5. EL TARTAMUDO
5.1
Conviene
que para entender cómo llegamos a aquella situación, cuente lo que estaba pasando
a mí alrededor mientras yo continuaba en la fiesta:
Roger
y Víctor nos esperaban en la colina que el primero había preparado para ser una
especie de campamento base. Lo había organizado todo con esmero: aparte del
equipo de vigilancia e informático había llevado una tienda de campaña para que
desde lejos pareciera el emplazamiento de unos excursionistas. También
abundante café, comida y agua, mantas, linternas... Nuestra furgoneta estaba
aparcada y escondida tras unos matorrales por si la misión debía abortarse y teníamos
que huir. La colina estaba apartada de la carretera que conducía a la mansión,
pero eso no evitaba que tuviera fácil acceso. Allí pasaron los dos la noche, monitorizando
nuestro coche mientras nos acercábamos a nuestro destino. Cuando entramos se
limitaron a esperar, atentos de que en los alrededores no sucediera nada fuera
de lo normal.
Al principio Roger trató de trabar conversación con el anciano, pero Víctor se mostró reservado, cortaba al muchacho con abruptos monosílabos. Finalmente se impuso el silencio.
Pasado
un buen rato, Roger recibió un mensaje en su teléfono móvil. Helena le pedía
que se alejara de Víctor y que la llamara, que fuera precavido para que el
viejo no se alarmara. Para Roger, Helena era casi una desconocida, pero podía
decir lo mismo de nuestro grupo. A mí me recordaba de su infancia en New Haven,
también le sonaba Víctor, pero no recordaba de qué... ¿y si le recordaba de
algo negativo, de algo peligroso? Sospechaba del anciano. Y al fin y al cabo
era Helena la que se había mostrado interesada en ayudarle desde el principio.
Esperó unos instantes para que Víctor no asociara sus actos al mensaje recibido
y se alejó con la excusa de ir a orinar. Fuera del alcance del anciano llamó a
Helena.
-
¡Tienes que venir a buscar a la Exiliada! Está en peligro. He descubierto que
ese viejo es un agente de las BAB.
Roger
no necesitó nada más. Como había planificado cada detalle de la misión, en la
tienda de campaña tenía otro esmoquin, éste de su talla, preparado por si se
daba la circunstancia de que él mismo tuviera que entrar en la mansión. Siempre
fuera del campo visual de Víctor, en silencio, sin decir nada, comenzó a bajar
la colina y mientras se alejaba del campamento llamó a sus padres, porque sus
padres, famosos doctores de New Haven, estaban invitados a la fiesta y le ayudarían
a entrar. Sabía que se jugaba mucho en todo aquello, que se arriesgaba a no
poder volver a pisar su ciudad natal, pero Roger, por un lado quería alejarse
de aquel anciano sospechoso de ser un espía asesino, y por otro deseaba
ayudarnos tanto a Helena como a mí.
Helena
era ciega, pero no una ciega cualquiera. Experta en tecnología de rastreo, señalización
y localización, pudo escabullirse de la fiesta y de la mansión como si de un
fantasma sigiloso se tratara. Después de engañar a Roger se dirigió a la colina
eludiendo los controles visuales que ella misma había ayudado a Roger a colocar
y, cuando comprobó que Roger se dirigía a la mansión y que Víctor estaba solo,
se dejó caer como una araña sobre su víctima.
5.2
- ¡Hola anciano!
Helena apareció de golpe tras Víctor. El anciano se encontraba
sentado sobre una silla de camping pendiente del ordenador de Roger. En el
monitor se veía una imagen ampliada del perímetro de la mansión.
- Eres una agente de Saúl ¿verdad?
Víctor se levantó lentamente y se giró hacia la ciega. Helena
sujetaba su bastón con la mano izquierda mientras con la derecha enfundaba un
cuchillo largo y afilado.
- Pero tú no sabes quién soy - continuó el anciano.
- No me importa quién eres, viejo. Solo eres mi objetivo.
- ¿Y puedo preguntarte por qué has liado todo esto sólo para
matarme? Un tajo en aquel túnel hubiera terminado con mi vida.
- Si, pero necesito que ella confíe en mí.
- ¿Te ha pedido tu amo que la asesines también a ella?
- No. Él la busca. La encontrará y la capturará, pero si me gano
su confianza podré estar presente en ese momento y gracias a ella podré
vengarme de Saúl.
- ¡Eres única ciega! – Exclamó Víctor sonriendo ampliamente-, ¡muy
buena!, pero te puede la soberbia.
Helena no veía la sonrisa socarrona de Víctor, pero hubo otra
cosa, inalcanzable para alguien que no fuera ella, que le alarmó: Escuchó un
sonido que, aunque imperceptible para Víctor, era el as que el anciano guardaba
en su manga.
- Tu rocambolesco plan casi funciona - continuó Víctor tratando
de captar de nuevo la atención de Helena, pero ella atendía a otra cosa.
- En cuanto ese tartaja gordo se fue tambaleándose colina abajo,
supe que venias. No estoy sólo.
Helena se dejó caer al suelo justo a tiempo para evitar que una
bala, disparada por Pablo, le alcanzara: sólo le rozó el hiyab. Sin perder ni
un segundo, desde el suelo le lanzó su cuchillo con velocidad. Pablo estaba
convencido de que la bala alcanzaría a la ciega así que su reacción evitándolo
le sorprendió. No obstante, no tenía tiempo para quedarse asombrado con los
movimientos de su contrincante: Para esquivar el cuchillo que le lanzó, tuvo
que soltar su pistola, pero con un rápido movimiento trató de abalanzarse sobre
Helena para intentar golpearla con una vara de metal. No lo logró.
Pablo estaba entrenado y era muy veloz y ágil. Pero aunque conscientemente
intentaba limitar el ruido, su respiración, el chasquido de la hierba bajo sus
pies o el olor de su sudor eran rastros suficientemente claros para Helena como
para conocer su posición y sus movimientos. La oscuridad del campamento, por
otro lado, también ayudaba a la ciega. Víctor encendió una linterna tratando de
enfocarla y ayudar a Pablo, pero ella también se movía a gran velocidad.
Pablo atacaba, llevaba la iniciativa, pero Helena le esquivaba,
se movía y contraatacaba. Así lucharon, como un baile diría yo desde el coche,
hasta que mi llegada les interrumpió. El rugido del motor de nuestro auto despistó
a Helena que estuvo a punto de ser alcanzada por un duro golpe de Pablo, pero
la ciega, en esta ocasión con más suerte que maña, pudo alejarse a tiempo.
No nos olvidemos que no veníamos sólo nosotros: Tras nuestro
coche se acercaban los todoterrenos de los fascistas que nos perseguían desde
la mansión. Roger frenó el coche dejándolo atravesado en el sendero de acceso
al campamento para así dificultar el acceso de los fascistas. Bajamos del
vehículo y corrimos colina arriba, hacia la pelea.
Al verme Pablo se detuvo como si esperara mi aprobación. Me
miraba nervioso. Le desagradaba que yo le viera peleando con Helena. Ella, por
su parte, no aprovechó ese instante para asestar un golpe decisivo a Pablo. Se
mantuvo en silencio, oculta en la oscuridad.
- ¡Corre a la furgoneta! - Le ordene a Roger, pero el muchacho
ya no podía más. Estaba completamente agotado por todas las carreras y
esfuerzos de la noche. Hizo un intento de volver a correr, pero no podía: se
detuvo exhausto apoyando sus manos sobre sus rodillas, respirando acelerado.
Fue Pablo el que decidió olvidarse de Helena y correr a por el vehículo:
¡los fascistas se acercaban! Víctor, que de golpe ya no contaba con la protección
de Pablo, temía por su vida. Con su mirada buscaba nervioso a Helena, pero no
la veía y, como si mi presencia pudiera actual como escudo y barrera frente a un
ataque de la ciega, se volvió hacia mí.
Ya en la furgoneta, Pablo arrancó el motor y vino a recogernos:
Roger, Víctor y yo misma pudimos subirnos justo a tiempo de librarnos de los
fascistas. Éstos ya estaban en el campamento y pensaban abrir fuego contra
nosotros con armas automáticas: éramos un blanco fácil, ¡estábamos perdidos! Pero
entonces apareció Helena de entre las sombras y se interpuso entre ellos y
nosotros, peleando con su bastón y sus cuchillos como una fiera.
Podíamos alejarnos y salvar nuestras vidas, dejando a Helena a
merced de los fascistas.
5.3
Miré por las ventanas traseras de la furgoneta.
