3. LA ÚLTIMA BOLCHEVIQUE
3.1
- La policía actuó primero en un almacén abandonado
del Polígono Este. Allí hubo un tiroteo y dos cadáveres.
Era la voz de un hombre mayor, se escuchaba procedente
de una pantalla. Su resplandor era la única luz que iluminaba aquel cuarto
oscuro. Levemente se percibía una silueta de hombre. Alguien que escuchaba con
atención aquellas palabras. Era "Número 2". Como sabíamos, había
logrado escapar del hospital. Pero no estaba intacto. La oreja derecha la tenía
vendada, y la cara la tenía llena de arañazos y cicatrices. Su ojo derecho sufría
una hemorragia interna. Estaba sentado en un sillón, concentrado en la
pantalla.
- Inmediatamente, -continuó aquella voz - diversas
patrullas policiales abordaron nueve pisos del populoso barrio de la Colmena. En
al menos tres, la situación derivó en incendios. La prensa no ha dicho nada,
tan sólo que el más grave de los incendios fue producto de un escape de gas.
- ¿Una explosión de gas? ¿Y sólo hay un incendio? - señaló con sorna "Número 2" – La prensa es estúpida. Cualquiera sabe que tal y como están las instalaciones de la Colmena, una explosión de gas se llevaría varios edificios del barrio por delante con mucha facilidad, como ya ha sucedido varias veces. ¡Zoquetes! ¿Qué será lo próximo? ¿Qué lo del hospital fue por un simple cortocircuito?
- Ya ves, Número 2. En el Ministerio Especial de
Pacificación hay mucho caos estos días, luchas de poder, intrigas, ya no
trabajan bien. No obstante, aunque Número 1 piensa que lo tuyo en el hospital ha
sido muy poco sutil, el resultado sí es satisfactorio. Está contento porque el
miedo a la guerra y al bolchevismo ha vuelto a avivarse y eso nos beneficia,
dentro de unos límites.
A Número 2 le aburrían aquellas discusiones políticas.
Se lo hizo notar a su contacto con Número 1 mediante un bostezo.
- Está bien. Continúo: De esos nueve pisos, ocho
corresponden a trabajadores de una factoría cercana de Cia+Fia. El noveno, a
los padres de una de esos ocho. Es precisamente uno de los cadáveres del
almacén: una mujer que hemos identificado como veterana de las milicias de
Jaime en la guerra antifascista, casada con otro antiguo miliciano. Ambos en la
unidad militar de la Exiliada.
Número 2 le interrumpió.
- ¡La Exiliada!
- Número 1 está convencido de que todo ese lío lo ha
vuelto a provocar tu amiga, por eso me ha ordenado que me ponga en contacto
contigo, Número 2. Quiere darte otra oportunidad.
- No le fallaré. Ya he invertido mucho en este asunto.
Es algo personal.
Calculo que Número 2 recibió aquellas instrucciones
mientras nosotros escapábamos de La Colmena con Bruno y su bebé. Lo cuento
ahora porque creo que es mejor seguir un orden cronológico en el relato, aunque
yo no estuviera presente. Así me ahorro de explicaciones complicadas cuando más
adelante me volví a encontrar con aquel mercenario. Por supuesto, donde hay un
"Número 2", tiene que haber un "Número 1" que yo aún no
conocía.
Pero volviendo a nuestra huida de la Colmena, os
podéis imaginar cómo se encontraba Bruno. Lo de su mujer... ¡uf!
Para mí todo aquello también era complicado. Gloria
había servido en mi batallón, junto con Bruno. Ya durante la guerra creo que se
liaron un par de veces. Unos polvillos inocentes entre batalla y batalla. Ambos
estaban en mecánica, arreglando los instrumentos, armas, vehículos... aunque en
los momentos más complicados, también se ponían a pegar tiros. De los dos, con
el que más relación tuve fue con Bruno. Me parecía el más serio, el más
eficiente, leal... Gloria siempre me pareció un poco aventurera y frívola...
pero ¡diablos! no como para que se convirtiera en una traidora capaz de
delatarnos a todos.
Supongo que todo cambió cuando tuvo al bebé. Todo
cambia cuando se tiene un bebé. Eso dicen. Yo nunca lo he querido comprobar,
pero tiene sentido. ¿Pero fiarse de las BAB para salvar a su familia? Es de
locos... y también es una demostración del grado de desmoralización que domina
a todos los que en su día luchamos en las guerras. Sólo te conviertes en un
delator si piensas que la causa está perdida... si piensas que no hay nada que
hacer excepto salvar tu propio pellejo y, sobre todo, el pellejo de aquellos a
los que quieres. ¿De qué le valió a Gloria?
Aún hoy no puedo olvidar a ese comisario gordinflón.
Salvando a la hija de Bruno se estaba condenando a si mismo... Es curioso que
un acto tan digno saliera de un miembro de las cloacas del Estado. Eso
significa que el poder de la República no es todopoderoso... Si aquellos que
tienen que protegerla, protestan contra sus injusticias... ¿No es eso un
síntoma de tremenda debilidad, más que de fortaleza? Viejas capas se
desmovilizan, pero también surge gente nueva que se cuestiona lo que sucede.
Pensaba en todo esto mientras sujetaba la mano a Bruno.
Mi compañero miraba desolado a su bebé mientras, sin duda, no dejaba de darle
vueltas a la muerte de Gloria. No había abierto la boca en todo el viaje.
Pablo conducía la furgoneta acompañado por Víctor en
la cabina. No sabíamos muy bien dónde ir. Dábamos vueltas por barrios alejados
de la ciudad. Pablo insistía en Davenport, pero Víctor se imaginaba controles
en las principales salidas de Cáledon. ¿No les habíamos dicho a los
trabajadores que huyeran de la ciudad? ¿Qué se refugiaran en el segundo motel y
todo eso? Víctor se limitó a explicar que algunos se salvarían y otros no, que
él no se imaginaba un operativo tan brutal, capaz de prender fuego a un
populoso barrio. Pero Cáledon tampoco era un lugar seguro. Teníamos que decidir
qué hacer.
Sonó entonces el móvil seguro de Bruno. Bruno no tenía
ganas de atenderlo y me lo pasó a mí. Me puse y reconocí la voz de una de las
gemelas.
- ¿Aral? ¿Lara?
- ¿Quién eres? ¿Dónde está Bruno?
- Bruno no está en condiciones de ponerse. Soy la Exiliada.
Se hizo un instante de silencio.
- ¿Por qué nos mentisteis? ¡Da igual! Mira todo lo que
has provocado Exiliada - Traté de explicarme, pero la gemela, la que fuera, probablemente
Aral, me interrumpió - Escúchame. En cuanto nos enteramos de lo que pasó
supimos que aún seguías en Cáledon. Ella quiere verte.
- ¿Ella? ¿Quién es ella? - Bruno me miró sin saber
nada al respecto.
- La conoces. Te estaba esperando. Bruno conoce los
cines de Lacánsir. Dirigíos allí. Os recogeremos y os daremos protección.
Y la gemela colgó.
- Parece que conoceremos al verdadero cerebro de la Red
- dijo Víctor. - Estaba claro que detrás de todo no podían estar simplemente esas
gemelas simplemente.
3.2
Los
cines de Lacánsir realmente era un cine. El cine. Un antiguo mastodonte.
Lacánsir era otro barrio de Cáledon situado en el norte de la ciudad. En el
pasado era un barrio famoso y rico, pero había sido destruido por los
bombardeos fascistas y no había sido reconstruido tras las guerras. Así que actualmente
no era más que un 'barrio fantasma', de hecho, muchos habitantes de Cáledon así
lo llamaban: el barrio fantasma.
Tras
años de abandono, todo lo que podía haber tenido un valor o una utilidad se
había evaporado, así que solo quedaba hormigón, herrumbre oxidada y los
tremendos cráteres provocados por las bombas enemigas. Nada más.
En
medio del barrio se eleva el antiguo Gran Cinema, construido en su época con
gran lujo, escaleras tapizadas en rojo, azafatas, cartelones pintados a mano
con la caratula de las películas exhibidas, aperitivos... Se decía que el último
rey frecuentaba de incognito el Gran Cinema movido por su lujo y, sobre todo
por el surtido de películas que se proyectaban en la sesión golfa, acompañado
de azafatas... más bien ligeritas de ropa. Ahora no quedaban ni azafatas, ni alfombras,
ni reyes, pero era, con diferencia, la estructura que se mantenía más en pie de
todo el barrio.
Para
impresionar a muchachos jóvenes y a los amantes de lo sobrenatural, se decía
que las almas asesinadas en los bombardeos de Lacánsir aún acudían al Gran
Cinema para ver sus películas favoritas. ¡Parece que una procesión de
espiritistas farsantes, creyentes y curiosos peregrinaban por las noches para
corroborar tales historias! Para una materialista como yo, los vagabundos se
refugiaban dentro, encendían hogueras para no pasar frio y ahuyentaban a niños
y niñatos susceptibles de ser asustados.
Pero
antes de llegar a Lacánsir tuvimos dos urgencias más mundanas: la furgoneta se
quedaba sin gasolina y la hijita de Bruno lloraba exigiendo comida. Llevábamos
toda la noche sin dormir y estábamos cansados, sedientos y hambrientos.
Paramos
en una gasolinera. Solo un momento. Víctor aprovechó para ir al baño;
repostamos el depósito; Bruno compró leche para bebe y chocolatinas, agua y
café para nosotros... Yo aproveché para hablar con Pablo. Quería disculparme:
-Mira
Pablo, en el almacén, yo llegué a pensar…
-
Que yo había asesinado al trabajador.
-
Sí.
Se
hizo el silencio entre los dos.
-
¿Y ahora qué piensas? – me preguntó el muchacho con los ojos fijos en el suelo.
-
Sé que no fuiste tú.
-
No me conoces. – alzó su mirada y me clavó sus ojos en los míos.
-
Pero, no sé, confío en ti. No sé por qué.
Pablo
sonrió. Me dio una palmada en el culo, como había sucedido en el trastero del
pabellón del hospital y corrió a refugiarse detrás de la furgoneta, consciente
de que iba a perseguirle para devolvérsela. Así hice, le alcancé tras un par de
vueltas corriendo, como si fuéramos niños jugando, le di un puntapié en su
culo, nos reímos y, viendo que Víctor y Bruno ya estaban listos y nos miraban, riéndose
a nuestra costa, nos subimos al vehículo con una pizca de vergüenza y unas
amplias sonrisas.
Pero
no estábamos solos en la gasolinera. Al parecer Número 2 había desplegado a sus
hombres con la esperanza de localizarnos: lugares de paso frecuente, grades
superficies comerciales, hostales y pensiones de mala fama, cualquier tugurio
donde esconderse… No le faltaban recursos al mercenario y parecía contar con una
tela de araña más tupida que la de la policía. En nuestra gasolinera había uno
de sus chivato que nos reconoció e informó a su jefe. Era cuestión de tiempo
que nos descubrieran. Aunque hubiéramos continuado dando vueltas por la ciudad,
inevitablemente BAB, policía o paramilitares tenían que dar con nosotros.
Desde
ese momento, no solo nos seguiría la ciega, también un helicóptero de los
paramilitares.
3.3
Nos
adentramos por las ruinas del barrio de Lacánsir. Montañas de escombros,
basura, estructuras de hormigón apiladas -lo que antes eran edificios-,
cristales rotos, desnaturalizados por el sol y la lluvia, ladrillos
pulverizados, madera podrida... Un escenario que me recordaba a los campos de
batalla, pero en el mismo corazón de la República. Hasta ese barrio habían
llegado los obuses y morteros de los fascistas. Avanzamos con la furgoneta hasta
un cráter. A partir de ahí no quedaba más remedio que continuar a pie.
