ninguna expectativa de futuro,
sin ninguna alternativa, ni referencia, se abandonaban a un ocio destructivo,
consumiendo las horas entre alcohol y drogas varias. El propio gobierno
fomentaba aquella destrucción: preferían a una juventud embriagada que en la
calle luchando. Mientras por un lado consentían la difusión y la distribución
de estas sustancias ilegales (a través de unas redes de narcotraficantes
vinculadas al propio aparato estatal, a los grandes empresarios, banqueros que
blanqueaban y convertían en “respetable” aquel dinero y todo tipo de aventureros y “emprendedores” vinculados
al Partido Demócrata-Republicano), por otro lado, en los medios de comunicación
(propiedad de las mismas personas) se había declarado una guerra unilateral
contra la juventud acusándoles de todos los males de la sociedad: vagos que no
querían trabajar, violentos que provocaban alborotos y peleas, viciosos
amorales sólo dispuestos a destruir sus propias neuronas… La República no
olvidaba que el Partido bolchevique era, ante todo, un partido de jóvenes: con
los jóvenes jornaleros, los jóvenes obreros, los jóvenes mineros, los jóvenes
parados, los jóvenes estibadores… La juventud de Davenport, protagonista de la
Comuna Jaimista era especialmente odiada.
“Infierno”.
Iluminados por sus letreros y anuncios de
neón, una larga cola de chicos y chicas de entre quince y veintitantos años se
desesperaban por entrar. Algunas chicas buscaban congraciarse con los porteros,
creyendo que así podrían librarse de la espera, puede que de la entrada e incluso
que consiguieran algunas consumiciones gratis e incluso alguna ralla o
pastilla. Los porteros eran armarios de gimnasio. Por su aspecto recordaban a
los fascistas de New Haven. De hecho las empresas de seguridad les suelen
contratar para golpear a muchachos borrachos y forzar a chicas indefensas...
Eso sí, en beneficio del orden.
En
la otra acera, mirando esas colas, a toda esa gente, estábamos nosotros,
valorando que íbamos a hacer a continuación.
6.4
-
Dentro encontraremos a Karl Renó. Él nos podrá conseguir los papeles falsos -
nos informó Pablo.
- Yo no puedo entrar en una discoteca Exiliada. Demasiado sonido, mucho volumen y mucha gente - me explicó Helena.
- Yo no puedo entrar en una discoteca Exiliada. Demasiado sonido, mucho volumen y mucha gente - me explicó Helena.
-
Puedo ir sólo. No os preocupéis por mí. ¿Veis todas esas chavalillas? – Pablo
señalaba a las adolescentes de la cola – Están deseando ayudarme. ¡Pero aún no
lo saben!
-
¡No digas tonterías Pablo! – Exclamé un poco irritada – No cuestiono que estés
acostumbrado a estos ambientes, pero en esta ocasión podría ser peligroso.
Estamos hablando de la mafia.
-
¿Y qué pasa? – Pablo no se tomó muy bien mis cautelas -¿No crees que puedo
cuidarme por mi mismo? Perdona, pero no soy un niño indefenso. Ya me has visto
actuar.
-
Me da igual. Iré contigo.
-
¡No pretenderás que me quede aquí solo con la asesina! - protestó Víctor.
-
Puedes venir si quieres - le espeté.
-
¿A una discoteca llena de ruidos y adolescentes drogados? ¿Estás loca?
Me
encogí de hombros y me despedí de Helena acariciándole el brazo. Ella
asintió con la cabeza como si me confirmara que podía irme tranquila.
Pero
tranquila no estaba.
Cruzamos
la calle y Pablo se acercó a los porteros apartando a un grupo de muchachas
jovencitas que revoloteaban buscando “pases V.I.P.”. A uno de aquellos gorilas
le dijo algo al oído. Supongo que le preguntaría por ese tal Renó. Lo que fuera
que le dijese fue útil porque nos dejaron pasar, para desesperación de los que
hacían cola que protestaron en vano. Entramos para sumergirnos en los retumbes
y vibraciones de la música, en el calor de los focos y el sudor de los asistentes.
Atrás
quedaron Víctor y Helena. Silenciosos. Pendientes el uno del otro. Sobre todo
Víctor estaba muy nervioso. Seguía sin fiarse de la ciega. A partir del momento
en que Pablo y yo entramos en la discoteca, el anciano no dejó de mirar su
reloj, como si el tiempo no transcurriera. Pasados unos instantes, Helena se
apoyó en la furgoneta y se puso a golpear rítmicamente el suelo con su bastón
como si siguiese el ritmo de alguna canción. A Víctor le pudo su curiosidad.
-
¿Escuchas la música que suena dentro? - le preguntó nervioso.
-
Escucho... Noto las vibraciones.
-
¿Es verdad que ya no vas a matarme? – le preguntó como el que no quiere la
cosa.
-
Se lo he prometido a la Exiliada.
Volvieron
a estar callados durante un buen rato.
-
¿Por qué quiere matarte Saúl? - Fue Helena la que rompió por esta vez el
silencio. Víctor se quedó pensativo por un rato.
-
Porque él sabe quién soy - le respondió. Parecía que la pregunta de Helena le
tranquilizó de golpe, como si revelara muchas cosas. Así que, visiblemente
relajado se volvió hacia la furgoneta y se acomodó en el asiento del copiloto
pensando incluso en dormir una siesta.