Cada vez más pequeñita, cada vez más alejada, Helena resistía la acometida de
los fascistas hasta que un disparo le alcanzó. Cayó al suelo. Incluso herida
intentaba defenderse.
-¡No podemos dejarla ahí! – exclamé
- ¡Ha intentado matarme! ¡Trabaja para las BAB!
- gritó Víctor
- A mí me dijo que e…e…es u...usted el que trabaja
para las BA…A…AB - dijo Roger con mucho esfuerzo.
- ¡Vuelve a por ella Pablo! - le ordené al
conductor. Pablo me miró preocupado. Saqué mi pistola y se lo repetí: - ¡Vuelve
a por ella!
De muy mala gana, Pablo me obedeció.
Bruscamente dio media vuelta y aceleró para sorprender a los fascistas.
- ¡Es una locura! –protestó Víctor
Pasé a la cabina y abriendo la ventanilla del
copiloto abrí fuego a los fascistas. Estos retrocedieron para protegerse y
agruparse, mientras Helena se tambaleaba herida, defendiéndose como podía con
el bastón. Pablo frenó lo justo para que Roger abriera la puerta y ayudara a
Helena a subir. Yo volví atrás para atenderla.
- Me has salvado la vida - dijo la ciega
emocionada y con dificultades para vocalizar por las heridas y el cansancio.
- No podía dejarte atrás.
- ¿Aun siendo de las BAB? –Tosió- Mi objetivo era
matar al anciano...
- Aun siendo de las BAB.
Y sin darme cuenta me sorprendí a mí misma cogiéndole
la mano a la ciega que, derrotada y herida perdió el conocimiento.
5.4
Con los primeros
rayos del sol llegamos, ya a salvo, a la casa del pueblo de New Haven para refugiarnos
en sus subterráneos. Por insistencia de Víctor atamos a Helena a una silla. El
anciano no aprobaba mi decisión de traerla, incluso de haberla dejado con vida.
Le prometí que si su vida volvía a peligrar yo misma me encargaría de ella.
Mientras tanto, le lavé la herida de bala que tenía. No era grave, la bala
había salido limpiamente, pero había perdido mucha sangre. Roger me dio un
pequeño botiquín con agua oxigenada, vendas y esparadrapo.
El
estudiante estaba desolado. No sólo no había conseguido nada acerca del pogromo
contra los semitas, sino que la alta sociedad le había visto ayudándome y era muy
probable que le hubiesen identificado. De esta situación ni sus influyentes
padres podrían sacarle. Su móvil no dejaba de sonar: eran ellos, sus padres,
pero Roger no quería, no se atrevía a contestar. Se dejó caer en una esquina y
se puso a sollozar. El chico estaba desencajado. Pensándolo ahora bien, creo
que en aquellos momentos, yo no tuve la más mínima sensibilidad con él, a pesar
de que lo había arriesgado todo para sacarme a salvo de la fiesta. Me comporté
como una engreída egoísta preguntándole con insistencia y malos modales por el
paradero de Orestes. Cansado de mis preguntas, cuando sonó la enésima llamada a
su móvil, en un gesto sin precedentes en él, de rabia y de cabreo, lanzó su
teléfono móvil contra la pared, machacándolo por completo. Entonces me miró con
sus ojos vidriosos. Fue cuando reparé en lo insensible y egoísta que estaba
siendo. Pensé que Roger me insultaría o que me diría algo, pero lo que hizo fue
ocultar su cara entre sus manos y continuar sollozando.
-¡Todo esto
n...no ha servido de nada! ¡De nada! - exclamaba entre lágrimas. Yo no sabía
que decirle.
- ¡Aun
tenemos una oportunidad!
Fue Helena
la que dijo aquello. Aún estaba débil por la herida, pero ya había recuperado
el conocimiento.
-¡Aun
tenemos una oportunidad! – repitió.
Helena atrajo la atención de todos, especialmente de Roger que,
desesperado, era justo lo que quería oír. Víctor se interpuso hecho una furia.
- ¡Basta! Ha sido un error traerla aquí. ¡Pablo! Mátala.
Pablo me miró como si esperara instrucciones. Entonces me di cuenta que el
ascendente de Víctor sobre Pablo era muy fuerte y sólo yo podía evitar un
asesinato, una ejecución.
-¡Pablo! - insistió Víctor
-¡No!, de...dejémosla hablar - rogó Roger.
Di la razón a Roger y los ojos de Pablo se
enrojecieron. Lanzó una mirada de odio a Víctor y salió de la habitación dando
un portazo.
Nos volvimos todos hacia Helena que parecía relajada,
casi esbozando una sonrisa.
- Es una asesina astuta. Volverá a tendernos una
trampa –insistía Víctor.
- ¡No! - respondió categóricamente Helena. - Me
salvaste la vida, Exiliada, cuando podíais haberme dejado morir. Te puedo
asegurar que los fascistas no veían en mí a un agente de las BAB sino a una
zorra mora al lado de una bolchevique.
- Yo ya no soy bolchevique.
- ¡Qué importa! – La ciega sufría por la herida - Mi
vida te pertenece Exiliada. Sé que fue gracias a ti por lo que estoy viva. Soy
una asesina, pero me gusta pensar que tengo honor. Te debo la vida y no te
traicionare. Ni a ti, ni a los tuyos - y giró su rostro ciego hacia Víctor que
enrojecía de rabia al escuchar sus palabras.
- De...decías que aún había u...una oportunidad -
intervino Roger impaciente.
- En la fiesta escuché muchas cosas. Sé cuándo será el
pogromo, incluso en qué campamento en concreto. Aún estamos a tiempo de avisar
a los jornaleros. Pero tendréis que confiar en mí - Y la ciega elevó lo que
pudo sus muñecas pidiendo ser desatada.
-¿Cómo sabremos que no intentarás asesinar a Víctor?
- Realmente no lo sabéis, pero él ya no es mi
objetivo. Ya no.
- Cuando ibas a asesinarme me dijiste que querías
ganarte su confianza - dijo Víctor malhumorado refiriéndose a mí.
- Llevo mucho tiempo queriendo vengarme de Saúl. Esta
era mi oportunidad. Él se juega mucho con tu captura, Exiliada, pero he
fallado. Ahora solo puedo vengarme ayudándote.
-¿Sólo te mueve el odio? - le pregunté
- Sí, hasta ahora...
La miré durante un instante que me pareció eterno. ¡Esa
maldita mujer! Me confundía, me atraía, la creía... ¿O quería creerla? Era muy
arriesgado. Ella era de las BAB, una asesina muy peligrosa. Sin embargo todas
esas dudas y precauciones eran inútiles. La decisión de liberarla hacia tiempo
que la había tomado.
5.5
Helena nos contó lo que, según ella, había escuchado en la
fiesta de la mansión: Al parecer los terratenientes estaban alarmados por los
vínculos que se estaban creando entre nativos e inmigrantes entorno a una reivindicación
muy básica, el derecho a la asistencia sanitaria gratuita en el campo.
Hasta entonces las ambulancias se negaban a acudir a los campos
porque tanto la sanidad pública como los terratenientes se oponían a costear el
gasto. Prácticamente ningún jornalero contaba con seguro privado, por lo que sólo
disponían de la cobertura asistencial que, por supuesto, no cubría los grandes
desplazamientos de la ambulancia necesarios para cubrir las tremendas
extensiones de tierra cultivable. Así, cuando un accidente requería de
ambulancia, eran los propios jornaleros los que tenían que trasladar al herido
a New Haven, hasta el hospital. Como supondréis, el traslado en manos no
profesionales provocaba infecciones en el caso de heridas o un agravamiento
peligroso en el caso de fracturas, que eran los accidentes más comunes. Pero
recientemente se había producido un grave accidente por culpa de un tractor
falto de mantenimiento que, debido al mal funcionamiento, arrancó de cuajo la
pierna de un muchacho de dieciséis años semita. El manijero del campo,
eludiendo toda responsabilidad, no sólo no prestó ayuda al “puto moro” sino que
despidió a un jornalero nativo por llevar al chico al hospital en una furgoneta
propiedad de la plantación. No era el primer incidente de este tipo, de hecho,
era uno de tantos, pero en esta ocasión fue la gota que colmó el vaso. Poco
después hubo una huelga de brazos caídos en esa zona que se extendió como la pólvora
por todo el campo. Los fascistas y los capataces no lograban contener el
movimiento así que el gobierno envió la guardia rural a terminar con el
conflicto. Y eso parecía, pero en esa lucha muchos emigrantes habían
confraternizado con los nativos y eso, para los terratenientes, era muy
peligroso. Para dar un gran escarmiento, los grandes señores de New Haven
habían reclutado a más fascistas procedentes de toda la República y
planificaban un gran ataque.