Por
suerte el bebé dormía, así que Bruno podía llevarlo sin problemas en sus
brazos, mientras cargaba una mochilita con un pequeño biberón con leche y
toallitas y talco que había comprado en la gasolinera.
El
sol comenzaba a alzarse en el horizonte, debían ser las siete y media de la
mañana. Anduvimos entre lo que en el pasado habían sido calles atestadas de
vida y movimiento. Ahora lo único vivo eran las palomas, ratas y cucarachas que
se habían apropiado del barrio. De fondo ya se podía ver el cine de
Lacánsir: toda aquella majestuosidad, fama y glamour que había tenido... y
ahora sólo era un edificio en ruinas.
Algún
ruido despertó al bebé. Bruno trató de calmarle, palmaditas en la espalda,
caricias... ¡Ya estábamos cerca del cine! Pero lo que primero detectó el bebé
ahora lo oíamos todos nosotros: un helicóptero volaba sobre nuestras cabezas...
Ni se me pasó por la imaginación la posibilidad de que fuera Número 2.
Continuamos hacia el cine. Estaba situado en la que antes era una plaza. Había
restos de una fuente y de lo que en el pasado habían sido jardines, pero justo
en el centro se hundía el asfalto en otro cráter. El bebé seguía llorando. Sentía
algo que a nosotros se nos escapaba.
-
¡Hola querida! Jajaja. - tronó la voz de Número 2 desde la azotea del cine. -
¡Ríndete! Estas rodeada.
Otra
vez escuchaba esas palabras, presagio de más muertes.
Miramos
a nuestro alrededor y, efectivamente, detrás nuestra se hizo notar un grupo de
paramilitares. Parecía que no había salida. Instintivamente todos levantamos
los brazos, excepto Bruno que cubría con su cuerpo a su frágil hija.
-
Reconozco que contigo tengo una suerte agridulce, querida. Tengo suerte para
encontrarte, aunque en el hospital tuve muy mala suerte para retenerte. Pero no
creo que ahora te salven las BAB jajaja. -continuó con su cháchara Número 2- ¡Quedaos
donde estáis!
Y
eso pensábamos hacer, inmóviles y sin saber cómo salir de esa encerrona. Hasta
que, de improvisto, se oyeron unos chirridos de metal oxidado: los portones del
cine se fueron abriendo lentamente. Todos nos quedamos mirando con la boca
abierta. Sólo faltaba que del interior del edificio saliera un manto de niebla
y oyéramos un aullido para que pareciera una vieja película de terror, de las
antiguas de blanco y negro. Lo cierto es que nadie parecía haber abierto
aquellas antiguas puertas, sólidas y pesadas, y sólo había oscuridad en el
interior del cine.
De
golpe pudimos ver a tres paramilitares lanzados desde dentro del cine, a través
de las puertas afuera del edificio. Pero no eran ellos los que se movían... De
hecho, ellos estaban rígidos, pálidos… y tras el impulso que les había empujado,
los tres cayeron de bruces contra el suelo. ¡Estaban muertos!
Nos
asustamos. Incluso uno de los paramilitares que teníamos a nuestra espalda
emitió un grito que pudimos escuchar. Esperamos, a ver que sucedía. Nosotros y
los paramilitares. Eso sí, completamente quietos. Pero nada más salía del cine.
-
¿Qué diablos sucede? - preguntó impaciente Número 2, que no había visto a los
mercenarios muertos y no entendía por qué sus hombres estaban quietos como
estatuas.
Los
paramilitares hablaron entre ellos, visiblemente impresionados. Finalmente, uno
de ellos, presionado por su superior, se decidió a avanzar lentamente hacia el
cine, para examinar los cadáveres. Probablemente en su mente supersticiosa
todas las leyendas sobre Lacánsir tomaron forma. Los fantasmas del cine, las
víctimas de los bombardeos que seguían viendo las antiguas películas, habían
asesinado a sus compañeros por profanar con sus armas aquel barrio fantasma. El
paramilitar nos bordeó sin reparar en nosotros. Era evidente que tenía mucho
miedo: miraba a un lado y a otro y caminaba paso a paso con el gesto
descompuesto y el arma dispuesta para disparar.
Pero
los fantasmas no existen: Justo cuando nos había adelantado se oyó un disparo
seco y aquel hombre también cayó al suelo fulminado. Los demás paramilitares
corrieron a refugiarse tras unos pilares de hormigón.
-
¡Os juro que no soy yo! - exclamó nervioso Pablo.
-
Refugiémonos dentro del cráter - aconsejó Víctor - ¡Ahora o nunca!
Corrimos
hacia el cráter mientras que más disparos salían del cine. Pero las balas no
iban dirigidas contra nosotros, sino contra los paramilitares. Arriba en la azotea,
Número 2 agitaba los brazos como un loco dando instrucciones a sus hombres. Sus
hombres respondían al ataque disparando a ciegas contra las ventanas y puertas
del antiguo cine. Sin que cesaran los disparos, refugiada tras uno de los portones
del cine, se asomó Bella, la hermana pequeña de las gemelas:
-
¡Rápido, venid! – Nos gritó mientras se cubría para evitar los disparos de los
paramilitares.
Era
arriesgado, solo el hundimiento del cráter nos protegía de una línea de fuego
cruzado. Además desde lo alto, Número 2 dominaba toda la plaza. Yo conservaba
la pistola del hospital. La revisé, era una semiautomática de dieciocho balas.
Quedaba una, a lo sumo dos balas, más la de la recamara. Pablo se había
deshecho de la suya en el parquin, aunque era probable que también estuviera en
las ultimas tras los tiroteos en el hospital que nos habían permitido escapar.
Mire
al muchacho. Me había impresionado la expresión de su cara cuando había
arrojado al suelo su arma. Era una mezcla de odio y asco... No me atrevía a
pedirle que nuevamente utilizara una pistola. Miré a Víctor, me comprendió y
asintió con la cabeza. Por último observé a Bruno, estaba demasiado ocupado preocupándose
por su bebé, en un vano esfuerzo de que no escuchara las balas tapándole sus
orejitas. El bebé lloraba desconsoladamente.
-
No me lo pidas, por favor - me rogó Pablo.
-
Eres nuestra mejor opción y el tiempo se agota. - le dijo Víctor.
Y
así era. De los dos francotiradores, uno ceso de disparar. Poco después se
escucharon disparos procedentes de dentro del cine. Probablemente Numero 2 tenía
más hombres en la azotea y les había enviado a los pisos inferiores para cazar
a los francotiradores. Por otro lado, un paramilitar estuvo a punto de alcanzar
a Bella, que tuvo que medio cerrar uno de los portones del cine para protegerse
mejor de los disparos.
Realmente
el tiempo se agotaba.
3.4
Pablo
sujetó con fuerza la pistola, la observó como el que mira a un demonio y me
lanzó una mirada como si me gritara: “¡lo hago por ti!”. Me ruboricé y aparté
mis ojos. Volvieron a escucharse disparos dentro del cine.
-
Cuando grite ¡ya! Salís corriendo hacia Bella - nos ordenó Pablo.
-
Cuando corramos, mantengámonos alejados unos de otros para dificultar la diana
- recomendé a Víctor y Bruno como si de los tiempos de la guerra se tratara.
Pablo
dio un salto acrobático que nos sorprendió a todos - y me apuesto que también a
los paramilitares - y disparó un primer tiro a la azotea mientras lanzaba el
grito convenido. No alcanzó a Numero 2, pero nuestro rival tuvo que esconderse,
perdiendo ángulo de tiro. Nosotros salimos corriendo. Volvía a escuchar el
silbido de las balas rozándome, como en la guerra. Mientras, en pleno vuelo,
Pablo se giró y trató de disparar a los paramilitares que teníamos a nuestra
espalda. ¡Encasquillada! Lo volvió a intentar. ¡Encasquillada! Su vuelo terminó
y se encontró frente al enemigo, desarmado y solamente protegido por el
francotirador del cine. Los demás llegamos a la puerta a salvo y entramos en el
edificio, pero yo no pude evitar mirar hacia atrás y comprender horrorizada que
aquel extraño muchacho estaba perdido. ¡Pablo!
Ahora,
tiempo después de todo aquello, debo reconocer que los lectores pensaran que lo
que cuento es imposible, que teníamos una “flor en el culo”. Quizás simplemente
era verdad lo que había dicho Número 2: que tenía muy buena suerte para
encontrarme y muy mala para capturarme... El caso es que Pablo sobrevivió.
¿Cómo? En aquel momento ni él, ni ninguno de nosotros lo sabíamos. Los
paramilitares dejaron de disparar y el muchacho, tras un instante de
incredulidad, reaccionó para dar media vuelta y correr hacia nosotros como una
gacela, alentado por Bruno, Víctor, Bella y yo misma, que me sentía responsable
por haberle mandado a una muerte casi segura.
Pero
¿qué fue lo que pasó? Pues que como recordaran, la ciega también nos seguía el
rastro. Tenía instrucciones precisas y no podía permitir que un grupo de
mercenarios se interpusiera entre ella y nosotros. Sus afilados sentidos la
llevaron a las espaldas de los seis paramilitares que disparaban contra el
cine. Ellos ni notaron su presencia. En palabras de la ciega que mucho más
tarde me diría “eran sucias dianas de ruidos y sudor, impotentes para unas
artes tan letales como las mías”.
Siempre
le acompañaba un bastón. Realmente era un bastón de estoque. En su interior, la
ciega guardaba cuchillos arrojadizos. Lanzó un primer cuchillo y acertó de
lleno sobre una primera víctima. Sin dar tiempo a nada, lanzó otro y también
acertó. Se refugió entonces tras una estructura metálica y tras concentrar
durante un instante su oído, lanzó un tercer cuchillo. Éste impactó en la
pierna de otro paramilitar que cayó al suelo retorciéndose de dolor. Un cuarto
se desprotegió y fue alcanzado por una bala del francotirador. La ciega no lo
vio, pero lo escuchó y notó su sangre. Se lanzó entonces contra otros dos, los
últimos, que aterrados no fueron rival para ella. Con su bastón les desarmó
para luego golpearles en los testículos, en la cara y en la barriga. Finalmente
los derribó, a uno barriéndolo y clavándole el bastón en el estómago, al otro
tras un contundente bastonazo en la cabeza. Al herido en la pierna le propinó
una patada en la cara que le dejó inconsciente.
Ahora
su víctima estaba dentro de un cine oscuro. Sin luz. De allí no escaparía.
3.5
Dentro
del cine el contraste entre el pasado y el presente se agudizó. Un amplió
recibidor con columnas y escalinatas de mármol ayudaban a intuir lo que había
llegado a ser. El olor a orines y excrementos te golpeaba con fuerza,
recordándote lo que hoy es. No obstante, uno aún se podía imaginar el glamur
que había tenido aquel cine, iluminado por lámparas y neón y con el ajetreo de
los trabajadores y clientes yendo de aquí para allá. Ahora sólo había
oscuridad.
Bella
vestida con un chándal blanco inmaculado, encendió una linterna y nos condujo a
la platea de la sala principal. Las butacas estaban destrozadas. Entre las que
habían sido saqueadas y las que habían roído las ratas, nada se había salvado.
Al fondo, una de las gemelas también con chándal blanco, sostenía otra linterna
y un fusil. Entonces no sabía decir si era Aral o Lara.
-
¿No puedes hacer que tu bebé se calle? - espetó la gemela con desprecio y asco
en su tono de voz, a lo que el bebé respondió con un redoblado llanto.
Bajamos
hacia ella. Era Aral. Lara no era tan bocazas. Yo detestaba a esa niñata
engreída y mandona.