6.5
Nada
más entrar en “Infierno” tras pagar la entrada, había un ropero y unas
escaleras que bajaban a la pista. La luz que predominaba era rojiza creando un
ambiente intenso y sofocante. Los bafles graves retumbaban sin cesar y el suelo
estaba pegajoso. Fuimos bajando los escalones cruzándonos con algunos clientes
de la discoteca: parejas que se daban el lote apoyados contra la pared,
muchachas que subían ligeras de ropa, sofocadas y considerablemente bebidas...
Abajo del todo la luz roja se apagaba y la oscuridad se abría paso. A nuestros
lados se extendían unos pasillos negros, sin nada de luz. Allí olía a sexo.
Cruzamos esos pasillos y el volumen de la música se incrementó
cualitativamente. Llegamos a la pista: cientos de jóvenes bailando, focos
iluminando intermitentemente al ritmo de la música, luces láser, juegos de
iluminación imitando el fuego del infierno, tarimas con bailarinas disfrazadas
de diablesas casi desnudas...
Pablo
me cogió de la mano y juntos atravesamos una zona de la pista de baile. A
nuestro alrededor los muchachos y muchachas se contorsionaban y agitaban
siguiendo la música. Sus mandíbulas estaban desencajadas y muchos cerraban los
ojos para dejarse llevar por el ritmo. Ellas en general bailaban mucho mejor y
sus movimientos eran eróticos. Quizás mis gustos distorsionaban mi percepción.
Para mí, ellos, sobre todo, se pavoneaban en torno a las chicas, se aproximaban
buscando la excusa para bailar junto a ellas o para saludarlas o para
acariciarlas, o para abordarlas con todas las consecuencias…
Inevitablemente
recordé mi adolescencia, cuando acudía a lugares así para hacer locuras,
jajaja, calentar a los chicos –por qué no reconocerlo jajaja- y buscar alguna
aventura nocturna que rompiera la monotonía de la semana. El Partido primero y
luego Verónica me sacaron de esos lugares y desde entonces no había vuelto a pisar
ninguna discoteca.
Llegamos
a una barra. Pablo me preguntó qué quería y pidió dos vodkas con limón. Para
escucharnos teníamos que acercarnos y hablar al oído. Noté que cada vez que
hablaba, Pablo aprovechaba para pasarme el brazo por la cintura.
-
¡Mira allí! - Pablo señaló a unos reservados. Estaba sentado un hombre maduro y
trajeado rodeado de cinco o seis veinteañeras. Bebían una botella de champagne.
Me fije y también había matones, probablemente armados. - Ese es Karl Renó. El
barman me ha dicho que esperemos, que vendrán a buscarnos.
Pablo
se bebió su cubata casi de un trago y pidió otros dos. Vio que el mío estaba
casi intacto.
-
Pensaba que una miliciana como tú serías más “marimacho” para beber. - Me gritó
al oído. Yo negué con la cabeza. - No me pareces una “marimacho”. – Añadió como
disculpándose.
No
me gustaba hacia donde iba la conversación. Sonreí levemente sin dejar de mirar
hacia la pista, mientras tomaba un pequeño sorbo de mi primer cubata. Quería
que Pablo notara que estaba incomoda.
-
Roger dice que eres una boyera - continuó Pablo. - Ese maldito gordo tartaja.
Te quería llevar a la cama. Jajajaja. Yo sabía que no lo lograría. ¡Será
pajero!
Pablo
se tomó el segundo cubata también de un trago. O Renó nos reclamaba pronto o la
cosa se iba a desmadrar. Como vio que yo aún bebía mi primera consumición,
agarró la segunda que había pedido para mí, que aún esperaba sobre la
barra. Pasó un par de minutos sin decirme nada, concentrado en su tercer
cubata.
-
No tengo nada que hacer contigo ¿verdad? - me dijo por fin.
Pablo
parecía desgarrado por dentro. El momento crítico había llegado y no había nada
que yo pudiera decirle que le hiciera sentirse bien. Odiaba esa situación. No
era la primera vez que sucedía. Grandes muchachos, que yo creía mis amigos,
sentían más de lo que yo podía ofrecerles.
-
Piensas que soy un crio - detestaba que cayeran en la autocompasión. - Crees
que estoy loco. - Y me miró con unos ojos... ¡Esos ojos! ¡Me asustaron!
-
Escucha... - Intenté hacerle razonar. No me dejó decirle nada.
-
¡Vámonos! ¡Vente conmigo! Cogemos los papeles y nos largamos. ¡Tú y yo!
Negué
con la cabeza.
-
¡Te quiero! - me dijo desesperado mientras me trataba de abrazar.
-
Pablo, no digas eso. - Pude por fin articular mientras me escabullía de sus
brazos - No nos conocemos... - ¡Error! No hay que usar nunca “frases estándar”
-
¡Y a la ciega la conoces! - me gritó. - A esa malnacida que ha tratado de
asesinar a Víctor.
Las
escusas nunca sirven porque, la realidad, siempre las desmienten.
-
Es distinto.
No
le sirvió. Tiró el cubata al suelo. Estaba loco de rabia y me entró miedo.
-
¡No me dejes! ¡Vente conmigo! – volvió a balbucear.
Justo
en ese momento dos matones se acercaron a nosotros.
-
Karl Renó os espera.
Para
mí fue un alivio.
