4. LA CIEGA
4.1
Bruno
nos pudo proveer de algo de dinero, no mucho, pero suficiente para el viaje.
También me dio un teléfono móvil seguro, con el que me podía comunicar
directamente con él y no podía ser rastreado. Me insistió en que lo usara si
necesitaba su ayuda. Por último, nos dio tres pistolas, una para cada uno, y
munición suficiente, por lo que nos pudiéramos encontrar.
Pablo,
que seguía muy callado, no se negó a coger el arma. Es verdad que la aceptó con
desgana, apretando los dientes y los puños. Pero para mí se hacía evidente que
algo había cambiado en su interior. No hacía tanto tiempo hubiera protestado y
rechazado la pistola como si se tratara de la peste. Ahora se la quedaba
resignado. Le encontré turbado, meditabundo y más oscuro. Recuerdo que en ese
momento pensé que una falsa armadura que Pablo había construido en torno a su alma
se había comenzado a agrietar. Y lo que era peor: estaba convencida de que yo
era la responsable.
Nos despedimos afectuosamente de Bruno y su bebé. Algo me decía que volvería a ver a mi gran amigo de la guerra y eso me tranquilizó. Subimos entonces a nuestra furgoneta con el objetivo de abandonar la ciudad de Cáledon. Miré por las ventanas de la furgoneta: El sol se desperezaba tras los edificios de la ciudad anunciando con sus rayos un nuevo día. El cielo, libre de nubes, se transformaba, desde el negro estrellado de la noche, a un vivo e intenso azul dispuesto a dominar todo el firmamento. Iba a ser un día brillante y eso parecía una buena señal.
Aunque
probablemente ya no hubiera controles para salir de la ciudad, rehuimos las
autopistas y las carreteras generales y optamos por rutas secundarias. Una vez
que dejamos atrás la gran ciudad, los barrios y los polígonos industriales, el
camino fue tranquilo. No obstante pudimos comprobar cómo aún no se habían
cerrado las heridas de las guerras: Numerosos campos, antes de cultivo, aún
estaban inútiles, yermos, o cubiertos de cenizas. Las ruinas en la ciudad de
Cáledon casi habían sido reconstruidas, salvo en algunos barrios como Lacánsir,
pero en el interior del país la situación era muy diferente. Las carreteras nos
llevaban a través de bosques carbonizados y pueblos derruidos, algunos
demolidos piedra sobre piedra. ¡Toda aquella destrucción! En más de una ocasión
tuvimos que cambiar de ruta porque nuestra carretera terminaba bruscamente en
la nada, en un cráter abierto por la detonación de explosivos o en el cauce de
un río salvaje que antes era contenido y conducido por presas y canales hoy
destruidos.
¿Algún
día se recuperarían aquellos campos y caminos, se plantarían nuevos árboles y
se repoblarían los bosques y aldeas con animales y humanos? Negué lentamente
con la cabeza. Estaba convencida de que no. Creía que era un castigo por
nuestra arrogancia, por querer conquistar el futuro, tomar el cielo al asalto…
Por nuestra culpa, el futuro de la humanidad era negro y ceniciento, un imperio
de ruinas y cucarachas… En ese momento realmente pensaba que la responsabilidad
nos torturaría para siempre. Así de sombríos eran mis pensamientos cuando
recorríamos aquellos caminos ruinosos y grises.
Pero
no solo había despojos y destrucción: Pudimos también comprobar cómo algunas
propiedades brillaban con luz propia. Las ruinas daban bruscamente paso al esplendor.
Supongo que aquellas fincas que se desarrollaban y prosperaban, donde se
apreciaban ricos cultivos, ganado saludablemente gordo, palacetes barrocos guarnecidos
con matones privados, pertenecían a importantes figuras del gobierno, a poderosos
terratenientes, nobles de la antigua monarquía que ahora eran republicanos “de
toda la vida” o a nuevos ricos, empresarios venidos a la tranquilidad del campo
y traidores de las guerras que supieron aprovechar todo un océano de
oportunidades con el mercado negro, el tráfico de armas y el acaparamientos de
suministros... Viendo aquellos palacios mi estado de ánimo no fue, ni mucho
menos, más optimista, pero recuperé parte de aquella furia que en el pasado me había
lanzado a la guerra: detestaba aquella ostentación, el lujo desmedido, toda aquella
tremenda riqueza acumulada mediante el robo y el saqueo, mediante la explotación
y la esquilmación. Rectifiqué mi visión del futuro: negro y ceniciento sí, pero
el imperio de ruinas sólo era para la inmensa mayoría, mientras que el oro y las
joyas eran para las cucarachas.
Cerca
del anochecer llegamos a New Haven. Aunque como ciudad nunca ha sido gran cosa,
era importante por ser la capital de la más importante región agrícola de la
Republica. El centro de la ciudad estaba poblado fundamentalmente por los
administradores y los cortesanos de las propiedades agrarias, los funcionarios de
la República -encargados de asesorar, ayudar y sobre todo proteger a los
señoritos del campo- y los tenderos y pequeños propietarios dedicados a cebar
de alimentos, bebida y ocio a los señoritos y todas sus comparsas.