En
las primeras butacas nos encontramos con una sorpresa de Aral, una escena
macabra y repulsiva: la gemela había sentado los cadáveres de cuatro
paramilitares en las butacas del cine, como si muertos pudieran ver alguna película
fantasmagórica. Eran los hombres que había enviado Número 2 en sucesivas
oleadas. Aral los había liquidado y allí estaban ahora, muertos y sentados,
pudriéndose. Sus bocas abiertas, sus ojos abiertos, sus rostros desfigurados
por la muerte. Aral estaba loca. Era una sádica desequilibrada.
Por
otra entrada apareció la otra gemela, también con linterna, fusil y chándal
blanco. Las tres vestían igual.
-
¡Aral! - gritó la recién llegada - Algo se ha cargado a los paramilitares de
fuera.
-
¿Cómo que algo? – preguntó Aral contrariada.
-
Creo que una mujer, pero no lo sé, era muy rápida. – Lara interrumpió su
explicación al ver la escena con los cadáveres que había preparado su hermana.
Por la cara que puso –primero de susto, luego de asco-, Lara también dudaba de
la salud mental de su hermana.
Entonces
Aral, ignorando nuestras reacciones por los muertos, o más bien disfrutando con
ellas, se volvió hacia nosotros:
-
¿Habéis visto fantasmas? – nos preguntó con un falso gesto de inocencia.
-
Déjalo estar, Aral. Vayámonos de aquí – intervino Lara.
-
Muy bien, pero ella sólo quiere ver a la Exiliada. Los demás os tendréis que
quedar aquí.
Yo
no pensaba dejar a nadie allí.
-
Perdona Aral - le dije tratando de no mostrar la antipatía que sentía por ella
- No sé quién es ella, ni vosotras. Tampoco sé qué queréis, pero de algo sí
estoy segura: aquí no voy a dejar a nadie.
Lara
intercedió con su hermana.
-
Además están los mercenarios. Su jefe sigue arriba y enviará más gente, sino lo
ha hecho ya.
Aral
apretó los puños y me miró con rabia.
-
Lara, ¡escanéalos!
Su
hermana sacó de su mochila un aparato eléctrico, lo activó y repasó nuestros
cuerpos uno a uno.
-
Da señal: el viejo.
Aral
se abalanzó sobre Víctor y comenzó a registrarle. Del bolsillo de su pantalón
sacó un pequeñísimo disco de metal. Víctor se quedó con la boca abierta.
-
¿Qué es esto? - Aral no era nada amable. Agarró a Víctor por el cuello.
-
No, no lo sé... - trató de responder el anciano - Alguien ha debido de ponérmelo.
Y
decía la verdad. No sé si entonces Víctor pudo, ayudado por su perspicacia atar
cabos: una mujer misteriosa y letal, un choque fortuito con una inocente semita
ciega... Es muy probable que aún no, como más adelante comprobaríamos.
-
¡Déjame verlo! - solicitó Bruno y, tras cederme con mucha suavidad el cuidado
del bebé, ojeó el disco. - Nunca había visto algo así. Demasiado sutil para ser
de la policía.
-
¿Y de los paramilitares de ahí fuera? – preguntó Aral.
-
No sé qué es, ¡lo juro! - imploró Víctor.
Pero
Aral no soltaba al anciano, incluso lo agarraba con más fuerza y desprecio. Estaba
harta de esa psicópata. Yo creía a Víctor. Devolví el bebé a Bruno y con todas
mis fuerzas empujé a Aral para que dejara en paz a su víctima. Lo hizo, pero
para abalanzarse sobre mí gritando como una loca. Pablo se interpuso y
Lara y Bella corrieron a sujetar a Aral. No acabamos a puñetazos de milagro,
pero terminamos por tranquilizarnos. Acordamos que yo me responsabilizaría de
Víctor. Tiramos el detector hacia las butacas y salimos por un pasillo
posterior que nos condujo a un garaje situado bajo el cine. Allí esperaba una
furgoneta negra bastante más grande que la nuestra. Las gemelas insistieron en
vendarnos los ojos. Tras forcejear un poco accedimos. Subimos y abandonamos el
cine.
***
La
ciega pronto se dio cuenta de que habíamos descubierto su aparato de rastreo.
El disco enviaba una señal a un audífono que llevaba oculto bajo el hiyab.
Según la proximidad emitía un determinado pitido. La ciega pudo comprobar que
la señal procedía de una sala ahora vacía. Se había retrasado, pero no era por
su culpa. Si no nos había alcanzado fue porque se entretuvo involuntariamente
con otros dos paramilitares enviados por Número 2. No tuvo problema para
despacharlos, pero cuando entró en la sala marcada por su audífono ya nos
habíamos ido. Localizó el rastreador y lo recuperó con un imán especial situado
en su bastón. Después, sin inmutarse por su fracaso, abandonó el cine.
En
cuanto Número 2, se había quedado sin hombres. El mercenario estaba muy
alterado. Desde la altura pudo ver como el furgón de las gemelas salía de un
garaje y se perdía por las callejuelas en ruinas de Lacánsir. Lanzó al aire
unos cuantos juramentos y se dolió de una herida en el hombro. Al fin y al cabo
Pablo no le había alcanzado de lleno, pero la bala sí le había rozado el
hombro. Había sido un magnifico disparo.
3.6
El
viaje en la furgoneta de las gemelas fue corto. El destino estaba relativamente
cerca del barrio de Lacánsir aunque probablemente fuera de la ciudad. Sin
embargo con los ojos vendados era imposible averiguar dónde. ¡Es increíble lo
fácil que perdemos la orientación sin el sentido de la vista!
Del
viaje sólo recuerdo a Aral quejándose -no podía ser de otra manera-. Protestaba
por nuestra incompetencia: según ella nos habíamos dejado seguir. Pero sobre
todo nos acusaba de todo el desastre sucedido la noche anterior en la Colmena.
Éramos los responsables de los incendios y las muertes. “¡Menos mal que sois
los que tenéis experiencia! ¡La experiencia de la guerra! ¡Claro, la guerra!”,
gritaba irritada. Esa estúpida tenía parte de razón. Yo en concreto estaba
provocando un desastre tras otro. Pero la gemela no me atacaba a mí. Sus
flechas más envenenadas iban a por Bruno dentro de algún conflicto de liderazgo
que a los demás se nos escapaba. No obstante, demostrando su infinita paciencia
y sangre fría, el manitas evitó
entrar en ese juego y caer en las provocaciones de la niñata. Yo era la
responsable, no Bruno, pero además… ¿Acaso no sabía Aral el difícil momento que
pasaba mi compañero? Sí lo sabía, pero le daba igual. Los gritos de la gemela
inquietaron aún más al bebé que se pasó el trayecto llorando. Creo que Bella...
Sí: Bella trató de consolar a la criatura tarareándole una melodía.
La
furgoneta se detuvo. Bajamos aún con los ojos vendados. Bella nos iba
conduciendo. Se escuchaba agua que fluía a través de un curso bravo. Sólo
dentro ya de un edificio nos quitaron las vendas. Parecía una antigua fábrica. Por
la estructura del edificio, los antiguos paneles de control, lo que parecían viejas
y estropeadas turbinas y otros detalles que ahora no recuerdo, pronto me
imagine que se trataba de una antigua central eléctrica, pero abandonada y
saqueada. En las montañas que rodean el norte de Cáledon se habían construido
durante la monarquía dos embalses con sus presas y sus centrales
hidroeléctricas. Al último rey, entre caza y caza, le gustaba inaugurar estas
estructuras mastodónticas como demostrando así el progreso y avance del reino.
Las dos centrales habían sido destruidas por los bombardeos fascistas, no había
manera de saber en cuál de las dos nos encontrábamos.
-
Bruno, tú te quedaras ahí dentro - le indicó Lara siempre con más suavidad que
su hermana Aral - hay agua y comida. No tenemos comida para un bebé, pero
podrás cambiarle, darle el biberón y que descanse.
-
¡Vosotros dos! - señaló Aral a Víctor y Pablo - meteos en ese otro cuarto.
Cuando
lo hicieron, la gemela les encerró con llave.
-
Tú, Exiliada, espera. – Me indicó por fin a mí - Ella te atenderá en un
momento.
Ella.
La jefa de las tres hermanas. El verdadero cerebro de la red. Pronto
sabría quién es.
Pero
antes quiero explicaros una conversación entre Víctor y Pablo que se produjo durante
su retención en la habitación-celda mientras a mí me recibía “ella”. Como luego
supe, se trataba de una conversación bastante esclarecedora. Ojalá los muros
hablaran.
3.7
La
celda improvisada era un cuarto oscuro, sin más iluminación que una ventana
minúscula y con reja en lo más alto de la pared.
Pablo
se sentó en el suelo resignado, comprendiendo que estaban a merced de las
gemelas.
Víctor,
en cambio, se mantenía en pie. Trató de oír algo al otro lado de la pared, pero
fue un esfuerzo inútil. Se volvió hacia la ventanita. Imposible: estaba muy alta
y era extremadamente pequeña. Así que, sin llegar a tirar la toalla, se remangó
las mangas del jersey y se quedó pensativo mientras se atusaba el bigote.
Pablo
interrumpió sus reflexiones.
-
¿No te das por vencido viejo?
Víctor
le miró con gesto indiferente.
-
Tú sí lo has hecho. Siempre lo haces ¿verdad?
La
respuesta hiriente de Víctor afectó al muchacho que decidió ponerse en pie y
mostrar algo más de actividad.
-
¿Dónde estamos? – le preguntó.
-
La respuesta obvia es en una celda improvisada, dentro de una antigua central
hidroeléctrica, pero supongo que incluso un loco como tú querrá una explicación
más exacta.
-
¡Eh viejo! Yo no estoy loco. No me insultes. – Víctor sonrió levemente
arqueando la boca.
-
Esto es una base secreta. De algún grupo insurgente. Mmm –Víctor reflexionaba
en voz alta, realmente no buscaba dar ninguna explicación a Pablo - Reconozco
que es un grupo bien preparado, la famosa red, pero aún pequeño, limitado...
Jajaja… - sus ojos se iluminaron -¡Verónica! ¡Qué astuta ha sido la muy zorra!
-
¿Verónica?
-
¡Bolcheviques, amigo Pablo! Esos que a ti te gustan tanto.
-
¿Qué dices? ¿De qué hablas? – Pablo se asustó. Empezó a temblar.
Instintivamente se alejó todo lo que pudo del anciano.
-
Sé quién eres – La voz de Víctor se volvió siniestra, oscura - Y sé que no eres
“Pablo”. Jajaja. – Pablo negaba con la cabeza. Estaba aterrado, como un niño
que no encuentra el camino a casa. - No te hagas el tonto. – Continuó el
anciano - Lo sé desde el primer momento. No estabas ingresado en el hospital
por ninguna herida, golpe, ni nada de eso. Estabas en el pabellón psiquiátrico
porque te habías intentado suicidar.
Pablo
se quedó blanco. No sabía que responder a Víctor.
-
¿Por qué dices eso? Además, ¿tú qué sabes? Ni siquiera creo que seas un doctor.
No te había visto nunca en el hospital. Y yo soy muy bueno con las caras.
-
Sí, “Pablo”. Yo no trabajaba en aquel hospital. Aunque te equivocas en una
cosa: sí soy médico. Pero haces bien en desconfiar de mí. Ahora, entiende esto,
asesino: Tú no sabes quién soy yo en realidad, sin embargo, yo sí sé quién eres
tú. Sé lo que te corroe por dentro. Sé lo que has hecho, lo que eres realmente,
lo que te llevó a intentar el suicidio incapaz de superar o eliminar tu
verdadera esencia. Y también sé que lo poco que aún te sostiene, el limitado
aliento que impide que te extingas definitivamente, desaparecería
definitivamente si la Exiliada se enterara de la verdad.
Pablo
estaba completamente descompuesto: Traslúcido, con los ojos rojos a punto de
llorar, el corazón golpeándole el pecho y el estómago tragándose a sí mismo. El
anciano estaba en lo cierto. Había dado en la diana.