6.6
El
señor Renó no tenía pinta de señor a pesar de que vestía con ropa cara: Delgado
–cadavérico diría yo- y de ojos oscuros, su pelo estaba grasiento y su nariz y
sus dientes se veían estropeados, carcomidos, seguramente muy dañados por el
consumo habitual de droga, o al menos un consumo elevado durante su juventud. Ahora
era un cuarentón estropeado por la vida y que, aunque trataba de no parecerlo,
no podía dejar de encubrir un cierto aire carcelario. Renó, eso sí, estaba
flanqueado por cuatro chicas adolescentes muy ligeras de ropa y con las pupilas
dilatadas. Eran ellas las que bebían el champagne, porque Karl Renó prefería
degustar un cubata de color oscuro, posiblemente whisky, con nada de hielo.
Por
alguna propiedad de la acústica de la discoteca, en aquellos reservados la música
se escuchaba con bastante menos volumen y se podía hablar razonablemente bien.
-¡Mi
joven asesino! ¡Cuánto tiempo! – El saludo de Renó a Pablo sonó tan falso como
su sonrisa que era más bien una mueca burlona. - Aposté mucho dinero a que
volverías ¡jajajaja!
Las
amiguitas de Renó no nos quitaban el ojo de encima. Parecíamos divertirles y
nos dedicaban miradas de interés, cuchicheos y sonrisas cínicas.
-
Ahora es distinto. – Respondió Pablo.
-¿Distinto?
¡Jajajaja! Venga ya, amigo Laso...
-
¡Pablo! ¡Ahora soy Pablo!
¿Su
joven asesino? ¿Amigo Laso?
Pablo
se mostraba irritado y no se atrevía a mirarme, no sé si por la vergüenza provocada
por mi rechazo o por todos aquellos secretos que ahora podían revelarse...
Probablemente por las dos cosas.
-
Quieres mi ayuda – afirmó Renó cambiando su sonrisa por un gesto serio y frío -.
Por eso estas aquí. Supongo que quieres nuevos papeles. Para ti y para esa
zorrilla tuya, supongo.
-
No es ninguna zorrilla - contestó Pablo amagando con abalanzarse sobre Renó. Le
sujeté del brazo para evitar tonterías innecesarias -. Necesito cuatro papeles.
-
¡Cuatro! y ¿cómo piensas pagarme?
-
Conseguiremos suficientes sólidos. - intervine yo.
-
La zorrita habla. - Y aquel ser repulsivo volvió a sonreír mientras bebía un
lingotazo del cubata. - Cuatro papeles... cuando ofrecen mucho más dinero por
vosotros.
Se
nos cambió la cara. Todos se percataron y se rieron de nuestra ingenuidad. Renó
el que más, pero sus chavalas también lo hacían sin ningún pudor. Nos habían
pillado completamente por sorpresa. Habían estado jugando con nosotros: ya de
antemano tenían decidido entregarnos. Sin embargo, Renó prefería seguir
divirtiéndose a nuestra costa. Hizo un gesto para que cesaran las risas.
-
Tengo que pensarlo Laso. ¿Somos amigos, verdad? Esperad en aquella barra -
señalando a donde habíamos estado previamente - Os invita la casa. Pensaré en lo
vuestro y os haré una oferta.
Y
Renó nos dedicó una amplia y desagradable sonrisa mientras dos de sus matones
nos acompañaban.
6.7
¿Y
ahora qué?
Volvimos
a la barra, siempre bajo la atenta mirada de los matones de Renó, y el camarero
nos puso otros dos cubatas. Pablo -que seguía sin ser capaz de mirarme a los
ojos- procedía a beber cuando le detuve con el brazo.
-
Esto no es seguro Pablo, deberíamos irnos.
-
¿Qué importa eso ahora...? - Estaba abatido, lloroso...
-
Pablo, por favor...
-
¡No me llames Pablo! ¡Pablo no existe! Soy Laso.
-
Laso, Pablo... ¡Qué importa! Tenemos que irnos.
Pero
Pablo no reaccionaba. Estaba inmerso en su autocompasión. Se ahogaba en sus
propios monstruos, en sus propias pesadillas interiores. El alcohol y el
cansancio… tampoco ayudaban.
-
¡Pablo escúchame! No me fio de Renó. Mencionó una recompensa. Nuestra cabeza
tiene precio y en estos momentos, seguro que vienen a por nosotros. ¡Tenemos
que largarnos de aquí cuanto antes!
No
sabía muy bien qué hacer. Allí seguían aquellos matones vigilándonos. ¡Pero
teníamos que irnos allí! Agarré a Pablo y tiré de él hacia mí, con la intención
de espabilarlo, de hacerle reaccionar, pero entonces, un montón de adolescentes
se abalanzaron sobre la barra del bar empujándonos y apartándonos de allí,
lejos de los matones de Renó.
***
Helena
se sobresaltó. Continuaba vigilando junto a la furgoneta, en frente de la
entrada principal de “Infierno”. Estaba nerviosa porque creía que Pablo y yo tardábamos
mucho en salir. Cada minuto que pasaba estaba más convencida de que dentro había
pasado algo. Y entonces escuchó las ruedas frenando de un vehículo grande y
potente, probablemente un todoterreno o algún vehículo similar. Efectivamente,
se trataba de un todoterreno muy grande que, tras aparecer a gran velocidad, bruscamente
se paraba en frente de la discoteca.
Helena
en seguida sospechó. Llamó a Víctor para que se despertara de su siesta,
mientras escuchaba como las puertas del todoterreno se abrían y al menos seis
personas robustas y con botas militares se bajaban. Víctor abrió lentamente los
ojos, pero lo que vio pronto lo desperezó: los paramilitares dispersaban a
empujones y guantazos la cola de adolescentes a la puerta de “Infierno” y,
escoltando a Número 2, pasaban al interior.