El pogromo seria en los barracones semitas del campo de Lutiere,
un accionista de Cia+Fia, donde se habían iniciado las huelgas. Era un barracón
apartado, pero densamente poblado. Los fascistas se lanzarían después de comer,
cuando los hombres estuvieran trabajando en los campos y los niños ya hubieran
salido de la escuela asistencial. ¡Querían machacar a mujeres, ancianos y niños
indefensos de la manera más salvaje posible! ¡Qué cobardes!
Roger confirmó mis sospechas. Orestes se ocultaba precisamente
en ese barracón. Ayudaba a los semitas en labores educativas y sanitarias y,
seguramente, aunque estuviera escondido y en teoría alejado del Partido, debía
de continuar con una sistemática labor de agitación entre los jornaleros. No
creo que fuera una casualidad que ese fuera el barracón donde comenzaran las
protestas.
Teníamos poco tiempo. Teníamos que avisar al barracón, pero sin
avisar también y convencer a los jornaleros en el trabajo poco podríamos hacer
para defender a las mujeres, ancianos y niños de los fascistas.
5.6
- Yo iré a los campos a hablar con los
jornaleros - propuso Helena. - además. Yo soy semita. Es mi gente la que va a
sufrir. Creo que sería la primera vez en mucho tiempo que haría lo correcto si
trato de ayudar a los míos. Vosotros dirigiros al barracón semita a avisar del
ataque. Trataré de convencerles para que dejen el trabajo y acudan a defender a
sus mujeres de los fascistas.
- Habrá manijeros y vigilantes de seguridad. -
le dije.
- No te fíes de ella Exiliada. Lo dice para
escapar. Para vendernos una vez más - dijo Víctor.
- Po...podemos dividirnos en d...dos grupos -
propuso Roger.
- Si la ciega dice la verdad - dijo Pablo
deseando contradecir a Roger - el ataque es inminente. Si dividimos nuestras fuerzas
y el grupo que va a los campos de cultivo fracasa o los trabajadores no
regresan a tiempo, los que estén en el barracón estarán perdidos.
- Yo tengo que ir al barracón, puede ser mi única
oportunidad de ver a Orestes. Además tengo experiencia organizando defensas.
Roger, necesito que vengas conmigo para hablarles y convencerles.
- Yo soy buen luchador - volvió a decir Pablo -
iré al barracón para protegerte de los fascistas.
No dije nada, pero me gustó el ofrecimiento de
Pablo y me sentí más segura.
- Yo no voy a ir solo con la ciega. Aprovecharía
para cumplir su misión de matarme - dijo por ultimo Víctor.
- Pues la suerte está echada Exiliada. Además
con la herida, ahora mismo yo no estoy muy capacitada para luchar contra los
fascistas. Iré a los campos de cultivo de Lutiere y hablaré con los trabajadores. Y os demostraré a
todos que estoy siendo sincera con vosotros.
Dejamos a Helena cerca de los terrenos de Lutiere. Víctor seguía
sospechando de la ciega y estaba convencido de que volvería a tendernos una
trampa. Yo en cambio creía con toda mi alma que no nos fallaría y que acudiría
a ayudarnos cuando más lo necesitáramos.
5.7
Sin perder ni un segundo nos dirigimos al barracón de los
semitas donde se iba a producir el pogromo. Faltaba muy poco tiempo.
Cuando nos acercábamos lo primero que comprendí es que aquel
lugar tenía muy mala defensa de un ataque mínimamente organizado: los
barracones estaban situados en un valle, rodeados por completo por colinas. No era
mucha la altura de las colinas, pero daban suficiente ventaja para un oponente serio.
Si nos veíamos obligados a preparar algún tipo de defensa allí abajo, tendría
que esmerarme y aplicar todo lo que había aprendido en mis años en la milicia.
Toda la superficie del valle estaba ocupada a rebosar por
aquella maraña de estructuras medio construidas cuyos ocupantes llamaban
“hogar”. Eran los barracones: levantados con restos de madera, uralita hurtada
de las obras, cartones, plásticos y ladrillos apilados… Otra mala noticia es
que casi todo el material era inflamable. Algo de gasolina y una chispa y todo
aquel lugar se desintegraría entre las llamas. Aunque cada familia emigrante había
construido donde había podido, del caos surgía un cierto orden con sus calles más
o menos en forma de cuadricula y una especie de plazoleta central con una instalación
religiosa, un templo semita, única estructura levantada completamente de piedra.
En aquellos barracones se hacinaban cientos de familias semitas.
No era un pueblo, no tenían luz, gas o agua corriente. Para beber, bañarse o
cocinar, debían traer el agua con cubos desde algún acuífero cercano y la
electricidad la robaban, gracias a unos peligrosos empalmes, de un tendido eléctrico
que cruzaba los campos en dirección a New Haven.
Hacía poco tiempo que los autobuses escolares habían traído de
vuelta a los barracones a los niños pequeños. La educación básica y asistencia
para los menores de 12 años era uno de los pocos derechos traídos por la
proclamación de la República que aquella gente aún conservaba. Tras dejar la
escuela, los chicos se ponían a trabajar; las niñas a ayudar en casa y, más
comúnmente, a buscar marido. Los que aún tenían la fortuna de ser niños,
jugaban y gritaban felices y despreocupados, mientras corrían hacia sus
chabolas, donde sus madres, vestidas todas con el tradicional hiyab, les
esperaban para darles de comer.
Aparcamos la furgoneta y nos adentramos a pie en los barracones.
Las mujeres nos miraban extrañadas y guardando las distancias. Sus hijos nos
examinaban, divertidos, con curiosidad. Nadie allí estaba acostumbrado a que
extraños como nosotros apareciéramos de repente. Olía a comida. Los semitas
cocinaban con especias muy aromáticas y el aroma lo inundaba todo. Ese olor me abrió
el apetito. ¡Pero no había tiempo! Corrimos hacia la plazoleta. En improvisados
bancos hechos con maderos y cajas se sentaban algunos ancianos que pasaban el
rato tomando el sol, fumando y hablando animadamente entre ellos. Llevaban
andrajos y turbantes y estaban delgados y sin dientes... La mayoría parecía que
solo esperaban la muerte. Algunos no parecían conocer el idioma común y usaban
para comunicarse tan solo sus ancestrales dialectos traídos desde sus orígenes.
Roger se acercó a los ancianos y les preguntó por Orestes.
"¿O...Orestes?, ¿Orestes?" Les decía, pero no obtenía ninguna
respuesta clara. Aquellos ancianos miraban a Roger, nos miraban a todo el grupo
-sin disimular cierto desprecio hacia nosotros-, soltaban algunas frases ininteligibles
y continuaban a lo suyo.
-¿Y si preguntamos al religioso? Supongo que alguna autoridad
tendrá en la comunidad. - sugirió Víctor.
Así hicimos. En la misma plazoleta estaba el templo religioso.
Era la estructura más destacable de todos los barracones: como ya os dije, el
único edificio todo de piedra, pintado de blanco y adornado con un torreón. El
religioso nos esperaba sentado plácidamente en otro banco improvisado frente al
templo. Era otro anciano, pero a diferencia de los primeros, vestía una túnica
blanca que destacaba por su limpieza y brillo. No tenía nada que ver con los
ropajes que llevaban los demás. Era, sin duda, un símbolo de dignidad y poder.
Era el guía espiritual de todos los semitas del barracón y tenían la obligación
de escucharle y respetarle. Y aunque pensamos que entendía nuestro idioma, no
parecía interesado ni en Orestes, ni en los fascistas. Roger y yo nos
desesperábamos tratando de explicarle la inminencia de un ataque, del pogromo, de
lo que podía suceder si no actuábamos ya… pero como respuesta, el religioso no
dejaba de decirnos “es la voluntad de Dios”, “es la voluntad de Dios” y de ahí
no sacábamos nada en limpio.
5.8
¡No podemos perder más tiempo! Los minutos
pasaban y hablar con esos ancianos, y sobre todo con el religioso era
completamente inútil. Aquellos viejos me exasperaban.
Vimos entonces a un grupo de mujeres, por
supuesto todas ellas con el hiyab, que pasaban por la plazoleta llevando a sus hijos
de la mano. Era la oportunidad. No lo dudé: Como hubiera hecho en otros
tiempos, me sorprendí a mí misma subiendo a un cajón de madera de aspecto sólido
y me puse a vociferar como cuando llevaba megáfono y formaba parte de los
piquetes o de las manifestaciones que organizaba el Partido.