-
Ella te gusta ¿verdad? – Continuó Víctor- Te has enamorando de ella. Has visto
en la Exiliada todo lo que tú destruiste, lo que te hicieron detestar, pero que
en realidad admirabas. Toda la luz que te ciega en tu oscuridad. Una luz que te
enseñaron a odiar, pero que realmente nunca dejaste de amar. Pero sabes, ¡vaya
si lo sabes! que si ella se enterara de quién eres, de lo qué has hecho, te
odiaría el resto de su vida.
-
¡No se lo digas por favor! - Pablo cayó
de rodillas ante el anciano, suplicándole con los ojos llenos de lágrimas - Haré
todo lo que me pidas, todo lo que me ordenes, pero ¡no se lo digas!
-
Jajaja, ¡Qué ser más patético eres! Pero por el momento no le diré nada. Aún te
necesitamos. Aún te necesito. Me ayudarás a protegerla y, llegado el momento,
seguirás mis instrucciones.
3.8
Mientras se producía esa conversación, las gemelas me
condujeron a la planta de arriba de la central y, una vez allí, a una especie
de oficina donde “ella” me estaba esperando. El recorrido fue en completo
silencio e incómodo, muy incómodo. Era como si me llevaran ante un pelotón de
fusilamiento. Aral se detuvo un instante delante de la puerta de la oficina, la
abrió y pasamos las tres. Era un local amplio, bastante arreglado en contraste
con el resto de la antigua central. Las paredes estaban pintadas de blanco y la
luz era intensa, azulada, de fluorescente. Al fondo había un ventanal que ofrecía
una preciosa vista de las montañas. Delante una mesa de trabajo de plástico
oscuro. Apoyada delante de esa mesa me esperaba una mujer.
En cuanto supe quién era “ella”, el cuerpo y la sangre
se me helaron. A esa mujer la conocía muy, muy bien. Desgraciadamente, nuestra
relación había finalizado muy, muy mal. “¡De entre todas las mujeres del mundo!”,
recuerdo que pensé, “¡Verónica!”. Verónica Laera, mi antigua responsable de
formación, dirigente bolchevique del Comité Central, miembro de la Ejecutiva
Nacional. Ella y yo estábamos muy... unidas. Demasiado. La guerra y Jaime nos
separaron violentamente.
Verónica era entonces una mujer madura que rondaba los
cincuenta años, sino los superaba ya. Sin embargo, su edad la llevaba con mucha
dignidad: se notaba que hacía deporte, que se cuidaba, que le preocupaba su imagen...
Os puedo asegurar que hace diez, quince años era una mujer de una
extraordinaria belleza. Ahora seguía conservando mucho atractivo, pese al paso
de los años, las inevitables arrugas y las canas. Menuda y delgadita, su
precioso pelo rubio, fino, ahora era completamente blanco, pero no dejaba de
ser hermoso. Lo llevaba largo y recogido en un moño. Vestía un elegante traje
ejecutivo negro. Siempre había destacado por su manera de vestir. También
seguía llevando aquellas gafitas, pequeñas y redondas que, delante de sus ojos
verdes, siempre me habían transmitido sabiduría, seguridad, confianza… ahora…
Verla me emocionó profundamente. Por cómo se irguió al
verme, por cómo apretaba sus puños mientras su cara se enrojecía, era obvio que
ella también se emocionó. Tuve que centrarme en el hoy, en el presente, porque
al mirarla, al pensar en ella, volvían a mi mente recuerdos del pasado.
Recuerdos de otra época que ya estaba irremediablemente perdida. De cuando yo
era feliz.
Verónica clavó sus ojos en los míos a medida que me
acercaba. Bajo sus gafitas y ojillos ya no vi sabiduría, sino una mezcla de
odio y temor. De rencor y tristeza.
La tensión dominaba la estancia, podía cortarse con un
cuchillo. Hacía tantos años que no la veía... Mi corazón palpitaba con fuerza.
La última vez que había estado en su presencia no fue cuando seguí a Jaime,
sino tras la primera guerra, antes de exiliarme. Y aquella ocasión fue la más
dolorosa de mi vida. De recordarlo casi me puse a llorar, pero me contuve. Apreté
los puños y los dientes, arrugué el ceño y me detuve justo delante de ella.
Como en aquella ocasión no quería mostrar debilidad, no quería que una sola
lágrima recorriera mis mejillas. No me lo podía permitir.
- No pensaba que volvería a verte… Exiliada. – Dijo Verónica
de manera hiriente, como con asco, ignorando mí nombre autentico, que ella
conocía perfectamente, y enfatizando con desprecio ese adjetivo que me definía
y que poco a poco se convertía en algo parecido a un título: “Exiliada”.
Verónica buscaba herirme, era una provocación. Quería de sonsacarme alguna
reacción emocional en mí que le permitiera ratificar su odio.
- Hola Verónica. Ha pasado mucho tiempo – Tragué
saliva y respondí con la mayor templanza posible. Sin embargo, tenía la piel de
gallina y un nudo tremendo en el estómago.
Las gemelas salieron de la habitación y cerraron la
puerta. Estábamos solas.
3.9
- ¿Qué haces aquí? ¿Por qué has vuelto de tu exilio?
El tono de Verónica era tremendamente severo. Pero
cada palabra que decía me demostraba que mi presencia le dolía. Un dolor que
nunca había cicatrizado.
- Tenía que volver. –No fui capaz de añadir nada más,
tenía un nudo en el estómago.
- ¡Ya has visto lo que provocan tus actos! – Me
reprochó Verónica con una fuerte dosis de ira. – Uno de los pocos hospitales
públicos en funcionamiento que quedaba en Cáledon… ¡completamente destruido!
Por no hablar de los cientos de muertos inocentes y la alerta de emergencia
contra los bolcheviques... ¡Cómo si yo fuera responsable de esa matanza! En
cambio tú…
- No soy la responsable de lo que pasó.
- Sí lo eres. Siempre lo has sido. Niegas tus
responsabilidades…
- Nunca he negado mis responsabilidades. Pero tampoco
me he dejado conducir por el miedo y la comodidad.
- ¿Cómo te atreves? ¿Qué insinúas? Contrapones “valentía”
a “disciplina”. Eres tú la irresponsable. En eso no has cambiado. Seguiste a
Jaime. ¡Tú! – Verónica abandonó cualquier control y comenzó a gritarme -¡Sabes
lo que eso significó para mí! Pero no sólo seguiste a Jaime, no. Tuviste que
volver, tuviste que venir ante nosotros a jactarte de tu decisión.
- El CC estaba equivocado. – yo trataba de mantener la
calma, pero cada vez era más difícil. -No podíamos dejar que los fascistas
avanzaran. La República iba a caer. Los capitalistas conspiraban con los fascistas
para aprovechar la invasión y aplastarnos. ¡Teníamos que luchar!
- ¡Sí, había que luchar! Pero el CC necesitaba tiempo.
El gobierno iba a colapsar. La revolución estaba a las puertas. Llevábamos
mucho tiempo preparándonos para algo así. ¡Estábamos preparados! Pero Jaime… tu
Jaime actúo de una manera precipitada, irreflexivamente. Y lo peor:
desobedeciendo a la mayoría del CC.
- ¡De qué hubiera servido la disciplina si los
fascistas hubiesen conquistado a la República! – me vi a mi misma gritando a Verónica.
Esa discusión no tenía sentido y lo sabía, pero ya no podía contenerme.
-¡Vuestra postura derrotista no era compartida por los trabajadores! ¡Los
trabajadores querían luchar! ¡Querían evitar el avance del fascismo!
- ¡Qué sabes tú de trabajadores! ¡Sólo eras una
estudiante! ¡Una estudiante arrogante, como todos los que siguieron a Jaime!
Formasteis un ejército de críos. ¡Y de qué sirvió esa lucha! Cuando os habíais
desangrado y debilitado, el gobierno republicano llegó a un acuerdo con las
Potencias Fascistas, la Republica burguesa se había fortalecido y nosotros
estábamos débiles y divididos… ¡Pudieron aplastarnos con tanta facilidad! ¡Por
culpa de tu Jaime y de antiguos bolcheviques, traidores, como tú! Todo por
vuestra culpa. ¡Por tu culpa!
- El error no estuvo en luchar contra los fascistas.
Si el CC hubiera actuado, el Partido nunca se hubiera dividido. Sí, Jaime
cometió errores, se equivocó en muchas cosas... ¡Pero es que nos dejasteis
solos! Sólo se puede equivocar el que hace algo, el que actúa. Los jóvenes
fuimos a luchar; los cuadros veteranos os quedasteis en vuestras casas. Sí,
vosotros sí: ¡llenos de arrogancia, odio y soberbia!
- ¡Cómo te atreves! - La discusión había ido subiendo
de tono, cada vez más, gritos se sucedían a gritos. En ese punto, Verónica
estaba histérica, gritando como una loca. Me imaginé a las gemelas esperando,
al otro lado de la puerta, una orden suya para entrar y apalearme.
- ¡Si cometimos errores fue porque no nos quedamos
cruzados de brazos como vosotros!
- ¿Arrogancia? ¿Soberbia? Nosotros anticipamos lo que
iba a suceder. Los arrogantes erais vosotros que no queríais escuchar los
consejos de nuestra experiencia. ¡Yo era tu responsable de formación! ¿Me
escuchaste? ¿Me hiciste caso?
Seguir esa discusión no llevaba a ningún sitio. Era el
mismo callejón sin salida, las mismas posiciones de hace años; era hacer sangre
de viejas heridas. Guardé silencio y trate de tranquilizarme. Verónica estaba
roja de ira, con las venas de su cuello hinchadas. No era sólo que yo desobedeciera
al CC. No era sólo que estuviera equivocada o todo lo que la guerra había
provocado... No era sólo que Verónica fuera mi responsable de formación. Había
mucho más. Respiré profundamente y traté de recuperar la templanza y la calma.
- Eras mucho más que mi responsable de formación,
Verónica. Lo sabes de sobra. Te debo mucho. Nunca olvidaré todo lo que viví
contigo. Pero no podía quedarme quieta mientras morían muchos compañeros,
muchos trabajadores y jóvenes.
- Eso dijiste entonces… - Verónica se tomó una pausa
para tratar de tranquilizarse - pero yo sabía que no era cierto. Como Jaime,
creías que éramos suficientemente poderosos, que no necesitábamos esperar más.
Te invadió la sed de aventuras. Ese sentimiento romántico, tan poco
materialista, que siempre te había caracterizado.
- Antaño a ese “sentimiento romántico” lo llamabas
“pasión” y decías querer nutrirte de él, que por eso me necesitabas.
Nos miramos, y creo que, por un instante, la ira, el
odio y los demás sentimientos negativos dejaron paso al afecto mutuo que en
nuestro profundo interior aún sentíamos la una por la otra. Pero fue sólo un
pequeño momento, casi insignificante. Muy lejano.
- ¿Qué has hecho en el hospital? – Retomó la
conversación Verónica tratando, a duras penas, de recobrar la calma y el
autocontrol.
- ¿En el hospital? Escapar. Un grupo de mercenarios me
querían capturar. Decían que era la última bolchevique…
- ¡La última bolchevique soy yo! –Verónica lanzó un
grito tremendo. Volvió a ponerse roja, a hinchársele la vena de su cuello. ¡Pero
como nunca! Fue su mayor explosión de ira. Era lo peor que yo podía haberle
dicho. "¡Como me atrevía! ¡Ella, y sólo ella, era la última
bolchevique!" Había locura en su voz y en sus ojos.