6.8
-
¡Aquí, aquí!
Una
chiquilla me cogió del brazo y me indicó que la siguiéramos. Era una de las
adolescentes que acompañaban a Renó en los reservados. Ahora en solitario, su
edad era más evidente: era muy, muy, joven, trece, catorce… como muchísimo
quince años. Era oriental de ojos rasgados, piel muy clara, tenía una melena
larga, muy lisa y oscura y sólo vestía con una especie de bikini moderno de dos
piezas y colores vivos, un liguero y tacones de aguja que la elevaban veinte
centímetros. La chica había aprovechado –y posiblemente organizado- la avalancha
de adolescentes para buscarnos y sacarnos de allí. Pedían todos en la barra y
se interponían entre nosotros y los matones de Renó que no lograban apartarlos
aunque lo intentaban.
Uno
de los matones al tratar de abrirse paso al parecer rozó el trasero de una
chica. Ésta se revolvió, le abofeteó, un chicho se encaró al matón y ya estaba
liada una pelea muy apropiada para escapar.
-
¡Venid! ¡Venid! ¡Rápido!
No
teníamos nada que perder acompañándola. Siempre sería mejor que con los matones
de Renó. Arrastré a Pablo, cada vez más afectado por su ingesta de alcohol y
seguimos a la cría. Mientras escapábamos hubo algo que me llamó poderosamente la
atención en la entrada de la discoteca. Algo familiar. Miré más detenidamente y
lo que vi no me gustó nada: Número 2 y sus paramilitares habían entrado en “Infierno”.
Los matones de Renó seguían tratando de alcanzarnos, apartando a los
adolescentes de en medio, pero más y más chavales - presumo que amigos de la
chica- seguían cruzándose en su camino, tirándoles consumiciones, provocando
choques... Alertada la chica de la llegada de los paramilitares, nos deslizamos
todo lo rápido que la borrachera de Pablo nos permitía hacia una zona exclusiva
de los trabajadores de la discoteca, pero antes de alcanzar esa salida, a
nuestra espalda la situación se complicó:
Los
paramilitares dispararon una salva de sus automáticas al techo de la discoteca que
provocó una ola de caos incontrolado. La música cesó y las avalanchas humanas
se sucedieron, pero ya no los amigos de la chica, ahora toda la discoteca: todo
el mundo gritaba atemorizado y trataba de huir, buscaban una salida que les
alejara de aquel grupo de locos armados. Aquello iba camino de convertirse en
una catástrofe. A duras penas pudimos avanzar hacia nuestro destino, empujados
y arroyados por decenas de jóvenes aterrados. El agobio y la falta de oxígeno
estuvieron a punto de tumbar a Pablo. Se oyeron más disparos, pero ya no podía
ver qué sucedía. También se apagaron los focos. En aquella oscuridad hubo un
grito de terror unánime. Parecía que pasaba una eternidad hasta que por fin se
encendieron las luces de emergencia.
Por
suerte para nosotros, otro amigo de la muchacha nos ayudó a colarnos por un
pasillo de servicio que conducía a una salida posterior. Dejamos atrás una
ratonera en la que, luego supimos, perdieron la vida tres chiquillas arroyadas
por la masa y otros dos, alcanzados por las balas de los paramilitares, más
varias decenas de heridos.
Salimos
a un callejón lleno de basura, contenedores saturados de desperdicios, botellas
de cristal rotas, charcos de agua fétida y vómitos... ¡Pero al menos se podía
respirar! Pablo se puso a vomitar junto a unas cajas apiladas de cartón y yo me
fijé en nuestra rescatadora: como os dije, una cría de no más de catorce o quince
años, extremadamente delgada, de rasgos cadavéricos y ojeras, con la piel tan
blanca que casi adoptaba tonos azulados. De un bolsito negro que llevaba
colgando del hombro sacó un chubasquero amarillo muy opaco con el que se cubrió
su cuerpo casi desnudo. También unas zapatillas con las que descansar sus pies
de los tacones. Los zapatos para la disco no los guardó, simplemente los cogió
con la mano para llevárselos a donde fuera que nos llevara.
Mientras
se hacía una coleta con la que se recogió el pelo, nos explicó quién era:
-
Me llamo Melisán. -A pesar de la fragilidad de su cuerpo, tenía fuerza en la
voz y en el carácter-. Sabía que Karl os tendía una trampa. Así que os ayudé. Estoy
cansada de Karl. Y ahora tenemos que irnos. Os siguen buscando.
La
chiquilla se puso ya a correr.
-
¡Espera! - le dije- Mis amigos me esperan con una furgoneta frente a la
discoteca.
-
Mmm… No me gusta - nos dijo, pero nos llevó hacia allí. Más bien me llevó a mí.
Yo era quien llevaba a Pablo que, a pesar de haber vomitado, seguía
encontrándose muy mal.
Fuimos
por el callejón y al final doblamos una esquina. Continuamos por una calle por
la que ya se oía mucho barullo. Con mucho cuidado nos asomamos a la calle
principal donde estaba la entrada de “Infierno” y nuestra furgoneta aparcada. Pude
ver a muchos chavales que huían despavoridos, pero también a los paramilitares
y a Número 2. Llegábamos tarde: Retenían a Víctor y a Helena. Los habían
capturado y les conducían esposados a un todo-terreno. Uno de los paramilitares
rompía con su rodilla el bastón de estoque de Helena. Es muy posible que, a
pesar de la herida de New Haven, la ciega hubiera tratado de oponer
resistencia. Me llamó la atención de que, pese a todo lo que había pasado allí no
había ni rastro de la policía, tan sólo una ambulancia para atender a los
heridos. Era una buena demostración de que era la mafia quien mandaba en
Davenport.