- ¡Compañeras! ¡Compañeras! ¡Escuchadme! Un
grupo de fascistas enviados por los terratenientes quieren destruir vuestro
campamento, vuestros hogares.
Las palabras “fascistas”, “destruir” y “hogar”
causaron un efecto magnético. Se detuvieron y se agruparon a mí alrededor.
- Se acerca un grupo fascista. Atacará en poco
tiempo. Hay que poner a salvo a los chicos, proteger las casas.
Las mujeres me miraban y se miraban con miedo,
pero sin saber qué hacer. Yo me quedé paralizada un momento. Toda la plazoleta
me prestaba atención, pero sobre todo los viejos: me miraban, primero con
escepticismo, luego con burlas. Comenzaron a señalarme y a reírse. Debían de
considerar blasfemo y ridículo que una mujer como yo actuara como lo estaba
haciendo. No supe cómo reaccionar. Al mostrar contrariedad, al no continuar
hablando, algunas mujeres hicieron el amago de retomar su camino. No podía
rendirme.
-¡No, esperad! ¡Hablo en serio! Llegaran en muy
poco tiempo - insistí sin mucho efecto. Con todo, mi cerebro no paraba de darle
vueltas a la situación. Me fijé en el edificio religioso, era el lugar menos
inflamable. - Podemos refugiar a los niños en el templo y preparar agua por si
tratan de quemar las casas. Podemos poner vigilantes en las colinas y preparar
aperos de labranza, palas, escobas, varas… ¡lo que sea! como armas.
- ¿Y quién luchara? - preguntó un anciano en
perfecto idioma común. - Aquí no hay hombres, están todos trabajando. Solo hay
viejos, niños y mujeres. – Sé que buscaba provocarme y ridiculizar mis
palabras.
- ¡Todo aquel que pueda empuñar un arma! -
respondí resuelta, pero los ancianos se volvieron a reír mí. Presionadas por
ellos, las mujeres me dieron la espalda y continuaron su rumbo. Los viejos,
satisfechos por haber conseguido sus objetivos se olvidaron de mí y volvieron a
sus cuchicheos incomprensibles.
5.9
-¡Pero es que no la habéis escuchado! - era Roger el que ahora hablaba.
Se situó frente a las mujeres y sus hijos cerrándoles la salida de la
plazoleta. Hablaba alto y claro y parecía que su tartamudez había remitido.
- Sé que sois mujeres semitas y que a vosotras se os prohíbe
actuar cuando no están vuestros maridos. ¡Pero es que ellos están trabajando en
el campo! ¡Nada saben de ataque! Una amiga nuestra ha corrido a avisarles, pero
hasta que lleguen... ¿Qué vais a hacer? ¿Permitir que dañen a vuestros hijos? ¿Dejar
que quemen vuestras casas? Sabéis como son los fascistas. Ya les habéis visto
actuar en el pasado. Sabéis lo que sucederá si no hacemos nada. Pero es que
además podemos plantarles cara. Podemos defender a nuestros seres queridos. Ellos
son cobardes, ¿por qué creéis que atacan ahora? Porque piensan que sois
débiles, que no vais a defenderos. Yo creo que se equivocan. Creo que os vais a
defender, que les vais a plantar cara y creo que los fascistas hoy aprenderán
lo que es enfrentarse a una mujer semita que defiende a su familia. Pero
depende de vosotras. De las que estáis aquí. ¡De vosotras! Haced caso a la mujer
negra - señalándome - ¡Escuchadla por favor! ¡Hacedlo por vuestros hijos, por
vuestro hogar, por vuestra dignidad!
Roger me dejó impresionada. Se acababa de descubrir como un gran
agitador. Las mujeres se revolvieron contrariadas. Los ancianos, que habían
regresado al escuchar a Roger gritaban frases semitas para mí ininteligibles.
Seguramente les decían a las mujeres que no nos escucharan. Pero algo había
cambiado. Algunas persistieron en su decisión de abandonar la plazoleta, pero
eran las que menos. La mayoría, se volvieron hacia mí. Agarraban con fuerza a
sus hijos y esperaban que yo les indicara como defenderlos. Roger había logrado
sacudir sus conciencias mucho mejor que yo. Sin duda, aquel muchacho sentía de
verdad lo que había dicho. Creo que por eso su tartamudez había desaparecido.
No eran sólo las palabras de Roger. Las palabras tenían efecto
porque conectaban con la experiencia de esas mujeres. Durante décadas, las
mujeres semitas eran las más oprimidas, las más humilladas, las más abrumadas
por el peso de la tradición, el machismo y la explotación. Los fascistas
simbolizaban todo eso. Y sus hijos lo eran todo para ellas: son el futuro, la
ilusión y la esperanza de que en el día de mañana ellos vivirán mejor, en un
mundo más justo, con casas de verdad, escuelas, trabajo digno… Iban a luchar
por ese futuro, iban a luchar por sus hijos.
Mi satisfacción por ver la reacción de aquellas mujeres se
ensombreció cuando me fijé en Pablo. También él estaba impresionado, pero, desgraciadamente,
en un sentido negativo: estaba enfadado, ahora creo que se moría de envidia tras
haber oído hablar así a Roger. En aquel momento pensé en que luego tenía que
hablar con él, pero ahora no había tiempo.
Traté de olvidarme de Pablo y volví a centrar mi atención en
Roger y en aquellas mujeres. Roger había enrojecido de vergüenza, incluso
volvía a tartamudear. Me hacía señales para que comenzara a indicar alguna cosa.
Las mujeres esperaban mis instrucciones.
A eso me disponía cuando algo voló sobre nuestras cabezas y
cuando impactó sobre las chabolas, éstas comenzaron a arder. ¡Eran bombas incendiaras!
Cayeron otras tres. Cundió el pánico. Los habitantes de la zona incendiada, al
extremo de los barracones opuestos a donde estábamos, comenzaron a huir despavoridos
hacia donde nos encontrábamos nosotros. Me giré y observé la colina desde
donde se habían lanzado las bombas: Había una masa gris de energúmenos que
gritaban mientras alzaban el brazo derecho con la mano estirada.
- ¡Proteged a los niños en el templo! - ordené a las mujeres.
- Si los fascistas entran en los barracones, el templo será una
trampa para los niños - me susurró Víctor.
- Están huyendo en dirección contraria al fuego, justo a donde
nos esperan los fascistas. Necesito que se organicen, no que corran y corran
sin sentido - le explique. - ¡Vosotras! - cogí un grupo de unas seis mujeres - Hay
que hacer un cortafuegos para que no avance y lo destruya todo. Coged agua y
herramientas y atacad al fuego, conseguid a más mujeres. ¡Vosotras! - cogí a
otro grupito de cuatro o cinco mujeres - Recoged a los niños de todas y
metedles en el templo. Aprovisionad el templo de agua y que algún anciano se
quede vigilando por si hubiera que refugiar a los niños en otro sitio. Víctor,
¿puedes encargarte tú de este tema? ¿Garantizar que los niños no se quedan sin
retirada? -Víctor asintió- ¡las demás! ¡Coged palos, piedras, lo que sea y
vayamos a plantar cara a esos cerdos!
Ellas habían decidido luchar. Esta tremenda explosión que rompía
por completo con sus rutinas cotidianas se hubiera terminado por dar sin Roger,
sin nosotros o los fascistas. Lo único que les faltaba era decisión y, sí,
alguien con las ideas claras. El pogromo y nuestra intervención era “el
accidente que expresaba la necesidad”. Ya no se trataba de un problema de
valentía o de falta de agallas. Estaban dispuestas a dar su vida en una causa
de la que están convencidas que es justa.
Pero para ganar eso no es suficiente. En sus corazones hay rabia
y decisión, pero también necesitábamos calidad, organización, capacidad de
mando. En todas las batallas la calidad de la dirección es fundamental. Un buen
comandante con formación y experiencia, audaz y respetado entre sus hombres,
puede sacar lo mejor de cada uno. Inspirar a la tropa, animar a los soldados.
Yo ya no era una buena comandante, pero los fascistas no se esperaban que
plantáramos cara: esa era nuestra ventaja. Y además, estaba convencida de que
de entre esas mujeres semitas pronto surgirían algunas más hábiles, más
abnegadas, más decididas… líderes naturales dispuestas a darlo todo y a tirar a
delante de las demás.