- Yo soy el hilo conductor. –Continuó gritando- Lo que
queda del Comité Central. El único cuadro que no ha desertado. Que no se ha
rendido. Tú no eres una bolchevique. Tú nos abandonaste. Cuando te expulsamos
sólo ratificábamos una decisión que tú habías tomado por ti sola. – Se trató de
tranquilizar pero temblaba, su voz y sus manos temblaban - Ahora estoy
reconstruyendo el Partido. Me estoy basando en nuestras tradiciones, volviendo
a los escritos, a las fuentes del materialismo dialéctico. A la teoría...
- Siempre has sido una pretenciosa. - le corté cansada
de sus gritos y soflamas.
- ¡Cómo!
- No importa. Perdona: Los mercenarios creían
–enfaticé esa palabra todo lo que pude -que yo era la última bolchevique y
querían capturarme. No sabían que yo ya no soy bolchevique – esa afirmación
tranquilizó a Verónica - Pero también había otro grupo de militares… más
siniestro.
- Sin duda, te buscaban para poder llegar a mí. Me has
puesto en peligro.
- Lo siento, Verónica. ¿Quiénes eran?
- Seguramente las BAB, las brigadas anti-bolcheviques,
una unidad militar que depende personalmente del Ministro Especial de
Pacificación, el verdadero poder detrás del gobierno.
- ¿Quién es ese ministro?
- Un fascista. Tiene más poder incluso que el Primer
Ciudadano. Nadie sabe quién es. Dicen que era bolchevique en su juventud. Organizó
en persona la caza y exterminio de los miembros del CC. Acabó con casi todos.
Desde entonces utiliza el bolchevismo como cabeza de turco para seguir
aumentando su poder. El gobierno dice que el hospital fue destruido por una
célula bolchevique.
Hubo un instante de silencio. Verónica no dejaba de
mirarme, como si tratara de advertirme algo... Como si luchara por dentro.
Finalmente habló:
- Debo pedirte algo. Me lo debes Exiliada.
- Dime, aunque me gustaría que, al menos tú, me
llamaras por mi nombre. Parece que todo el mundo lo ha olvidado en estos
tiempos.
- Hay… hay otros; - parecía turbada - antiguos
dirigentes del CC. Los conoces. – Verónica apretó un botón de un equipo
eléctrico situado encima de su mesa. Inmediatamente las gemelas entraron en la
habitación - Son los únicos que han sobrevivido. Cuando el gobierno derrotaba
definitivamente a Jaime, el Ministro Especial de Pacificación simultáneamente
nos perseguía y nos destruía. El CC cayó y sólo unos pocos sobrevivimos y nos
dispersamos. A diferencia de mí, ellos han abandonado toda actividad política. Claudicaron.
Se rindieron. Llevo tiempo buscándolos. Los conoces: Orestes, Marian, Luisma y
Cayo. Creo que están en New Haven, Vancouver, Davenport y Tímberlane,
respectivamente.
¡Cayo estaba vivo! Creo que no pude contener la
emoción cuando escuché su nombre. Verónica se dio cuenta porque me lanzó una
mirada de profundo odio. Os explicaré: Cayo era amigo mío. Antes de la guerra
habíamos compartido muchas tareas y misiones y siempre nos unía una hermosa
camaradería. Verónica le tenía celos, aunque entre Cayo y yo no había nada. La
guerra nos separó. Cayo era sólo dos años mayor que yo y pensábamos que se vendría
conmigo y con Jaime a la lucha, pero se quedó con la mayoría del CC.
En cuanto a los otros de la lista...
– Es curioso Verónica. Me pides que busque a los que
junto a ti, conformaban la Ejecutiva Nacional que se encargó de juzgarme y
expulsarme del Partido y que ordenó mi exilio. De la lista solo falta Taylor.
- Para tu información, Taylor murió durante la guerra
civil, poco después de tu juicio. Fue un héroe. Los otros están escondidos. Si
los buscaras y los encontraras… si los convencieras… Tal vez podrían ayudarme a
reconstruir el Partido.
- Ya no soy bolchevique.
- Lo sé. Ellos tampoco. Pero al verte puede que
recuerden todo lo que está en juego. Sólo te pido que les digas que les estoy
buscando, que les necesito. Si les convences podríamos reunirnos en el cine de
Lacánsir. Tú ya lo conoces. Mis asistentas actuarán de enlace.
Verónica dio un paso atrás, parecía agotada. Cerró los
ojos y se apoyó en la mesa. Con la mano hizo un gesto para que me fuera. Aral
me agarró del brazo y me sacó de allí sin miramientos.
3.10
Conmigo ya fuera de la oficina, siempre con la férrea
escolta de Aral, fue la otra gemela, Lara, la que notó a su jefa desfallecida,
temblorosa y triste.
- ¿Estás bien, Verónica? - le preguntó - Nunca te
había visto tan afectada.
- Sí tranquila Lara. La Exiliada. Ha despertado en mí
viejos sentim… recuerdos, viejos recuerdos.
- ¿Ella fue muy importante para ti?
- Sí, lo fue. Pero llegado el momento, ella tomó una
decisión. Y yo no fui capaz de seguirla. ¡Qué paralizante es la rutina! ¡Y el
miedo! ¡Sobretodo el miedo! Luego cuando compareció ante el CC… ¡estaba tan
segura de sí misma! Pero eso ahora no importa. ¡Déjame!, necesito descansar. No,
¡mejor!, me ducharé para relajarme. Luego, que venga tu hermana Bella a mis
aposentos.
Sin que yo escuchara nada de eso Aral me metió en un
cuarto de la planta baja.
- Espera aquí, Exiliada, te reuniremos con tus amigos.
Allí estaba Bella, la pequeña de las hermanas. Como ya
había pasado en La Colmena, Bella me miraba con mucha curiosidad, como si
estuviera deseando freírme a preguntas, pero no lo hacía, quizás cortada por el
miedo o la educación. Me sirvió algo de comer, unas tortitas y leche.
- ¿Quiénes sois vosotras realmente Bella? - le
pregunté finalmente mientras devoraba las tortitas.
- Estamos ayudando a Verónica a reconstruir el
Partido. Ella nos acogió cuando no teníamos a nadie.
- ¿Qué tal está Verónica? La noto… cambiada.
- ¿Cambiada? Yo siempre la he conocido así. Le debemos
todo. Ella ha cuidado de nosotras desde que nuestra familia murió. Aunque
cuando supo que habías vuelto a la República… Sí, está afectada... Creo que sus
sentimientos hacia ti son muy fuertes.
- Estuvimos muy unidas… en el pasado.
- Nos previno de ti. Nos explicó que por tu culpa se
hundió el Partido.
- ¿Por mi culpa?
- Sí. Eras su alumna más brillante. Tenías un gran
futuro. Pero acompañaste a Jaime y traicionaste las ideas. Verónica nos explicó
que Jaime desobedeció al CC porque siguió ideas equivocadas, las había
aprendido de malos maestros que sólo buscaban poder y ambición, no el interés
general del proletariado. Ahora, Verónica está reconstruyendo la organización,
basándose en las ideas correctas, en las mejores tradiciones del Partido.
- ¿Cómo está reconstruyendo la organización?
- Pues… pues yo no lo sé... Mis hermanas y yo la
ayudamos aquí, ya sabes, con la Red: vamos a la frontera, hacemos recados… sobre
todo la protegemos, la ayudamos en todo lo que podemos… Sé que trata de eso, “tejer
una red” de colaboradores, desde el Continente hasta Cáledon, pero ninguna de
nosotras somos bolcheviques. Sólo Verónica es una bolchevique.
- ¿Cómo que sólo ella? – no lo entendía, si aquella
chiquilla decía que estaban reconstruyendo el Partido, que ayudaban a Verónica
en esa tarea... ¿cómo es que no se consideraban bolcheviques? ¿Ellas no querían
o se trataba de alguna excentricidad de Verónica? - ¿Tú y tus hermanas no sois bolcheviques?
¿Verónica no ha reclutado a nadie?
- No, no es eso. - me respondió Bella. - Yo quiero ser
bolchevique y mis hermanas también.
- No entiendo. Llevo poco tiempo en la República y se
nota que hay mucho miedo; el gobierno casi ha conseguido convertir el
bolchevismo en una maldición. Pero hay posibilidades: vosotras conocéis a los trabajadores
de Cia+Fia que querían formar un sindicato, tiene que haber muchos más como
ellos, en otras fábricas...
- Sólo Verónica puede decidir quién está preparado para
entrar en el Partido y ahora mismo ella está ocupada en tareas muy importantes.
- ¿Muy importantes? ¿Más importantes que crear un
primer núcleo que reconstruya el Partido? ¿Qué reclutar nuevos compañeros?
No me lo podía creer. Ciertamente todo aquello, en
teoría, no me importaba en absoluto, yo ya no era bolchevique, pero ¡tanto que
hablaba Verónica de tradiciones! ¿Estar preparado para ser bolchevique? Cierto
que al partido no podía entrar cualquiera, que había pre-militancia y todo eso,
pero lo que me estaba explicando Bella me sonaba muy raro. Cuando una joven como
ella quería militar, le animábamos a hacerlo y le dábamos la formación
necesaria, no la apartábamos con desprecio arrogante.
- Supongo que al menos Verónica os estará formando en
el marxismo, para que pronto “estéis preparadas”.
- Como te he dicho, Verónica está ahora mismo muy
ocupada. A mí me gustaría… pero los textos clásicos son muy difíciles de
conseguir. Ella guarda copias en su cámara, pero como no somos bolcheviques no
nos deja acercarnos. Pero nos prepara, nos insiste mucho en que necesitamos
disciplina, en el centralismo democrático y en respetar la veteranía. ¡Cosa que
tú no hiciste!
- Eres muy joven. ¿Qué edad tienes?
- Diecisiete. Mis hermanas tienen veintidós.
No pude evitar compadecerme de aquella joven. Recordé cuando
tenía su edad, entonces conocí a Verónica y quedé muy impresionada por su
sabiduría... yo no tenía nada de experiencia, pero sí mucha ilusión… Como
ahora esta chiquilla.
- ¡Cuídate de Verónica! Está resentida y el
resentimiento en política es un peligroso compañero. Y la formación, tú
formación y la de tus hermanas es fundamental para que seáis buenas
bolcheviques. La lectura y el estudio… pero también la intervención, participar
en las fábricas, con los trabajadores…
- No sé si debo escucharte, Verónica dice…
- Verónica os ha dicho que el centralismo democrático
es muy importante. Es cierto, pero el centralismo democrático no es sólo
disciplina… es también formar a los compañeros para que tengan un espíritu
crítico, con criterio propio, capaces de pensar por ellos mismos.
Se abrió la puerta. Aral estaba de pie, rígida, con
gesto serio. No sé si había escuchado algo de la conversación.
- Exiliada - me ordenó Aral - Tus amigos te esperan
fuera. Hemos traído vuestra furgoneta. La necesitareis.
- Gracias Aral, siempre has sido “muy amable” - y le
dediqué la sonrisa más cínica del mundo.
De la que me alejaba escuché que le daba instrucciones
a su hermana: “Bella, Verónica te requiere en sus aposentos”. No pude evitar una
punzada en el estómago, no de celos, sino de asco. Bella tenía diecisiete,
Verónica rondaba los cincuenta. Con tristeza pensé que quizás conmigo también
había sido reprobable, aunque entonces la diferencia de edad era mucho menor:
yo también tenía diecisiete, pero Verónica, treinta y cuatro. En aquellos días
no me había parecido nada malo, aunque, por supuesto, mis padres nunca lo
supieron.
No miré atrás, hacia Bella, aunque estuve tentada de
hacerlo, de correr hacia la chiquilla y rescatarla de allí. Pero ¿qué podía
hacer por ella? “¡Pobre!”, pensé y continué andando hacia donde me indicaba la
gemela en busca de mis compañeros.