Escuchamos
unos gritos a nuestra espalda. Matones de Renó y paramilitares nos habían
seguido por la salida de servicio y nos habían encontrado. Melisán nos hizo
nuevas indicaciones para que la siguiéramos corriendo. Así hicimos y nos
escabullimos por las callejuelas de la ciudad.
6.9
Guiados
por Melisán corríamos hacia el puerto. Allí se encontraba la casa de nuestra
salvadora:
-
Lo mejor es que tu amigo duerma la mona. Podéis descansar en mi casa. Vivo sola
con Trotsky.
-
¡Con Trotsky!
-
Sí, él me protege.
El
que Melisán mencionara aquel nombre, aquel preciso nombre, me provocó un
cortocircuito. ¿Trotsky? ¿Podía ser un pseudónimo de Luisma? Luisma era
bolchevique, quizás así lo conocía aquella cría, por eso nos había rescatado… Fue
lo primero que pensé llevada tal vez por mis propios deseos y desesperación.
Necesitaba encontrar a Luisma y que me ayudara a rescatar a Víctor y a Helena. No
pensaba en otra cosa. Pablo, que aun necesitaba mi ayuda para andar, me
demostró que él razonaba con unos parámetros diferentes a los míos, más
cercanos a los de una persona normal y corriente.
-
¡Qué bien! – Balbuceó como pudo. – Vamos a escondernos con una niña y su perro.
¡Su
perro!
Pablo
tenía razón en lo del perro. ¿Cómo podría haberme imaginado, aunque fuera por
un solo instante, otra cosa? El gesto que puse con la cara debió de delatarme y
a Pablo, con borrachera y todo, no se le escapaba ninguna:
-
Jajaja ¿No habrías pensado que su perro era el Trotsky de verdad, resucitado y dispuesto
a ayudarte? jajaja.
Sí
lo había pensado…
-
¡Para! ¡Para! – Gritó Pablo - Tengo que ¡uaggggg!
Tuvimos
que parar para que Pablo vomitara por segunda vez y para colmo se puso a llover
a cántaros. ¡Esa noche nos teníamos que haber quedado durmiendo! De hecho, yo
no podía con mi cuerpo, estaba completamente exhausta. ¡Qué mierda de
noche! Por suerte pronto llegamos a casa
de Melisán. Casa por decir algo, porque donde la chiquilla vivía no era otra
cosa que un contenedor del puerto, abandonado fuera de las instalaciones
portuarias.
En
cuanto nos acercamos comenzamos a oír los ladridos de Trotsky, excitado porque
volvía su ama. Melisán abrió el contenedor y su perro, un pastor que parecía un
perro-lobo, en seguida nos mostró su hocico curioso. Parecía agresivo y entre
ladrido y ladrido podíamos ver su poderosa dentadura, pero a una palabra de su
dueña el can se amansó por completo y parecía otro animal muy diferente, amistoso
e incluso dulce. Trotsky era una bestia grande y hermosa de tonos pardos y
negros. Nos olfateó de arriba abajo y no despreció las caricias de Pablo
que parecía llevarse muy bien con los perros. Yo siempre he sido más de gatos.
Para
mi sorpresa, aunque por fuera sólo era un contenedor, el hogar de Melisán y
Trotsky parecía por dentro precisamente un hogar. Encendió un flexo y vimos un habitáculo
convertido en un pisito bastante apañado: una pequeña cocinita, un plato para
ducharse, una colchón con sabana, manta y edredón instalado en el suelo sin
somier, un armario, una mesa y un rinconcito que pronto supimos que era de
Trotsky.
-
La electricidad la robo del tendido con un cableado y el agua la cojo de una
fuente pública bastante potable que está aquí cerca. Está un poco salada, pero
es bebible. Ese rincón es la habitación de Trotsky - nos explicó Melisán
señalando a la esquina a donde había ido el animal, con una mantita en el suelo,
un juguete roído y un bebedero. – ¡A ver! Tengo saco y esterilla y en la cama
entran dos.
Entre
las dos desvestimos y tumbamos a Pablo en la cama. Pese a haber echado hasta la
bilis seguía indispuesto.
-
¡Te quiero Exiliada! - me dijo mientras lo tapaba con el edredón y la manta,
pero más que una declaración de pasión era un “te quiero” dulce y fraternal,
como de hijo a madre. Le sonreí y le acaricié el cabello, hasta que muy pronto
se durmió.
-
Tú también debes de estar cansada - me dijo Melisán -. Vete a dormir, quítate
la ropa mojada, ponte este camisón y túmbate.
-
¿Y tú? - le pregunté a la amable cría.
-
¿Yo? jajaja Gracias a vosotros hoy he terminado pronto mi jornada laboral. Jajaja.
No te preocupes. Mañana será otro día.
Pensé en Víctor y Helena una vez más, pero Melisán tenía razón: Sí
que estaba muy cansada, así que no cuestioné las órdenes de la chiquilla y me
fui a dormir. Mañana sería otro día.
6.10
Tendida
en la cama junto a Pablo me dormí muy pronto pese a la angustia por mis
compañeros retenidos y la fetidez etílica que desprendía mi acompañante.