Ahora ellas se estaban organizaron. A partir de mis directrices las
mujeres mismas improvisaban, demostrando una gran creatividad y clarividencia: Un
grupo se encargó de los ancianos. Otras traían agua y comida. Otras fueron casa
a casa buscando armas. El grupo de “bomberas” se nutrió con más voluntarias,
pero los fascistas lanzaron más bombas multiplicando la tarea. Finalmente un
grupo de unas veinte o treinta mujeres de casi todas las edades se unieron a mí
para la batalla.
Pablo y yo teníamos pistolas. Las mujeres encontraron otras dos pistolas
y dos rifles de caza, pero solo nosotros sabíamos usarlas. Le indiqué a Pablo
un lugar estratégico para actuar como francotirador, con los rifles. Una de las
pistolas se la di a Roger y otra a una mujer joven llamada Sulem que parecía
dispuesta y audaz.
Mientras los fascistas se cachondeaban de nosotras por nuestra condición
de mujer, montamos una especie de barricada y con placas de uralita preparamos
escudos contra los proyectiles de los fascistas. Muchas mujeres habían
preparado piedras. Otras, escondidas, preparaban aceite y agua hirviendo.
Esperamos.
Los fascistas se alarmaron. No veían las típicas escenas de pánico
a las que estaban acostumbrados. “¡Son sólo mujeres semitas! Solo saben poner
el culo a sus maridos”. Gritó uno de sus cabecillas para inmediatamente ordenar
el avance de sus hombres hacia los barracones.
5.10
Llegó el momento decisivo. Los fascistas estaban armados con
bates, cadenas, varas de metal, puños americanos... También tenían pistolas,
pero en su arrogancia malgastaban la munición disparando al aire. Eran sesenta
o setenta, puede que algunos más. Cargaron hacia nosotros, gritando y
malgastando balas. Buscaban acojonarnos, pero la disciplina de las mujeres era
militar. Aguantaron esperando mis instrucciones y cuando los fascistas estaban
a tiro, entonces di la orden.
Sulem, Roger y yo les disparamos, Pablo hizo lo propio desde su
punto de tiro oculto y las mujeres sacaron improvisados gomeros, hondas y
cerbatanas con los que les lanzaban piedras de distintos tamaños. Los fascistas
no se lo esperaban. Abatimos a tres y herimos a otros cuatro y una buena tropa
se dispersó porque estaban sorprendidos y sólo pensaban en protegerse de las
piedras y los disparos. Pero aproximadamente la mitad seguían avanzando, más disciplinados.
Cuando iban a alcanzar nuestras posiciones se encontraron con las trampas de
aceite hirviendo y de agua también muy caliente que rápidamente se habían
preparado. Ya no era sorpresa. Era incertidumbre, miedo… esos arrogantes y
musculados nunca hubieran pensado que su ataque se estrellaría contra un grupo
de mujeres.
“¡Disparad estúpidos!” Ordenó rabioso el cabecilla. El pogromo
estaba gravemente herido. Su jefe lo comprendió y trataba de organizar a sus
huestes. Comenzaron a disparar empezando por el propio cabecilla que estuvo muy,
muy cerca de alcanzarme. Si abatíamos a aquel enorme nazi los demás huirían
despavoridos, pero no era sencillo. Por cómo se movía probablemente se trataba
de un antiguo militar, o más probable aún, un BAB encargado de entrenar y
dirigir a los fascistas. Por suerte para nosotros, ninguno de sus hombres
estaba a su nivel.
Nos lanzaron una granada, pero una jovencita muy valiente la
agarró y se la devolvió a los fascistas como si de una pelota se tratara.
Estalló en el aire, pero podía haber matado a varias de las semitas. Con todo,
las balas fascistas sí alcanzaron a Sulem, pero no fue grave y esta heroica
semita continuó peleando y disparando. Peor suerte tuvieron otras tres
compañeras que cayeron fulminadas y otras tantas heridas que ya no podían
pelear. Además desde la colina retomaron el lanzamiento de las bombas incendiarias,
pero en esta ocasión contra nuestras posiciones. Ordené retroceder a otra línea
de defensa, ya entre las casas, llevándonos a las heridas con nosotros. En ese
movimiento alcanzaron a otras dos mujeres. Los fascistas, reagrupados gracias a
su líder, se abalanzaron contra nosotras.
Durante todo ese tiempo, desde su posición, Pablo pudo derribar
a otros tres fascistas. El cabecilla, no obstante, logró localizarle y le lanzó
una granada. La explosión fue fuerte y la onda expansiva destruyó algunas
casas. Yo sabía que Pablo no tendría problemas en sobrevivir, pero se veía
obligado a salir de su escondrijo y luchar a descubierto, lo cual tampoco era
un problema para él.
La lucha ya se libraba casa por casa. Las mujeres defendían su
hogar con fiereza. Frente a los bates, puños americanos y cadenas de los
fascistas, las mujeres se enfrentaban con escobas, palos y piedras. Pese a que
en el combate cuerpo a cuerpo ellos tenían las de ganar, los fascistas se iban
debilitando. No estaban preparados para algo así. Sus enemigas aparecían de
cualquier esquina. Se escondían en las casas, aparecían por las ventanas. El
humo del fuego no les dejaba ver y los barracones eran como un laberinto. Llegó
un momento en que era difícil decir si avanzaban o si, simplemente estaban
perdidos entre las chabolas. Cundió la desmoralización entre los fascistas
mientras que en nosotros el entusiasmo crecía. Algunos ancianos, envalentonados
por el valor de las mujeres, se sumaron por fin a la lucha con sus bastones y
muletas. Aunque les estábamos dando una buena lección, el fuego avanzaba y
consumía los hogares.
¡Pero estábamos ganando! “¡Vámonos! ¡Vámonos!” Los fascistas retrocedían ya francamente
superados. Una visión que tampoco se esperaban vino a desmoralizarlos mucho
más. En lo alto de una de las colinas apareció una masa de hombres. ¡Sí!, a la
cabeza estaba Helena, inconfundible con su hiyab y su bastón. ¡Sabía que
volvería! ¡Y había conseguido traer a los jornaleros! Porque tras ella había varios
cientos de hombres, la mayoría semitas, claro está, pero no solo, también había
algún negro y algún blanco.
La masa de hombres cayó sobre los fascistas que retrocedían
fuera de las casas buscando refugio. Entonces nosotras cargamos para expulsar a
los que quedaban de los barracones. La batalla estaba ganada. Cuando los
jornaleros y algunas mujeres corrían a rodear a los fascistas, ya derrotados y humillados,
aparecieron a toda velocidad varios furgones de la guardia rural. Sólo habían
encendido las sirenas cuando estaban tan cerca que era imposible no verlos. Con
los furgones abrieron un pasillo para separar a los jornaleros de los fascistas.
El objetivo de la policía era proteger a estos últimos, así que sencillamente
se los llevaron. ¡Abrieron las puertas de los furgones y se los llevaron!
¡Estaba claro a quién protegía la policía! También entonces llegaron unas
ambulancias que, escoltados por la policía, se llevaron a los fascistas heridos
y retiraron los cadáveres. ¡Entonces sí podían ir las ambulancias a los campos
y a los barracones!
Pese a la rabia y la impotencia que me entraba al contemplar
cómo la policía hacía su trabajo, había sido una tremenda victoria. Las mujeres
semitas, doblemente oprimidas, habían derrotado a los fascistas con sus propias
manos. Pero no tenían tiempo para festejar nada. Tocaba apagar el fuego y
salvar de las llamas todo lo posible. Los hombres se sumaron a esta tarea y,
aunque parte de los barracones estaban calcinados, no importaba, pronto reconstruirían
aquellas ruinas con mucha más dignidad y orgullo.
5.11
Llamé emocionada a Helena para que dejara a los jornaleros y se viniera
conmigo. Ella acudió acompañada por dos hombres, uno semita y el otro blanco
con los que, me contó, había logrado agrupar a los trabajadores en los campos
de cultivo. A mí me acompañaba la joven Sulem, herida en un brazo, pero que se
había erigido en representante de las mujeres. Me fijé que no soltaba el arma.
Probablemente nunca más lo soltaría.
La ciega y yo nos abrazamos y nos reímos de los fascistas mientras
yo le relataba como habíamos logrado organizar la defensa de los barracones a
pesar de las dificultades que en un primer momento habíamos tenido con los
ancianos y el religioso. Le presenté a Sulem y a otras dos mujeres que habían
participado en primera línea. Ella me relató cómo había logrado organizar a los
trabajadores y me presentó a sus acompañantes. El blanco se llamaba Jack y el
semita Moham. Cuando llegó a los cultivos había sufrido la humillación de un
manijero que la insultó y la llegó incluso a tirar al barro. Ella, que pese a
estar herida podría haberse cargado sin problemas al manijero allí mismo, optó
por hacerse la víctima. Jack intervino para defenderla. Se quitó de encima al
manijero, la ayudó a levantarse y escuchó con atención el aviso de Helena de la
proximidad del pogromo. Fue Jack el que le condujo a Moham y a los demás
jornaleros. Comprobé que Sulem y Moham se conocían, pero me fijé que había
cierta distancia entre ellos. Supuse que para los hombres era muy incómodo el
que hubieran sido las mujeres las que habían luchado y las que habían derrotado
a los fascistas.