A fuera pude comprobar que sí que estábamos en una
antigua central hidroeléctrica, sin embargo las bombas habían destruido el dique
de contención y ya no había ni rastro del embalse. El río fluía con facilidad
entre las ruinas. Estábamos en la sierra de Caucus, una ramificación de la Gran
Muralla, la cadena montañosa que separa la República del Continente y que
bordea Cáledon por el norte de la ciudad. Desde la central se veía la ciudad
extendiéndose a nuestros pies: los grandes barrios obreros, con sus torres
altas y saturadas de vida, el contraste de las zonas ajardinadas de los barrios
residenciales, el centro de negocios con sus rascacielos de cristal y acero,
los polígonos industriales con fábricas y naves, las autopistas, el río… todo
cubierto de nubes amarillentas de contaminación que oscurecían el paisaje y lo
afeaban. Eso era Cáledon, la capital de la República.
Y tal y como Aral había dicho, Pablo, Víctor, Bruno y
su bebé y la furgoneta blanca me esperaban. Nos saludamos afectuosamente y nos
preparamos para irnos.
3.11
-
¿Te has enfrentado a tu pasado muchacha? – Víctor me hizo esa pregunta tan
enigmática como si ya conociera mi respuesta. Le miré a los ojos y supe que era
inútil mentirle:
-
Sí, Víctor. He tenido que revivir mi pasado, y me he enfrentado, sí. Lo he
hecho, pero ese pasado me ha pedido ayuda.
Víctor
sonrió levemente como si supiera perfectamente lo que había sucedido. Pero ni
Pablo ni Bruno sabían de qué estábamos hablando.
-
Capitana – intervino Bruno. Se le veía más tranquilo. Su hijita ahora dormía
plácida después de que su padre hubiera podido alimentarla en condiciones,
cambiarle los pañales y mecerla para que se relajara - Aral me ha dado las
indicaciones necesarias para llegar a un piso franco donde podremos descansar y
refugiarnos.
Cuando
ya estaba a punto de subir a la furgoneta para irnos de allí, vino corriendo
Bella. En sus brazos traía algo.
-
¡Exiliada! - me llamó ofreciéndome lo que parecía una libreta. La chica estaba
excitada, con la cara enrojecida - ¡Toma!
Sólo
dejó de correr cuando me alcanzó. Acepté el presente y vi lo que era. Lo
reconocí sin necesidad de abrirlo: Nada más y nada menos que uno de los
volúmenes de las actas de la Ejecutiva Nacional del Partido Bolchevique. De
hojas blancas encuadernadas en lo que parecía imitación de piel de color rojo,
una hoz y un martillo y un número de serie en relieve sobre la cubierta los
hacía inconfundibles. Aquel tomo estaba inconcluso. Parecía contener las
últimas actas antes de que la máxima dirección del Partido dejara de reunirse.
-
La tenía Verónica guardada. – Me dijo Bella aún sofocada - Te la traigo porque
hablan de ti.
-
¿De mí? Muchas gracias Bella.
-
Tengo que volver. Verónica me reclama. No sabe que te he traído esto. Y...
Exiliada, sí que tienes razón. Me gustaría ser una bolchevique y formarme y
leer. Verónica… creo que sólo me quiere… para…
La
muchacha no podía continuar. No hacía falta. Sabía que iba a decir. Estaba
avergonzada consigo misma y bajó la mirada como si deseara que la tierra se la
tragara. Yo no quería forzar la situación, pero sentía mucha rabia por lo que
aquella falsa bolchevique le estaba haciendo a esa niña, dulce e inocente. Acaricié
su rostro con suavidad y con mis dedos en su barbilla le subí la cara y la
mirada del suelo.
-¿Quieres
venir conmigo?
Bella
estuvo a punto de ponerse a llorar. Sin embargo, me dijo que no con la cabeza
tratando de volver la mirada una vez más al suelo. Desistí del intento. Ella no
estaba preparada para romper con Verónica y sus hermanas.
-
Si tengo la oportunidad te traeré de mis viajes un ejemplar del Manifiesto
Comunista. Será difícil de encontrar, pero lo intentare. Te lo prometo.
Bella
volvió a animarse ante mi promesa.
-
¡Yo quiero leer El Capital! – exclamó con los ojos otra vez iluminados.
-
Jajaja, - no pude evitar reírme- Mejor empezar con algo más básico, ¿no crees?
– Bella sonrió - El Manifiesto, por ejemplo.
-
Gracias Exiliada.
Y
la chiquilla regresó corriendo al edificio de la central hidroeléctrica.
Nosotros, sin más imprevistos, por fin subimos a la furgoneta y nos fuimos
lejos de Verónica.
Entre
tanto, mi ciega perseguidora, Helena, no se había dado por vencida. Resulta que
no solo había instalado un rastreador en el bolsillo de Víctor, también había
colocado otro en nuestra furgoneta y éste no había sido localizado por las
gemelas. Cuando la ciega comprobó que nuestro vehículo abandonaba el barrio de
Lacánsir, enseguida comprendió que podía volver a seguir nuestro rastro.
3.12
El
piso franco prometido por las gemelas, como no podía ser de otra manera, estaba
en el barrio de La Colmena, pero en una calle que no se había visto afectada
por los asaltos policiales de la noche anterior. Estaba en una de aquellas
monstruosas torres, en esta ocasión en un sótano. Sin ventanas, muy pequeño,
poca altura... Era realmente claustrofóbico. Al menos había una neverita
provista de agua, leche y un poco de queso... ¡Ag!, no, no. Recuerdo el queso...
El queso estaba malo... O era de esos azules tan pestilentes. Lo cogí y lo tiré
fuera, a una papelera de la calle. ¡Qué asco! A mi pequeña tocaya tampoco le
gustó ese olor putrefacto y se puso a llorar.
-
¿Qué tal te fue con la autoproclamada “última bolchevique”, muchacha? - me
preguntó Víctor con mucho interés.
-
Por lo que dices, deduzco que ya conocías a Verónica.
-
Había oído hablar de ella.
-
Yo sólo trataba con las gemelas - se apresuró a explicar Bruno - Aunque tenía
que haberme imaginado que la Red tenía que haberla organizado alguien con más
experiencia.
-
Verónica me ha pedido ayuda. Dice que está reconstruyendo el Partido...
-
¿Con las gemelas? - Bruno parecía contrariado. - He tratado con bastantes
bolches, capitana, y puedo asegurar que ni Aral, ni Lara tienen nada que ver
con cualquiera de los bolcheviques que conocí. Son egoístas, bruscas,
impacientes...
-
¿Son por definición los bolcheviques generosos, suaves y pacientes? - señalo
incisivo Víctor
-
No, no necesariamente, pero...
-
Sé lo que quieres decir Bruno. - Corté aquella discusión sobre las gemelas. Yo
sabía lo que Bruno intuía. - Las gemelas no son bolcheviques. Pero no porque no
quieran. Verónica ha decidido que ninguna de las tres hermanas están preparadas
para ser bolcheviques – Bruno no comprendía nada, se mostró contrariado – Ella
las utiliza como... asistentes... Y puede que para alguna otra cosa más... - me
dio una arcada solo de pensarlo. Era impropio de alguien que se reclamaba
bolchevique - No sé por qué he accedido a ayudarla.
-
¿A qué accediste exactamente, capitana?
-
Quiere que le ayude a encontrar a cuatro miembros de la antigua Ejecutiva
Nacional del Comité Central.
-
¿Ah sí? ¿Qué le has dicho? - volvió a preguntar Víctor muy interesado.
-
Me comprometí a hacerlo. Tengo que buscar en New Haven, Davenport, Vancouver y Tímberlane.
¡Vaya locura! Recorrerme la República de punta a punta... Para ayudar a los
hombres y mujeres que me despreciaron, me expulsaron y me mandaron al exilio...
-
¿A qué te refieres? - preguntó Víctor.
-
¡Son los mismos hombres! ¡A que son los mismos hombres! A ver como os lo
explico: cuando dejé a Jaime volví a Cáledon y me presenté ante la Ejecutiva
Nacional del CC. Verónica era una de sus miembros, junto precisamente a los que
ahora tengo que buscar.
-
¿Acudías para disculparte por haber seguido a Jaime? - preguntó Bruno.
-
¿Disculparme? No. Tenía que seguir a Jaime. De eso no tengo ninguna duda, pero
después de la guerra… No sé... Estaba rota, desorientada… tenía claro que lo
que entonces hacía Jaime iniciando una guerra civil no tenía ningún sentido… Pensé,
ingenua de mí, que me ayudarían, que hablar con ellos me daría una perspectiva,
un sentido a lo que estaba sucediendo, a lo que había pasado, a lo que pasaría
entonces...
Y
dándole vueltas a todo eso me acordé de la libreta que me había entregado
Bella. Era la última libreta de actas de la Ejecutiva Nacional del Comité
Central. En ella aparecía mi comparecencia ante ellos, me había explicado la
hermana pequeña de las gemelas. Ignoré a mis compañeros y busqué el texto, era
la última anotación de la libreta. Verónica, gran aficionada a los papeles
viejos, se enfadaría y rabiaría, al darse cuenta de su ausencia. Ese
pensamiento me gustó.
3.13
Comencé
a leer las actas:
“Reunión extraordinaria de la Ejecutiva
nacional del Comité Central. Fecha: 1 de noviembre del año 14 de la Era
Republicana. Preside la reunión: Orestes. Toma actas: Taylor. Asistencia: Cayo,
Luisma, Marian, Orestes, Taylor y Verónica. Ausencias: Ninguna. Orden del día:
Punto único. Comparecencia ante esta comisión del Comité Central de…”
Recordaba
aquel día como si fuera hoy.
Tras
la guerra antifascista, cuando Jaime había decidido continuar la lucha contra
el gobierno, yo no podía más. Como ya os he dicho en varias ocasiones estaba
rota, cansada, hastiada... Acudí por propia voluntad a la sede central del
Partido en Cáledon, al edificio conocido como Smolny. Creo que ese fue el día en que le di la espalda
definitivamente al bolchevismo. Los últimos vínculos que me unían a Verónica o
a Cayo saltaron en pedazos. De allí salí al exilio.
La
sala donde se reunía el Comité Central era un amplio salón de actos, con
capacidad para más de quinientas personas. Tenía forma de hemiciclo, presidido
por una imponente mesa presidencial de madera de buena calidad. La sala estaba
iluminada por grandes ventanales de cristal que se abrían en el techo y que
dejaban pasar ampliamente la luz del sol. Las paredes estaban pintadas de color
blanco con adornos rojos y púrpuras. También estaban decoradas con los retratos
de diversos revolucionarios de la historia, desde Marx hasta Leoria, símbolos
comunistas y grandes murales de obreros de distintas épocas en lucha. Era el
corazón del Partido Bolchevique.
En
las grandes reuniones plenarias del CC, antes de la escisión de Jaime, el salón
se llenaba de vida: había talentosas mentes, intrépidos revolucionarios,
brillantes organizadores, agitadores y propagandistas. Allí se daban cita para
discutir las perspectivas políticas y las tareas para construir el Partido. Filosofía,
economía, historia, arte y guerra se combinaban con el objetivo de terminar con
la explotación del hombre por el hombre. Más de doscientos hombres formaban
parte del máximo órgano de decisión del Partido, entre congreso y congreso.
Pero
en aquel momento, tras la escisión, la guerra antifascista y las primeras
muertes y deserciones provocadas por la guerra civil, todo el edificio, toda aquella
sede central tenía un aspecto fantasmagórico. En especial el salón de actos. Me
habían contado que en el último plenario del CC, justo antes de mi reunión con
la Ejecutiva, sólo un par de docenas de dirigentes habían ocupado sus puestos,
sobre todo, ancianos y mutilados. El Partido se moría. La propia Ejecutiva
estaba muy mermada. De contar con veinticinco de los mejores cuadros, ahora
sólo aquellos seis seguían al frente.