Temía
que esa noche volviera a sufrir pesadillas. Desde luego tenía material en
abundancia para alimentar los malos sueños que venía sufriendo: mi estancia en
New Haven, la visita al antiguo hogar paterno, ahora en ruinas, o mis
sentimientos hacia Helena, presa y en peligro. Sin embargo, supongo que, por
suerte, el cansancio acumulado pudo conmigo y con mi subconsciente: dormí del
tirón y sin ningún sobresalto.
Si
me desperté con un recuerdo de la noche, pero estoy convencida de que no se
trató de un sueño: Creo que ya era de día, porque entraba luz natural por una
entrada del contenedor. Sólo recuerdo que un hombre maduro cuya voz me parecía
familiar le decía, supongo que a Melisán: "Necesitará tu ayuda. Cuida de
ella. Además, creo que puede ayudarnos a nosotros. Llévala a ver a Khan".
A continuación recuerdo escuchar el ladrido de Trotsky y seguí durmiendo.
***
Peor
descanso tuvieron Víctor y Helena, recluidos juntos en una habitación vacía y
cerrada con llave. Nadie les dio ninguna explicación, ni les dijeron que iban a
hacer con ellos. Sólo sabían que yo había escapado, pero intuían que si iba a
buscarlos caería en la trampa de Número 2. Y esa era la intención del
mercenario.
Éste
había tenido noticias mías a raíz de los acontecimientos de New Haven. Tenía
trato con varios de los fascistas que habían fracasado en el pogromo. Me
reconocieron. A partir de ahí averiguó que me dirigía a Davenport. Sus
contactos con la mafia hicieron el resto. Renó estaba a sueldo de uno de los líderes
mafiosos que en otras ocasiones contaba con los servicios de Número 2. Pero una
vez más, yo me había escabullido de entre sus dedos. La diferencia es que
retenía a Víctor y a Helena y su instinto le decía que aquellos prisioneros le
llevarían hasta mí.
Cuando
llegaron a la discoteca, los paramilitares no habían reparado en ellos.
Entraron a buscarme y punto. Víctor y Helena se podrían haber largado sin
llamar la atención y ponerse a salvo. Sin embargo, al parecer Helena no tenía
ninguna intención de irse sin mí. Quería apartar a Número 2 y a sus secuaces y
que no me pasara nada. Quizás en una circunstancia normal, Helena pudiera
haberse librado de los paramilitares, pero la herida de New Haven no estaba cicatrizada,
ni muchísimo menos, y Víctor, por su edad, no era un gran luchador. A penas se
dejaron ver, tras varios forcejeos pudieron reducirles.
-
¡Esta vez no te me escaparas, Exiliada! - Se prometía a sí mismo Número 2.
6.11
-
¡El viejo está enfermo! ¡Se está muriendo! ¡Por favor! ¡Socorro!
Helena
gritaba con desesperación mientras aporreaba la puerta con las manos.
Era
un intento de tratar de escapar. Helena no se rendía y estaba dispuesta a
pelear una y otra vez. Por desgracia, Número 2 lo sabía.
Los
paramilitares abrieron la puerta, pero irrumpieron en la habitación de tal
manera que era imposible para Víctor o Helena hacer cualquier cosa. Número 2 se
presentó ante sus presos con un aire triunfal:
-
jajajaja - Se reía Número 2 - Sabía que lo intentaríais. Pero ya no me vais a
volver a engañar.
Número
2 le propinó un golpe a la ciega, justo en la herida de bala sufrida por Helena
en New Haven:
-
Por tu numerito en Lacánsir, querida “arma-letal”.
A
continuación, agarró la mano agujereada y vendada de Víctor:
-
Por tus engaños en el hospital de Cáledon, “doctor Hierba”.
A
Número 2 le gustaba la venganza. Se sentía humillado por la Exiliada y sus
amigos y disfrutaba haciendo daño a sus prisioneros. Sonrió lleno de
satisfacción al verles dolerse. Estaba contento. Dejó a sus dos prisioneros
bien vigilados y encerrados y se marchó a atender otros asuntos.
Víctor
y Helena se encontraban retenidos en un amplio y lujoso palacete, aunque
provisto de calabozos. Número 2 recorrió elegantes pasillos, adornados con
pinturas, floreros y estatuillas. En una amplia sala, de paredes blancas de las
que colgaban cuadros abstractos y amueblada con armarios, estanterías,
taburetes, sillones y un sofá, todo de diseño, le esperaba un hombre maduro, de
pelo y ojos grises, vestido de manera impecable, con un esmoquin blanco y una
rosa en el ojal. Karl Renó también estaba presente, sentado al lado del primero,
tomándose un cubata. También había una pantalla de plasma que emitía imágenes
del anciano que actuaba de intermediario entre Número 2 y el Número 1. Fue el
anciano el que recibió con sus palabras al paramilitar:
-
Número 1 insiste en enviarte a Número 3 para ayudarte, Número 2.
-
¿No piensa que pueda resolver este tema yo solo? - respondió el mercenario
airado.
-
No, no es eso. Has demostrado grandes dotes para encontrar una y otra vez a la
Exiliada, pero...
Número
2 captó el mensaje que trataba de darle la pantalla:
-
No se volverá a escapar.
Número
2 se giró violentamente hacia el hombre de la rosa.
-
No me importan vuestras rencillas, Numero 2. – Le reprochó el hombre de la rosa
- Os estamos ayudando a cambio de ayuda. Nuestra posición es delicada.
Prometiste que a cambio de tu Exiliada nos apoyaríais.