¿Dónde estaban los demás?
Víctor fue el primero en aparecer. Huía de un grupo de ancianas que trataban de
agradecerle su ayuda con comida, ropa, masajes y caricias. Eran como moscardones alrededor suyo. Se le
veía contrariado e incómodo. Tuvo que ser Sulem la que las logró dispersar y
alejar, diciéndoles en dialecto semita que con sus agasajos estaban
incomodándonos. Las ancianas, sin molestarse, siempre muy agradecidas, dejaron
de molestar a Víctor.
Pero, ¿y Pablo y Roger? Mientras
yo hablaba animada con Helena, en otra zona del barracón los dos muchachos
tuvieron el inevitable encontronazo. Antes o después tenía que suceder. Los
hechos fueron, luego me contarían, más o menos así:
Al parecer Roger estaba ayudando a una mujer a trasladar a una
herida dentro del edificio religioso cuando una mano le sujetó con fuerza el
hombro: Era Pablo, con la ropa y la cara manchada de hollín y sudor, y los ojos
inflamados de odio. Roger se asustó.
- Te tuve a tiro tartaja gordinflón. Sólo por lealtad a la Exiliada
no te metí un tiro entre ceja y ceja.
Roger palideció. No lo entendía. No comprendía porque Pablo le
había demostrado siempre tanta antipatía y ahora incluso le amenazaba de esa
manera. Lo peor es que sabía que Pablo le decía la verdad: durante la batalla
le podía haber asesinado de un disparo. Pensó en que nadie se hubiera imaginado
que el autor del asesinato era Pablo y que se achacaría su muerte a una bala de
los fascistas.
- No te hagas ilusiones gordo de mierda. Nunca permitiré que sea
tuya. Por muy buenos mítines que des o por muchos libros que le enseñes.
¡Ahora lo comprendía todo!, pensó Roger.
- Te equivocas Pablo - le respondió sin ninguna tartamudez. - No
es de mí de quien tienes que estar celoso.
Y Roger se desembarazó de la mano de Pablo. Sus palabras le
hicieron comprender. Bruscamente pasó del rojo furia a la palidez propia de la
sorpresa y la estupidez.
- Vamos con los demás.
Los dos muchachos abandonaron el edificio religioso para
buscarnos, primero marchaba Roger, erguido de satisfacción, tanto por cómo se
había resultado la confrontación con los fascistas y su propio papel en todo
ello, cómo por la manera en que había logrado despachar a Pablo, que le seguía
a distancia y cabizbajo. Yo seguía hablando con Helena, Sulem, Jack y Moham
cuando se nos unieron. En ese momento no les presté atención, estaba centrada
en conseguir información sobre Orestes. Parece ser que Víctor si se dio cuenta
de que algo había pasado entre ellos dos.
Moham y Sulem conocían a Orestes. Sulem había coincidido con él
en el barracón en varias ocasiones. Al parecer Orestes mantenía reuniones
privadas con algunos hombres y traía medicamentos y libros para los enfermos y
los niños. No sabía nada más de aquel blanco, salvo que ella tenía la sensación
de que el ex bolchevique, aunque les ayudaba, no dejaba de mirar a los semitas
por encima del hombro, dándoles sermones y tratándoles como niños ignorantes. “Es
el Orestes que conozco, arrogante como él sólo”, pensé.
Moham sí parecía tener más trato con Orestes. Le disgustaban las
explicaciones de Sulem y me dijo que Orestes sabía que yo estaba aquí y que le
habían mantenido informado de todo. Moham creía que era muy probable que Orestes
ya supiera todo lo que había pasado esa tarde con los fascistas. Según Moham,
Orestes estaba dispuesto a verme esa noche. Me esperaría en mi antigua casa en Stickton.
¡En
Stickton! Mi sorpresa fue mayúscula. Hice un sinfín
de preguntas: pregunté por la policía, que cómo se atrevía Orestes a citarme
allí, que cómo sabía que yo había vuelto a New Haven… pero Moham no tenía
respuestas, o no quería dármelas. Víctor me alertó de que podía ser una trampa.
Moham me garantizó que no, que confiara en Orestes. Moham se ofreció
acompañarme, también me indicó que mis amigos podrían ir conmigo, pero se tendrían
que quedar fuera de la casa. Sulem negaba con la cabeza. Parecía no fiarse de
Moham. Me dijo que también ella me acompañaría y que me cuidaría, no importaba
lo que le dijera su marido. Moham gruñó. ¿Eran Moham y Sulem marido y
mujer?
El sol comenzaba a ocultarse tras las colinas que rodeaban los
barracones. Mientras nosotros seguíamos hablando, los hombres y las mujeres
semitas continuaban trabajando juntos adecentando sus hogares. Habían logrado
extinguir el fuego, las mujeres, ancianos y niños heridos habían sido atendidos
y los cadáveres, retirados. Pronto recibirían sepultura... Muchas casas estaban
destruidas, pero a la mañana siguiente se volverían a alzar. El tiempo ya era
caluroso así que no habría problema para que los que se habían quedado sin nada
pudieran dormir esa noche. También hicieron una cena colectiva para que todos
estuvieran bien alimentados después de un día tan duro. Por supuesto, nosotros
fuimos invitados. Pese a todo ese trabajo, en las mujeres se notaba un grado de
orgullo y dignidad como nunca antes habían tenido: caminaban erguidas,
sonreían, tenían sus ojos iluminados. Y sus maridos, hermanos, padres e hijos,
estaban comprendiendo que aquella tarde sus esposas no sólo se habían
enfrentado a un grupo de fascistas.
Ya nada sería igual.
Sulem era una demostración de todo eso.
5.12
¡Encontrarme
con Orestes en mi antigua casa! Eso no tenía ningún sentido. ¡Era jugar con
fuego! Víctor estaba convencido de que se trataba de una nueva trampa de
Helena. Decía que era muy probable que las BAB sí supieran quienes eran
realmente mi familia y me estuvieran esperando allí; que era una locura que
fuera y mucho menos sola. No obstante Sulem me explicó que Moham realmente sí era
un colaborador muy cercano al blanco al que llamábamos Orestes. En Sulem sí
confiaba. Es lo que da la lucha hombro con hombro. Helena también me garantizaba
que ella no tenía nada que ver. Así que me aventuré a acudir a la cita aunque
la perspectiva de volver a mi hogar paterno no era de mi agrado. Fuimos todos
en la furgoneta. Aunque mis compañeros no pudieran entrar en la casa siempre venía
bien algo de ayuda por si las cosas salían mal. Sulem desafió a su marido para venir
con nosotros. Mientras tanto, Víctor no le quitaba el ojo de encima a Helena.
Cuando llegamos a Stickton y a mi antiguo hogar paterno ya era noche cerrada. El
cielo estaba despejado y la luna y las estrellas iluminaban el firmamento en
todo su esplendor. Aparcamos la furgoneta y Pablo fue a inspeccionar la zona.
Volvió sin novedades. Todo parecía tranquilo. Así que Moham y yo nos bajamos y nos
acercamos hacia mi antigua casa. Moham era un semita de mediana edad. Debía
rondar los cuarenta. Era muy hermético e ignoraba las preguntas que yo le hacía
sobre Orestes. Lo único que me explicó es que, cuando Helena acudió a los
campos a informar del ataque fascista, él había telefoneado con un móvil-seguro
a Orestes para pedir instrucciones.
¡Mi antigua casa! O lo que quedaba de ella. Como otras casas de Stickton, estaba en ruinas, abandonaba. Supieran o no las BAB dónde
había pasado yo mi infancia… si no vigilaban la casa era porque no había nada
que vigilar: Las paredes y algunos trozos de los tejados se mantenían en pie,
pero las ventanas y puertas estaban reventadas, las piedras ennegrecidas por el
fuego y el interior se había convertido en un vertedero. Todo el interior había
sido saqueado. Aquel viaje cada vez se parecía a un viaje dentro de mí misma...
¿Tenía la necesidad de ver aquello? ¿Tenía Orestes alguna perversión sádica que
le hiciera disfrutar torturándome de esta manera?