Taylor
y Orestes presidían la reunión sentados tras la gran mesa de madera. Orestes
era un hombre mayor, de pelo liso y canoso, antaño poblado, ahora con
prominentes entradas. Llevaba, como muchos dirigentes bolcheviques, unas
pequeñas gafitas que no ocultaban unos ojos vivos e inteligentes. Taylor era
bastante más joven, rondaba entonces los treinta y cinco años, con una intensa
y poblada melena negra. Tenía una cicatriz que atravesaba perpendicular su ojo
derecho. Decían que de haber luchado contra bandas fascistas. Tras ellos se
alzaban cuatro retratos presidenciales con los principales ideólogos
bolcheviques: Marx, Engels, Lenin y Trotsky, y una gran bandera roja con la hoz
y el martillo, el principal símbolo del Partido.
Los
demás dirigentes estaban esparcidos por el hemiciclo del salón de actos, como
si rehuyeran la compañía unos de otros. Luisma era algo más joven que Orestes,
de la misma generación que Verónica, es decir, entonces rondaba los cuarenta.
Estaba calvo y gordito. También llevaba gafas, pero estrafalariamente grandes
en contraste con sus ojos que eran muy, muy pequeños. Marian también tenía una
edad similar a la de Verónica, quizás algo más joven. Era una mujer alta y
esbelta, de pelo castaño recogido en coleta y pecas sobre su nariz, lo que le
hacía parecer más juvenil. Luego estaba la propia Verónica… Y por último estaba
Cayo. Cayo tenía un par de años más que yo. Entonces no debía de haber cumplido
los veinticuatro años. Nunca un bolchevique tan joven como él había formado
parte de la Ejecutiva Nacional. Las malas lenguas decían que había sido la
recompensa por romper con Jaime. Alto y delgado, llevaba una frondosa barba sin
bigote, por supuesto gafas, y el pelo muy corto, castaño claro. Durante la
reunión no dejó de fumar compulsivamente.
Y
ahí me encontraba yo, enfrentándome a los restos del CC, del antaño poderoso Comité
Central, representado por lo que quedaba de su Ejecutiva. Me temblaban las
piernas, pero entré de frente, desde la puerta hacia la mesa presidencial a
través de un pasillo descendente que dividía en dos las butacas del hemiciclo.
Ya abajo me detuve frente a Taylor y Orestes sin mirar a mí alrededor ni por un
instante. Quería demostrar firmeza. Creo que buscaba impresionarles... o tal
vez era yo misma la que estaba impresionada y actuaba así por pura defensa. Y
es que no quería cruzar mi mirada ni con la de Verónica, ni con la de Cayo. ¡No
podía! Si les hubiera mirado, aunque hubiese sido de reojo, probablemente esa
fachada de firmeza que trataba de aparentar se hubiera quebrado. Era mucho lo
que aun sentía por ellos. Así que a mi espalda quedaron los dos, junto a los
otros miembros de la Ejecutiva.
Fue
Orestes el que, manteniéndose sentado, tomó la palabra:
-
Estás aquí a requerimiento del Comité Central…
Su
voz era muy firme y seria, en el pasado aquel hombre me imponía un tremendo
respeto. Pero no le dejé terminar. Eso antes nunca hubiera sucedido. ¡Y es
que empezábamos bien! Aquellas pocas palabras y yo ya estaba furiosa. ¡Estaba
allí porque yo me había presentado, porque yo quería y no por requerimiento de
nadie!
-
¡Estoy aquí por propia voluntad! ¡Nadie me ha obligado a venir! – interrumpí.
-
¿Y qué haces aquí entonces? – Continuó Orestes – No parece que vengas a
pedirnos perdón.
-
No. No vengo a pediros perdón.
-
Asumimos entonces, que no reconoces tus errores. – Tomó la palabra a mi espalda
Luisma con su voz de pito.
Me
mantuve firme con la mirada centrada en Orestes que parecía sonreír:
-
Si es un error luchar contra los fascistas, soy culpable de ese error –
Respondí desafiándolos. Orestes frunció el ceño. Taylor, mudo, permanecía con
una falsa sonrisa.
-
El error no era luchar contra los fascistas –Continuó Luisma - El error era
desoír a este Comité Central.
-
El error – siguió Orestes - era lanzarse a una loca guerra que sólo podía
desgastarnos y fortalecer al enemigo.
-
El error – continuó Marian, también a mi espalda – era dividir al Partido,
cuando nuestra fuerza siempre ha estado en la unidad.
-
Es fácil señalar mis errores. ¿Vosotros no los cometéis? – recuerdo que estaba
muy enfadada con aquellos arrogantes. Ellos no habían estado en la guerra, no
sabían lo que había sucedido. Se atrevían a pontificar sentados en sus
poltronas. Yo había visto morir a inocentes, había matado a seres humanos,
había sufrido y había llorado. Mis ojos se enrojecieron, pero no quería darles
el gusto de que me vieran hundirme.
-
Eso es… - Orestes trató de hablar, pero le volví a interrumpir. Su labia y
experiencia eran peligrosas. Era capaz de dar la vuelta a lo que yo dijera y no
quería oírle.
-
Yo creo que el error fue vuestro, estimados compañeros de la Ejecutiva:
Dejasteis que los jóvenes nos lanzáramos solos a la lucha. Los veteranos, los
sabios, los cuadros se quedaban de brazos cruzados en interminables
discusiones. Si vosotros os hubierais puesto a la cabeza en la batalla, ahora
Jaime no tendría sueños imposibles.
-
¡Es increíble! – Tronó Verónica a mi espalda. Se había estado conteniendo, pero
ya no podía aguantar más – ¡Ella no escucha! ¡Ella no quiere darse cuenta de la
verdad! Ya no es una de nosotros - Creo que fue entonces cuando me di cuenta de
que Verónica tenía razón al decir aquello: yo no era uno de ellos.
-
No podemos ayudarte. – Señaló resignado Orestes - Es verdad que no has continuado
junto a Jaime en su actual locura, pero con tu actitud y tus palabras
demuestras que no has aprendido nada de lo que ha pasado. - El dirigente emitió
sentencia. - Esta Ejecutiva nacional del Comité Central del Partido Bolchevique
ratifica en tu persona la decisión que adoptamos para con todos los que siguieron
al traidor: Estás expulsada del Partido Bolchevique. Entrégame tu carnet. Te
recomendamos que tomes el camino del exilio… y que medites sobre todo lo que ha
sucedido.
Me
condenaron al exilio. Eso significaba que si permanecía en la República estaría
sola, sin protección contra el gobierno e incluso al alcance de las balas de
los seguidores del CC. Así pues, con mucha tranquilidad, saqué del bolsillo
trasero de mi pantalón un pedazo de cartón doblado de color rojo. Era el carnet
del Partido. Lo llevaba conmigo siempre, desde hacía muchos años. Hice el amago
de posarlo encima de la mesa, pero finalmente, tras mirarlo, recuerdo que primero
con cierta nostalgia, pero luego con ira, lo rompí en varios trozos y arrojé
los pedazos al aire. Me di media vuelta y, volviendo a evitar que mi mirada se
cruzada con la de Verónica o la de Cayo, abandoné la sala y el Smolny para no volver jamás.
Allí
ya sólo hay ruinas.
Como
comprenderéis, recordar aquella reunión me entristeció profundamente. Mis ojos
estaban a punto de llorar. De hecho, creo que lo hice, aunque ninguno de mis
compañeros me lo ha reconocido posteriormente. ¡Pero es que no os podéis
imaginar lo mal que lo pase! Tanto en aquella sala, como más adelante
recordando. Reconozco que me comporté como una niñata, sin ningún respeto ante
el máximo órgano de dirección. La ira y también, porque no admitirlo, la
arrogancia, había podido conmigo. Ni siquiera el gran Jaime había osado
portarse así ante ellos. Pero es que no se habían molestado en escucharme, en
tratar de comprenderme. Su decisión, la decisión de exiliarme la habían tomado
a priori y todo lo demás era un sin sentido.
Pero
quizás lo que más me dolía era la manera en que Verónica y Cayo habían actuado.
Estoy segura de que Verónica me odiaba. Me odiaba por haberla abandonado. Y era
ese odio el que hablaba. Cayo, por su parte, ni siquiera había abierto la boca.
No había tenido la decencia de decir nada. Todos sabíamos que mi antiguo amigo
simpatizaba con los planteamientos de Jaime. Varias veces lo había demostrado y
me lo había reconocido. Sin embargo, en el momento de la verdad, cuando Jaime
no esperó más y se lanzó a la batalla, Cayo le abandonó como un cobarde.
Cobarde con Jaime, cobarde conmigo.
Pero
las actas no terminaban ahí, sino que, para mi sorpresa, la reunión continuaba:
“... abandona la sala.
Cayo pide la palabra”
¡Cayo!
“CAYO: Está muy segura de sí misma. ¡Cuántos
jóvenes talentos estamos perdiendo! Ella es una revolucionaria. Lo ha
demostrado siempre, incluso hoy, viniendo a nosotros”.
¡Yo
era una revolucionaria! Eso decía Cayo, pero ¿por qué no me lo había dicho antes,
delante de todos ellos? ¿Por qué no me lo había dicho a mí?
“MARIAN: No podemos ser ciegos. Somos
responsables de lo que ha pasado.
VERÓNICA: Nosotros no tenemos la
culpa. Nosotros nos hemos mantenido firmes en las ideas y métodos correctos.
LUISMA: Hablamos de
responsabilidad, no de culpa.
VERÓNICA: Tonterías. Cada uno es
responsable de sus actos. Fueron otros los que guiaron a Jaime para que tomara
el camino que tomó. No nosotros.
ORESTES: Hablas de él. Pero no es
eso lo que estamos discutiendo hoy aquí. Hemos decidido mantenernos firmes
porque atravesamos un momento muy grave, pero no podemos cerrar los ojos a lo
que, sin duda, hemos contribuido.
CAYO: Ella tenía razón. Si nos
hubiéramos puesto al frente no sólo hubiéramos evitado la división del Partido,
sino que, una vez concluida la guerra contra el fascista hubiéramos contado con
la autoridad suficiente para convencer a Jaime de que tocaba defendernos y no
atacar.
MARIAN: Jaime sólo escuchó el
sufrimiento del pueblo. Como él, como ella, muchos bolcheviques no podían
quedarse de brazos cruzados. Y fueron ellos los que derrotaron a las Potencias Fascistas.
VERÓNICA: Ellos dividieron el
Partido, no nosotros. Los fascistas sólo podían mantener su ofensiva con un
enemigo al frente. Si Jaime no se hubiera alzado, el gobierno de la República
inevitablemente habría caído. Nosotros podríamos estar ahora en el poder. Todo
lo que ha sucedido ha sido por culpa de que ellos no confiaban en la dirección,
no tenían la suficiente disciplina, no comprendían la dialéctica de los
procesos.
LUISMA: Comprender la dialéctica de
los procesos nos hubiera llevado a comprender que los trabajadores no se
quedarían de brazos cruzados mientras los fascistas avanzaban. Hubiéramos
anticipado una fractura en nuestras filas.
VERÓNICA: La fractura en nuestras
filas es por culpa de una negligente formación de nuestros cuadros. Pero es
verdad, yo la formé a ella y tengo parte de responsabilidad. ¡Pero, quien formó
a Jaime! Ahí está la respuesta.
MARIAN: No estoy de acuerdo contigo
Verónica, pero toda esta discusión carece ahora de sentido. Nuestro objetivo
primordial tiene que ser defendernos. Sobrevivir. Ya haremos un balance de todo
esto para sacar las lecciones pertinentes. Pero si no sobrevivimos de poco
importa.
CAYO: Confío en ella. Necesitamos
preservarla. El exilio la protegerá de lo que está por venir. Sé que cuando
esté preparada volverá. Y entonces jugará un papel crucial.