-
No he olvidado mi promesa. Pero no veo a la Exiliada: solo tenemos al maldito
vejestorio y su nueva amiguita ciega. Quiero a la Exiliada. Eres el jefe de la
mafia local: tienes hombres en cada rincón de esta ciudad. Encontrad a la
Exiliada y Davenport seguirá siendo vuestra.
6.12
Me
desperté al medio día. Necesitaba dormir. Fue un despertar dulce y caluroso,
como si me retrotrajera al pasado, a mi adolescencia, a la paz y a la
tranquilidad de un hogar. Me estiré en el colchón: los brazos, las piernas,
bostecé a gusto… me permití el lujo de quedarme tumbada, mirando al techo,
durante unos minutos. La luz del sol entraba por la puerta del contenedor. Completamente
relajada, notaba confortable su calor agradable de primavera mientras escuchaba
los ladridos animados de Trotsky. El perro estaba jugueteando con Pablo.
Gracias al animal, teníamos de regreso al dulce e inocente Pablo, despreocupado
y sonriente. Melisán los miraba y se reía.
-
Buenos días - me dijo la chiquilla al reparar que ya estaba despierta. Me dio
grima al verla iluminada por la luz natural del día: Melisán estaba
extremadamente delgada, casi en los huesos, enfermiza-. Si quieres puedes
ducharte, aunque tienes que calentar agua y no importarte que te veamos
desnuda. Para el retrete... ¡No hay retrete! Aunque aquí cerca hay un bar donde
me dejan ir.
-
¿Qué edad tienes? – Le pregunté - ¿No eres muy joven para vivir sola?
-
Vivo con Trotsky - Melisán parecía ofendida por mi pregunta - ¡Él me protege! ¡Y
no me mires en plan, “pobre niña”! No soy ninguna cría: Ya he cumplido catorce
años. - ¡Catorce años! - Anoche de no ser por mí, te hubieran cogido.
-
Tienes razón Melisán, perdóname. Te estoy muy agradecida por todo.
-
Khan quiere verte. Khan cuida de todos aquí en el puerto. Comeremos algo e
iremos a verle. Después de anoche, la “disco” permanecerá cerrada durante unos
días, así que mientras tanto, Trotsky y yo podremos cuidar de ti.
Recordaba
el nombre de Khan de cuando estaba dormida, la voz que me resultaba familiar lo
mencionaba, pero no quise molestar más a mi anfitriona.
Al
primero a quien sirvió comida fue a Trotsky. Melisán sólo era feliz en compañía
de su perro.
-
¿Dónde conociste a Trotsky? – le pregunté.
-
Lo encontré siendo bebé.
-
¿Cómo le pusiste ese nombre?
-
Porque se llama Trotsky. ¿A que sí cariño? - le decía Melisán a su perro mientras
le acariciaba, como si se tratara de un niño pequeño que te comprende y te ríe
las gracias. Pablo le acompañaba en sus caricias y carantoñas.
-
No sabía que te gustaban tanto los perros. – le dije a Pablo.
-
Desde muy chico - me respondió.
Nos
sentamos a la mesa. Melisán nos sirvió arroz. La cantidad que posó en su plato
era ridícula. Me sentía algo incomoda por su extremada delgadez y poco apetito,
pero no me atrevía a decirle nada al respecto por miedo a meter la pata.
-
Deberías de comer más Melisán. Estás muy delgada.
-
¡Te invito a mi casa y ya te crees mi madre! - el genio de Melisán era imposible,
sin embargo se dio cuenta de mis buenas intenciones y se tranquilizó. Creo que
incluso le agradó mi interés por su salud - Renó me exige estar delgada. Es
mejor para los clientes.
Me
horroricé pensando en esos clientes. No quise indagar más. Aquella discoteca,
el repulsivo Renó… Me vino a la mente la joven Bella soportando a Verónica...
Yo en cambio había disfrutado de un hogar familiar lleno de amor. No tenía ningún
derecho a juzgar a aquella muchacha.
Después
de comer dejamos el contenedor y junto al infatigable Trotsky, Melisán nos
acompañó a ver a Khan.
6.13
Melisán,
ahora vestida con chándal y deportivas –que diferencia con respecto a cuándo la
conocimos-, nos condujo por las instalaciones portuarias de la ciudad.
Atravesamos por laberintos de contenedores bajo la atenta mirada de los obreros
portuarios y estibadores. A nuestro paso escuchábamos murmullos crecientes,
ojos inquisidores y carraspeos. Melisán aceleró el paso, algo había en todo
aquello que no le gustaba. Llegamos a unas casetas levantadas junto a un
aparcamiento. Allí nos esperaba un grupo de trabajadores que formaron un
círculo a nuestro alrededor.
-
¡Dejadnos pasar! - exigió Melisán. Trotsky acompañó a su ama con un contundente
gruñido.
-
¡Vete de aquí, niña! - le respondió un hombre gordo y barbudo enfundado en un
mono de trabajo y un chaleco reflectante. - No tenemos nada contra ti.
-
¿Qué queréis de mí? - les pregunté al comprender que era yo la responsable de
la situación.
Uno
de ellos respondió lanzándome una bola de papel. Ahí estaba la respuesta así
que con mucha tranquilidad me agaché y deslicé mis dedos para recoger la bola,
la desenvolví y vi lo que el papel tenía escrito: una recompensa de mil sólidos
por mi captura. A la cantidad de dinero le acompañaba un dibujo de mi misma, en
el que no salía muy agraciada.
-
¡Mil sólidos! - dije en voz alta, mostrando a mis acompañantes la hoja. Dos o
tres de los trabajadores asintieron con los ojos inyectados de codicia.