Reconocí el lugar donde mi padre se sentaba todos los domingos a
leer la prensa. Allí esperaba a que mi madre volviera del templo religioso para,
juntos, preparar la comida. Los domingos acostumbraban a hacer arroz asartenado
con verduras y pescados, un plato que a mí me encantaba, pese a la verdura y al
pescado... ¡Quería salir de allí! Recordar todo aquello, contrastarlo con la
dura realidad de hoy… era muy doloroso.
- Tenías que verlo Exiliada.
Esa voz era de Orestes. Una voz envejecida, menos firme que la
de antaño, más ronca, pero igual de elocuente y convincente. Me giré para verle
y allí me lo encontré, mirándome fijamente mientras Moham me apuntaba con una
pistola.
- Tenías que ver lo que supusieron las guerras en tu entrono más
íntimo. ¿Qué te parece? – y sin darme tiempo a responder -. Cayo sabía que
volverías, pero yo tengo mis dudas de que no hayas vuelto para servir de
instrumento a los fascistas.
Orestes me miraba por encima del hombro con su habitual pose
soberbia que el paso del tiempo no había mermado. Seguía siendo el mismo de
siempre.
- ¿Te das cuenta de lo que tus acciones irreflexivas han
provocado? Y no hablo de la destrucción del hospital de Cáledon. Aquí en New
Haven, de la mano de una agente de las BAB, revientas una fiesta de la
oligarquía de la región para luego organizar a las mujeres semitas y humillar a
una banda fascista. ¿Qué creías conseguir con esas acciones? ¿Sigues en guerra
contra el mundo Exiliada?
Como solía hacer siempre, sólo hablaba él, no me dejaba
explicarme.
- Una vez más, acciones irreflexivas toman caminos peligrosos.
Oligarcas y fascistas se sentirán avergonzados y furiosos. Se vengarán de los semitas.
¿Y estarás tú otra vez para protegerlos? Traerán a más fascistas e incluso a
las BAB para dar un escarmiento a los jornaleros. Y a los que abandonaron su
puesto de trabajo para ir a los barracones, les despedirán y les añadirán a una
lista negra.
- Es mejor no haber hecho nada, ¿no? – decidí interrumpir al
antiguo dirigente.
- No has aprendido nada de las guerras y el exilio. Las acciones
audaces son fundamentales, pero también hay que valorar las consecuencias de
esas acciones.
- En este caso te equivocas Orestes - le volví a interrumpir -.
Las mujeres semitas derrotaron a los fascistas. ¡Ellas mismas! Si lo hicieron
una vez, pueden hacerlo más veces. En el pasado tú mismo luchabas contra todos
los escépticos que se mofaban de nosotros cuando defendíamos en solitario que
la clase obrera es fuerte, que la clase obrera puede, que la clase obrera es
capaz.
- ¡No, no, no! ¡No es eso! ¡No escuchas nada! Cayo se
equivocaba –se dijo a sí mismo como si confirmara sus sospechas-. El exilio no
ha aminorado tu arrogancia. Aquí en New Haven veníamos desarrollando un
paciente trabajo clandestino de unión, de crear lazos entre...
- ¡Entre mujeres muertas y niños aterrorizados! Que es lo que
habría, ¡de no haber organizado la resistencia del barracón!
- ¡La revolución avanza con el látigo de la contrarrevolución! -
sentenció Orestes.
- Eso decíais con la invasión fascista y vuestra inacción lo
estropeó todo.
- ¡Nuestra inacción! ¡Cómo te atreves! Estábamos preparando la
toma del poder. ¡Todas esas milicias de Jaime las habríamos podido utilizar
para derrocar al gobierno y entonces luchar contra el fascismo y hacer la
revolución simultáneamente! Ese era el plan.
Seguir discutiendo no aportaría nada bueno. No estaba de acuerdo
con él, con su arrogancia de sabelotodo. Quería acabar el trabajo, sacar algo
de información e irme de allí, salir de esa casa.
- Leí las actas del día que comparecí ante vosotros tras la
guerra antifascista. No era eso lo que decíais.
- ¿Las has leído? ¿Las actas? ¿De dónde las sacaste? ¿Quién las
conservó?
- Verónica
- ¿Verónica? Hace mucho que no sé nada de ella. La creía muerta.
- Me envió a buscarte, a ti y a los demás. – Orestes parecía
sorprendido -. Cuando me fui de la sala – regresé al tema de las actas- parece
que reconocisteis parte de vuestros errores. Entonces ¿por qué me exiliasteis?
A Orestes no le gustó mi comentario.
- Nos equivocamos en la guerra antifascista, Exiliada. Nosotros
siempre reconocemos los errores. Pero eso no significa, ni muchísimo menos, que
vosotros actuarais correctamente. Cuando compareciste ante nosotros, tú ya no
eras una bolchevique. Te enviamos al exilio para que reflexionaras y
aprendieras. Cayo confiaba en ti, pero yo tenía mis dudas. Las sigo
teniendo. Tus esfuerzos aquí en New Haven han sido sinceros. Lo reconozco.
Pero me temo que ahora se iniciará un baño de sangre...
Orestes se detuvo por un instante. Parecía reflexionar. Yo no
estaba de acuerdo con su última afirmación, pero no quería polemizar. Las
mujeres semitas eran ahora más fuertes, estaban más organizadas: estaban, por
tanto, mejor preparadas para enfrentarse a la represión. No plantar cara por
miedo a las consecuencias, por miedo a la debilidad, es agachar la cabeza, es
desmoralizarte y debilitarte aún más.
- ¡Cuánto tiempo ha pasado! – el gran Orestes empequeñecía
aplastado por los recuerdos. – Tras la reunión en la que te exiliamos, tuvimos
que huir de la sede del Partido… El gobierno nos puso fuera de la ley… ¡a eso
nos llevó la guerra civil! Ya en la clandestinidad intentamos reconstruir la
organización así que tratamos de reunir al Comité Central… ¡Fue un error! ¡Fue
un acto irreflexivo! El ejército irrumpió de pronto… Muchos cayeron ese día…
Los que sobrevivimos perdimos el contacto unos con otros. ¿Qué es lo que quiere
Verónica después de tanto tiempo?
- Dice que quiere reconstruir el Partido, pero no me fio de
ella, no sé, parece distinta, parece… -buscaba la palabra para definir a mi
antigua mentora- caída.
- Todos hemos caído. Unos más que otros.
- Os espera en Cáledon.
Orestes volvió a meditar durante un instante.
- ¡Está bien! Acudiré a Cáledon. Quizás va siendo hora de
reaparecer. En cuanto a ti –recuperando el tono soberbio que siempre le había
caracterizado-: Deberías de aprovechar estos viajes para reflexionar sobre todo
lo que ha sucedido. Dudo que el exilio haya sido suficiente para ti. Sigo sin
fiarme de ti.
Aquel hombre me exasperaba. Me apetecía recordarle que, en su
gran sabiduría, era él el que se escondía en New Haven. Era él el que no había
construido nada en todos esos años. Era él el que tenía que reflexionar,
pensar... Pero no tenía ningún sentido discutir más con Orestes.
-¿Por qué me has hecho quedar contigo aquí, en la antigua casa
de mis padres? ¿Algún tipo de tortura?
- Ese es tu problema, Exiliada. Siempre fuiste brillante, con
una tremenda cualidad de formar grupos, de ganar gente, de agruparla a tu
alrededor, pero siempre te has tomado todo como un ataque contra ti, como algo
personal. Como si fueras el centro del universo. No fuiste a la guerra a
derrotar a los fascistas. Fuiste a la guerra a por gloria, a por fama… para
convertirte en una especie de heroína de la clase obrera. Por eso necesitabas el
exilio. Necesitabas un mazazo de humildad para que reaccionaras. Y por eso estamos
aquí, por eso hemos quedado aquí: Para que recordaras lo que pasó. Para que
valoraras lo que sucedió.
- ¿Y no has pensado, sabio Orestes, que actuar con un mazo puede
ser un error? ¿Que los jóvenes no nacen aprendidos y que en su aprendizaje
necesariamente tienen que ser impulsivos y cometer errores?
- Sí, sí, sí. Pero por eso en el Partido hay cuadros, camaradas
con más experiencia y sabiduría. ¡Qué es lo que tú olvidaste por completo! Cuando
compareciste ante nosotros ya no eras una bolchevique… antes incluso de que
nosotros te expulsáramos del Partido. ¡Ya te habías perdido! Y, quién sabe,
quizás este viaje que ayude a redescubrir quién eres realmente. Rebusca en tus
recuerdos, Exiliada. Rebusca en tus recuerdos...