ORESTES: Eso habrá que verlo. No
podemos olvidar por qué siguió a Jaime. Mira lo que están haciendo muchos de
los que le siguieron, incluso algunos se han pasado al campo del fascismo.
CAYO: También de los nuestros...
ORESTES: Sí, sí, pero yo no me fío
de ella. Quizás vuelva del exilio, y quizás vuelva cambiada… pero a peor. Sólo
el tiempo nos lo dirá. Nosotros ahora tenemos que proteger al Partido. Pronto
el gobierno caerá sobre nosotros. Pero estamos preparados y no nos derrotarán. Todo
está previsto. Vayamos a ello. Se levanta la sesión.”
No
había más texto en aquella libreta. Después sólo había páginas en blanco.
Parecía entonces que mi comparecencia había sido la última reunión de la Ejecutiva,
al menos la última recogida en las actas oficiales.
-
¡Toda esa discusión después de mi partida!… ¡la desconocía!
Qué
equivocada estaba… de tantas cosas.
3.14
Cerré
la libreta de actas. Miré a mí alrededor. Pablo, que se mantenía en un anormal
silencio desde que habíamos abandonado la central hidroeléctrica parecía turbado
y ensimismado en sus pensamientos. Bruno me preguntó si me encontraba bien.
Víctor parecía adivinar que lo que había leído era muy importante. Noté como el
anciano me buscaba con la mirada.
-
¿Tú eras el responsable de formación de Jaime? - le pregunté.
No
sé por qué se lo pregunté. En las actas no aparecía especificado algo así. Sin
embargo, ahora estaba convencida. Desde el principio había tratado de atar
cabos sueltos, sin éxito. Sabía que el anciano me estaba utilizando, pero
desconocía el por qué. Seguía sin saberlo, pero al menos ya no estaba
completamente ciega. Todo hasta entonces había parecido una gran casualidad,
una especie de conjunción cósmica. Pero yo no creía en eso, yo creía que el
accidente expresaba la necesidad.
El
viejo no se inmutó, ni mostró sorpresa, disgusto o preocupación. Simplemente asintió
con la cabeza. Yo tenía razón. Aunque seguía rodeada de incertidumbres, este
descubrimiento me tranquilizó.
-
Y supongo que no eras un doctor del hospital que por casualidad pasaba por el
lugar de mi accidente.
-
Realmente soy doctor, pediatra, pero por lo demás estas en lo cierto. Me enteré
de que volvías a la República. Te estaba siguiendo cuando los mercenarios volaron
el autobús.
-
¿Qué quieres de mí?
-
Busco a Jaime, muchacha. Pensaba que tú sabías donde está. Ahora sé que no,
pero, tal vez, alguno de los compañeros de Verónica quizás ellos sí lo sepan.
-
¿Para qué lo buscas?
-
Para que regrese. Pese a todo lo que ha pasado, él sigue siendo un símbolo. El
gobierno no ha podido terminar con él y con su leyenda.
Se
hizo un silencio. Al rato Víctor continuó hablando.
-
Mira muchacha, no creo que sea una casualidad que Verónica te haya pedido que
busques a los antiguos dirigentes bolcheviques. Exactamente los mismos que
estuvieron en tu juicio. – Me explicó Víctor – Quizás ella te necesita para dar
con ellos. Quizás solo salgan de sus escondites si eres tú quien les busca.
-
No lo sé Víctor, pero puede que si les encuentro entienda algo de lo que está
pasando… de lo que pasó… de lo que me pasó.
Yo
era un mar de dudas... Le expliqué al anciano lo que había descubierto en las
actas, lo que, tras marcharme de la reunión, habían discutido los dirigentes
bolcheviques. Víctor me escuchó con mucha atención. Pablo y Bruno se miraban
uno al otro sin entender del todo lo que yo relataba.
-
¡Buscas entonces la verdad! - Exclamó impactado Víctor cuando terminé mi
explicación - ¿Quieres averiguar qué es lo que pasó exactamente? Pero quizás
esa búsqueda te haga comprender qué es en realidad el bolchevismo y por qué
fracasaron tanto Jaime, como el CC de Verónica. Pero no dejas de ser ambiciosa,
muchacha: También fue la ambición lo que, en parte, te hizo seguir a Jaime.
Quería
protestar por esa afirmación, pero Víctor continuó hablando.
- Tú y yo sabemos que a ti te gustaría que
Cayo tuviera razón en lo que dijo: te gustaría que tu papel en todo esto fuera
crucial. - El anciano me sonreía- Pero tampoco olvides que puede que sea Orestes
el que acertara contigo.
-
¡Ya veremos! -tome las palabras del anciano como una especie de reto- El
movimiento se demuestra andando y mañana me pondré en marcha. – Di la espalda a
Víctor y me puse a pensar en voz alta - Me gustaría ver primero a Cayo. Seguro
que me aclararía muchas cosas…
-
Pero New Haven está muchísimo más cerca de Cáledon que Tímberlane –añadió
Víctor a mis pensamientos-. Además, no hay duda de que encontrar a Orestes
también tiene su interés e importancia. Él era el responsable político del
Partido. De allí podemos ir a Davenport, luego a Tímberlane, esa ciudad de
locos arranios, y dejar para el final a Vancouver que es una ciudad en ruinas,
abandonada en medio de las montañas… Es el mejor orden posible.
-
Sí –Desde luego era el camino más recto desde Cáledon, bajar a New Haven para
luego acercarnos a la costa y subir por Davenport y Tímberlane hasta la
frontera con el continente y la antigua ciudad de Vancouver - Tienes razón, es
lo mejor: en cuanto amanezca, partiré hacia New Haven...
¡Malditas
las ganas que tengo de viajar a New Haven! – pensé entonces porque realmente
tenía muy poco entusiasmo por visitar ese rincón de la República.
-
Permíteme que te acompañe - me pidió con suavidad y educación el anciano.
-
Puede que sólo Jaime sepa dónde está Jaime, anciano... - Le respondí.
-
Lo sé, pero no me importa. Jaime es una idea. Es verdad, es una idea muy grande,
pero cualquier idea puede reemplazarse por otras ideas… nuevas y mejores...
-
Yo, capitana - me dijo Bruno cuadrándose ante mí – también iré contigo.
-
No, Bruno. - Sabía que mí querido camarada estaba dispuesto a acompañarme hasta
la muerte si era preciso, pero ahora mi mecánico preferido tenía otras
responsabilidades: - Recuerda a tu bebé. Eres lo único que tiene. ¿Piensas abandonarlo
para seguirme a vete tú a saber que nuevas aventuras? No, Bruno. No lo puedo
permitir. Tu sitió es aquí.
Bruno
protestó varias veces. Decía estar dispuesto a dejar a su hijita a unos
familiares, pero finalmente entró en razón. Logré quitarle esa loca idea de la
cabeza.
-
Además – continué explicándole a mi amigo - Recuerda los trabajadores de la
Cia+Fia... Querían luchar, querían organizarse... ¡Ni siquiera sabemos que les
habrá pasado, a ellos y a sus familias! Debes velar por ellos. Tienes mucho
trabajo aquí Bruno.
Nos
dimos un fuerte abrazo. Sabía que le echaría mucho de menos y que no
encontraría a nadie tan digno de confianza y amistad.
-
¿Y tú que vas a hacer Pablo? - Preguntó el anciano al muchacho.
Pablo
miró a Víctor. Luego me miró a mí. Devolvió la mirada al anciano y tras varias
vacilaciones le respondió resignado:
-
Os acompañaré. Aquí en Cáledon ya no me queda nada.
-
¿Seguro? - le pregunté - Ya has hecho mucho por mí, Pablo. No tienes ninguna
deuda que saldar.
-
No, no te preocupes. Te acompañaré.
Pablo
tenía una nueva transformación: en cuanto se empezó a hacer a la idea de que me
iba a acompañar por toda la República en mi viaje, pasó de la tristeza, del
abatimiento que sufría hacía tan sólo un instante, a ese estado de alegría infantil
que tenía a ratos en el hospital.
-
Además, – me dijo ya con su más habitual ironía - tú no quieres que se separe
de ti un tipo tan guapo y simpático como yo, ¿verdad?
3.15
Esa
noche, a pocas horas de la partida, no pude pegar ojo. Ya no solo eran los
ronquidos de Víctor o los periódicos llantos de mi pequeña tocaya. A mi cabeza
volvían una y otra vez las imágenes de mi comparecencia ante la Ejecutiva.
Resonaron mis palabras, me imaginaba las escenas que había leído en las
actas... Rompí a llorar. Como mi orgullo no me permitía que mis compañeros me
vieran así, me levanté corriendo y salí del piso. Me refugié en la calle. No
había ni un alma. Cáledon dormía. De lejos se oía algún coche, alguna sirena,
algunos ruidos... Pero la calle en la que estaba era tranquila y oscura, sin
alumbrado público.
¿Qué
quería yo de mi misma? ¿Por qué había vuelto? ¿Realmente tenía razón con mi
visión sobre la guerra, sobre el Partido? En el exilio todo se resolvía en absurdas
veladas de emigrados que se emborronaban por el alcohol, los antidepresivos y
las demás drogas... Debates de salón con otros exiliados donde nos lamíamos las
heridas, aplaudíamos nuestro heroísmo pasado –sin mencionar nuestra cobardía
presente- y maldecíamos una derrota que no comprendíamos. Para Verónica, en
cambio, todo parecía más claro: nuestra derrota procedía de la división… Pero ahora
creo que esa división era inevitable… tenía que darse antes o después.
Entonces,
en aquella calle me sorprendí pensando en los bolcheviques en primera persona
del plural: “nosotros”. ¡Pero no! ¡Yo no soy bolchevique! –Me dije- No tengo
partido. Ni con Jaime, ni con el CC. Estaba sola. Creía que todos estábamos
solos.
Pero
no estaba sola. A mi espalda apareció Bruno. Siempre a mi lado. En mi interior
quería pedirle que lo dejara todo, que dejara a su hija y viniera conmigo. Le
necesitaba.
-
El bebé duerme plácidamente. Pero soy yo el que no puedo conciliar el sueño.
Veo que no soy el único, capitana.
-
¿Cuántas veces te he dicho que no me llames capitana?
-
Siempre serás mi capitana. Nos guste o no, la guerra forma parte de nosotros.
Nos
miramos. Quería abrazarlo, gritarle que lo necesitaba, que no quería irme sin
él.
-
Siento mucho lo de Gloria - le dije con lágrimas en los ojos.
Bruno
miró hacia el cielo y se hizo el silencio.
-
Es extraño. - me dijo pasado un rato - Nos vendió, nos traicionó... pero no
puedo odiarla. Sé que creía que así salvaba a su hija... A su lado pensaba que
podría superar la guerra, pero no fue así. La guerra no ha terminado.
Se
hizo un nuevo silencio.
-
Pero la guerra era más sencilla al principio. - Continuó Bruno - Cuando estaba
claro quién era el enemigo. Ahora en cambio...
Y
nos quedamos allí hablando durante horas de anécdotas de la guerra. Al
principio, recordando las más terribles, pero después, las curiosas, incluso
las divertidas, a los compañeros, sus apodos y sus excentricidades... Había un
miliciano al que le llamábamos “Esfínter” porque se pasaba el día con ganas de
ir de vientre. Otro miliciano era “Bufón” famoso por sus bromas, muchas veces
pesadas. “Milady”, una miliciana que cuando se incorporó a filas sentía asco
por el fango, los insectos… Y así continuamos charlando hasta el amanecer.
***
New
Haven. Ese era el primer destino. Helena la ciega nos había seguido los pasos y
con su oído superfino y con un aparato de escuchas sabía a dónde íbamos. Partió
antes que nosotros, preparando planes y trampas que nosotros ni sospechábamos.
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