-
¡No lo permitiré! - me dijo Melisán - ¡y Trotsky tampoco! ¿A qué no? - el perro
lo corroboró ladrando.
- Ellos son unos veinte, nosotros tres y además está Trotsky - dijo Pablo socarrón - No será un problema.
- Ellos son unos veinte, nosotros tres y además está Trotsky - dijo Pablo socarrón - No será un problema.
Y
Pablo se lanzó sin dudarlo a la pelea, golpeando con un puntapié la barriga del
primer trabajador. Otros tres se abalanzaron sobre él. Trotsky tampoco lo dudó
y se tiró a morder a otro trabajador. Yo a duras penas pude esquivar el
derechazo de un hombre muy grande y ancho y Melisán se escabulló entre las
piernas de otro, para regresar con una botella rota.
Así
comenzamos la pelea, dando y recibiendo, hasta que escuchamos un fuerte grito:
-¡Basta!
Todos
nos detuvimos excepto Trotsky que aprovechó la parada para morder a otro
incauto trabajador; Melisán tuvo que sujetarlo para intentar tranquilizarle.
Los trabajadores se fueron dispersando dejando a la vista al responsable del
grito: Era un anciano de pelo y barba blanca, de gesto muy serio y los ojos muy
abiertos. De una sola vez, había logrado detener la pelea. Yo no lo conocía,
pero Melisán me lo presentó, se trataba de Khan. El anciano parecía un hombre
tranquilo, sereno, pero muy, muy serio.
Pero
algo no iba bien. Pablo, muy nervioso, examinaba de arriba a abajo al anciano. Khan
tampoco le quitaba sus grandes ojos abiertos de encima. Viendo cómo se
intercambiaban la mirada no pude dejar de preocuparme. ¡Se conocían! ¡Y algo
muy grave les había ocurrido!
6.14
-
Me complace saludarla. Usted es la antigua bolchevique que viene del Exilio. -
me dijo solemnemente el anciano y tratándome en todo momento de usted. - Yo soy
Khan.
-
Veo que tu palabra tiene peso, aquí en el puerto.
-
Lo tiene.
Permanecimos
por un instante, allí, quietos, en silencio, mirándonos. Los estibadores se
habían ido y ya sólo estábamos nosotros. Khan observaba fijamente a Pablo que
estaba literalmente descompuesto. Melisán no comprendía que sucedía, y la
verdad es que yo temblaba sólo de pensar qué podía haber enfrentado a esos dos
hombres tan distintos.
-
Ignora usted los riesgos que ha corrido llevando a ese asesino de la mafia a su
lado. – Dijo por fin Khan - No me corresponde a mí contarle su historia, aunque
le puedo asegurar que ya sufrí sus torturas una vez y mi cuerpo aún conserva
sus huellas.
Melisán,
y a un gesto suyo Trotsky, se giraron hacia Pablo. El perro comenzó a ladrar.
No sé de qué diablos hablaba el viejo, pero yo estaba dispuesta a defender a mi
amigo. ¿Asesino? Como en la discoteca… ¿Torturas? ¿Era ese el pasado de Pablo?
-¡no,
no, no!
Pablo
no soportó esa presión. Desde nuestra llegada a Davenport todo había sido
nefasto para él. Primero en la discoteca y ahora al estar frente a Khan. Para
Pablo era como ver un fantasma. Se puso a gritar como un loco, alterado y
nervioso como nunca le había visto. Traté de ir a calmarle, pero apartó mis
brazos y huyó corriendo a gran velocidad. Para cuando me quise dar cuenta se
había escabullido entre los contenedores y grúas del puerto. Le perdí por
completo de vista… Quise seguirle, aunque fuera a ciegas, pero el brazo de Khan
me retuvo:
-
No le ha contado la verdad, Exiliada, la verdad que continúa en su corazón.
-
Todos tenemos derecho a redimirnos... – le dije.
***
Pablo
corrió y corrió hasta que dejó el puerto atrás y se internó en la ciudad.
Mientras corría, lloraba. Estaba destrozado. Había huido, no tanto por la
revelación de ese tal Khan, sino por la vergüenza de que yo escuchara todo
aquello, y sobre todo, porque de su interior afloraba toda la verdad y todo el
sufrimiento, del que Khan sólo sabía una parte.
Sí.
Había torturado a aquel viejo por orden de la mafia... Pero eso sólo era una
parte de su historia.
¡Si
me la hubiera contado! Pero tenía razón Víctor cuando, en aquellas dependencias
de Verónica, le decía a Pablo que de hacerlo le hubiese odiado para siempre...
O eso era lo que Pablo creía, lo que Pablo temía que sucediese... Por eso huía…
Pero era precisamente el silencio lo que le había llevado a aquella situación.
Sin
darse cuenta, llevado por sus pensamientos, Pablo recorría callejones de su
pasado, en su mente y en la ciudad. Para cuando quiso darse cuenta estaba
rodeado por varios hombres, inequívocamente de la mafia, armados, elegantes
unos, lumpenizados otros… Su jefe le observaba. Era él: el hombre de la rosa,
de pelo gris y esmoquin blanco, impecable e impoluto, siempre ha distancia de
sus hombres. Miraba a Pablo como un lobo hambriento.
-
¡Laso! ¡Mi asesino favorito! - le dijo aquel hombre a Pablo -Te buscaba... ¡Y
resulta que vienes tú a mí! Jajaja ¡Ven conmigo! Tengo una propuesta que hacerte.
FIN
DEL CAPÍTULO 6
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