No me explicó nada más. Ni siquiera se despidió. Tras estas
palabras Orestes y Moham se fueron y me dejaron allí, a solas con mis
recuerdos. Así que, por una vez, hice caso de Orestes y decidí recorrer
aquellas ruinas en busca de recuerdos:
Entré en las ruinas de la cocina. Ya no había ni rastro del olor
de la cocina de mi madre... Un olor característico que me abría el apetito, que
me reconfortaba... No lo recordaba. No sabría cómo describirlo… ¡Ya no existía!:
es como si esos recuerdos se hubieran difuminado, como si ya sólo quedara en mi
memoria la guerra, la muerte y la soledad.
Subí a lo que había sido mi cuarto. Había escombros y un colchón
viejo, sucio y fétido de orines... Algún indigente ocupaba aquel rincón, antes
mío. En esa habitación jugaba, con mis muñecas, con mis sueños, tenía un
diario... Allí me di un primer beso con un chico... ¡Y me di cuenta de que algo
iba mal! jajajaja. Me reí. Era nostalgia, pero una nostalgia agradable, que me
dejaba una buena sensación.
Y entonces me di cuenta. Sobre unas cajas de cartón había una
foto enmarcada. Era yo de adolescente en una manifestación. Iba con megáfono
coreando consignas. Recordé ese momento: había salido en la prensa local y mi
padre al verla publicada llamó al periódico una y otra vez hasta que consiguió
el original y me lo regaló. Él no era bolchevique, pero estaba orgulloso de que
tomara partido. Era una manifestación… ¿de la educación pública? Creo que el
gobierno socialdemócrata había tratado de atacar y recortar la educación
pública. Una de tantas manifestaciones de aquellos años.
No recuerdo cuándo, ni cómo perdí aquella foto. No sé cómo la
habría conseguido Orestes. Pero, pese a la aversión que aquel hombre me
causaba... Agradecí que la hubiera guardado y que me hubiera dado la
oportunidad de recuperarla.
5.13
Pasamos el resto de noche durmiendo en los barracones de Lutiere.
Sulem nos consiguió cinco camas para que pudiéramos descansar en condiciones.
Fuimos recibidos con mucho calor humano, estaban muy agradecidos a nuestra intervención.
Por si acaso, los hombres, que querían recuperar la iniciativa frente a las
mujeres, organizaron guardias para vigilar el perímetro. Víctor seguía temiendo
a Helena. Estaba convencido de que si dormía la asesina ciega aprovecharía para
rajarle el cuello. Roger, por su parte, estaba bastante abatido. Se sentía
orgulloso por lo que había hecho, pero desconocía cual sería ahora su camino y
eso le desconcertaba. Sabía que no podía volver a casa. Pablo también estaba
inquieto. Cada tramo del viaje parecía quedar menos de aquel muchacho que había
conocido en el hospital y aparecía ante mí una máquina de matar. Pablo me
preocupaba, aunque parecía que su tensión con Roger había amainado.
Antes de dormirme llamé a Bruno. Le informé de los avances en
New Haven: de que Orestes se comprometía a reunirse con Verónica en Cáledon.
Bruno por su parte me explicó que se habían salvado todos los trabajadores y
sus familiares de la fábrica, pero que, claro está, no tenían casa a la que
regresar. La mayoría le habían pedido papeles para ellos y sus familias para así
poder abandonar la República, pero James -el que parecía el cabecilla del grupo
de trabajadores- y Selma -la mujer que más reticencias había mostrado contra mí-
habían decidido quedarse y ayudar a la Red, a Bruno, a continuar la lucha de
manera clandestina. Eran muy buenas noticias.
Esa noche volví a soñar. Me encontré en mi casa de Stamford. Me
vi a mi misma de niña en el regazo de mi padre. Él me explicaba, no sé el qué.
Pero yo de niña le prestaba mucha atención. Simultáneamente yo de adulta miraba
aquella escena. Iba armada y sentía un irresistible impulso de disparar contra
yo-niña. Disparé. No pude evitarlo. Y era Orestes el que moría. Me giré y Verónica,
Víctor y mi yo del exilio -gris y colocada- se reían de mí. Volví a mirar el cadáver
de Orestes y era yo misma la que yacía en el suelo.
Me desperté sobresaltada en medio de la madrugada. Todos dormían
excepto Helena que, en el mayor de los silencios, pese a su ceguera, parecía
que me observaba.
- A mí también me cuesta dormir - me explicó la ciega. - Entre
los semitas se dice que sólo duerme bien quien está limpio por dentro.
Miré instintivamente a Pablo y a Víctor. En el caso del anciano,
incluso su temor a la muerte había sucumbido ante el cansancio y el sueño.
- ¿Por qué no duermes tú? - le pregunté.
- Estos dos días contigo lo han cambiado todo, Exiliada. Verás… Saúl
me convirtió en lo que soy. Ahora es lo único parecido a una familia que tengo.
Y por eso le odio. Llevaba tiempo buscando una oportunidad para vengarme. Desconozco
las causas, pero sé que se juega mucho contigo. Él quería que asesinara al
viejo y que a ti te dejara con vida. Pero te juro que no sé el porqué, yo solo
cumplía órdenes. Pero cuando comencé a seguirte, pensé que si me ganaba tu
confianza y eliminaba al viejo podría acercarme lo suficiente a Saúl sin que sospechara
y destruirle.
Nos quedamos un instante mirándonos... Bueno, yo la miraba; ella
permanecía frente a mí, hermética, escuchando mi respiración y, como más tarde
me reconocería, sintiendo el latido acelerado de mi corazón.
- Él te está buscando, Exiliada. Te quiere capturar viva y es
capaz de hacer cualquier cosa para conseguirlo. Saúl es un monstruo, sólo
quiere poder. Y piensa que si te coge su poder se incrementará. Te usará y te
destruirá. No se lo permitiré.
- ¿Qué te hizo?
- Me depravó. Asesinó todo lo bueno que había en mi interior. Me
transformó en un monstruo a su imagen y semejanza.
- Me niego a creer que no haya nada bueno en ti.
- Solamente soy una asesina.
- No es cierto.
Las dos sabíamos lo que queríamos que pasara. Pero no podía
pasar. No entonces. Nos cogimos de la mano y nos tumbamos una junto a la
otra. Y entonces sí pudimos conciliar el sueño.
Antes de que amaneciera ya estábamos en pie. Teníamos que
continuar nuestro camino y abandonar la región de New Haven. Corrían rumores de
que la República había movilizado al ejército para apaciguar los campos y que
las tropas estaban en camino. Los semitas habían madrugado para esconder armas,
trasladar heridos lejos de aquellos barracones y ocultar a los, más bien las,
cabecillas de la resistencia a los fascistas. En todo caso nuestro camino nos
alejaba de allí. Davenport nos esperaba.
Helena se sumó al grupo, pese a las quejas de Víctor. Roger y
Sulem también querían acompañarnos. Sin embargo decidí seguir un criterio
similar al de Bruno. En mi opinión tenían que quedarse en New Haven. Lo más
urgente era ayudar a los semitas contra la represión. Orestes había pintado un
futuro complicado y tenía parte de razón. Roger tenía conocimientos y acceso a
tecnología muy útil y Sulem era valiente y con mucha personalidad. Allí podían
hacer un gran trabajo. Puse a Roger en contacto con Bruno e intercambiamos
números de móviles seguros para mantenernos informados.
Y creo que fue muy correcto lo que les propuse porque, si
durante las últimas horas Roger era una especie de alma en pena, ahora, con una
misión muy concreta en la vida, con un objetivo, con un sentido, parecía que ya
no le importaba que su vida anterior se hubiera terminado. Roger, el tartamudo,
ya no tartamudeaba. Había roto con su pasado. Con su vida de esnob pijo. En sus
adentros se despidió de sus padres, médicos, de su familia, de su hogar
confortable. Había decidido, no sólo luchar de manera casual, protegido por el
ala protectora de su familia, había decidido luchar con todas las consecuencias
contra un sistema social sobre el que se construía toda la opresión y miseria
de los que le rodeaban.
Llegó la hora de la partida. Abracé al nuevo Roger, dispuesto a
despedirse de mí con una sonrisa de oreja a oreja y un “hasta la vista” y
estreché la mano con Sulem, la joven heroína. Montamos en la furgoneta y
emprendimos el camino. En un bolsillo llevaba un tesoro, la foto de mi
adolescencia en las Juventudes. En el corazón llevaba otro: la proximidad a
Helena y nuestros sentimientos mutuos.
FIN DEL CAPÍTULO 5
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