Pero
si en New Haven estaban los archivos y leyes, las porras, los estómagos
agradecidos y las reservas de grasa, la verdadera alma de la región, su corazón
y sus músculos, se encontraban repartidos por los numerosos pueblos jornaleros que
rodeaban la ciudad. Eran pueblos pequeños, apenas una iglesia, el cuartelillo
de la policía rural y, eso sí, suficientes barracones para poder alojar a los
trabajadores agrícolas -antaño siervos, hoy asalariados- que cultivaban el
huerto de La República. No es de extrañar que el bolchevismo se extendiera por todos
estos pueblos, reclutando a miles de jornaleros, autóctonos y emigrantes, que
trabajaban de sol a sol a cambio de miseria.
Yo soy de uno de esos
pueblecitos.
4.2
Nací
en Stickton, uno de esos pequeños pueblos jornaleros que rodean New Haven. Mis
abuelos eran emigrantes de las antiguas colonias monárquicas. De hecho la
mayoría de los jornaleros, en mi época al menos, éramos emigrantes, o hijos de
emigrantes, de color. Pude comprobar que ahora también hay numerosos semitas,
casi más que negros. Sin organizaciones obreras, el gobierno y los
terratenientes han fomentado desde siempre las divisiones y enfrentamientos
étnicos entre los nativos blanquitos, la primera oleada de emigrantes negra, y
la actual segunda semita y oriental. Las cuadrillas de trabajo se dividen por
nacionalidad y origen étnico para evitar todo contacto y alimentar la
competencia y el enfrentamiento. Conscientemente son alimentados todo tipo de
bulos, se fomentan los tópicos y los prejuicios… la máxima siempre es la misma:
¡divide y vencerás!
Mis
abuelos fueron jornaleros. Solo sabían trabajar. Eran analfabetos y en la práctica
sus vidas no se diferenciaban en nada de las de sus ancestros que habían sido
esclavos en las antiguas colonias. Como la independencia formal solo había traído
más pobreza y opresión, muchos como ellos habían viajado a la antigua metrópolis.
Mis
padres también eran jornaleros, pero no se conformaron con una vida miserable.
Seguían trabajando de sol a sol, pero formaron los primeros sindicatos jornaleros
y se afiliaron al Partido Socialdemócrata. Eso mi padre claro, en esa
generación las mujeres negras apenas comenzaban a participar en política. Sin
embargo, para esos tiempos mi madre ya era muy activa. Apoyaba en todo a mi
padre. De hecho, se conocieron en una manifestación. Una protesta contra uno de
los nobles terratenientes que terminó con cargas a caballo de la policía rural.
A mi padre le abrieron la cabeza de un porrazo, y mi madre y dos amigas suyas
le socorrieron y le sacaron de la manifestación, le escondieron y le atendieron
las heridas.
Mi
padre luchó contra la monarquía. Conoció la cárcel, el paro forzoso, las
torturas... El día que se fue el Rey lo recuerdo como el más feliz de mi
infancia. Todo el mundo salió a la calle, y mi familia no fue menos. Mi
padre me llevaba a hombros. Recuerdo como todo el mundo bailaba y cantaba. La
gente destruía los símbolos monárquicos mientras ondeaban banderas rojas y tricolores.
Parecía que todo iba a cambiar. Eso deseábamos todos.
Pero
no fue así. A los democráticos ministros del Rey les sucedieron los aún más democráticos
ministros de la República, pero el verdadero poder lo seguían teniendo los
grandes bancos y consorcios. Los aristócratas perdieron sus títulos
nobiliarios, pero conservaron sus títulos bursátiles. Pronto se extendería la
frustración entre muchos de los activistas que habían identificado República
con vida digna.
Mi
padre, que llegó a ser concejal socialdemócrata en Stickton, dejó su cargo desilusionado,
completamente quemado. Veía como muchos de sus compañeros de armas se vendían,
se desmoralizaban o ambas cosas. Creo que también tuvo problemas en el
sindicato. Muchos dirigentes socialdemócratas estaban ansiosos por ocupar el
lugar que los antiguos políticos monárquicos tenían en el mundo de la
corrupción y los negocios con los grandes empresarios. Mi padre no comprendía
lo que sucedía, pero siempre fue honrado. Prefirió dejarlo todo antes que ser
cómplice de aquel gran robo. No obstante, cuando a los quince años me afilié a
las Juventudes bolcheviques, lo comprendió y, aunque no simpatizaba con
nuestros ideales, me dio todo su apoyo. El pobre hombre se murió confiando en
que algún día la República se reformaría y habría verdadera justicia social.
Yo
era su única hija. Tuve una hermana mayor, pero murió de una enfermedad al poco
de nacer. Lloraron su pérdida y se volcaron en tratar de que yo tuviera todo lo
que ellos no habían tenido. Por ejemplo: mis padres hicieron todo lo posible
para que yo recibiera una buena educación, querían sacarme de la ignorancia en
la que ellos habían estado inmersos. Incluso estaban dispuestos a ayudarme a
pagar la costosísima universidad en New Haven. Querían que fuera doctora. Pero
yo no quería estudiar. Ni siquiera hice bachillerato. Quería trabajar y
militar. Mi padre no dejó de recriminarme que malgastaba mi inteligencia: me
decía que podía militar, que él no se oponía, pero que no debía dejar mis
estudios. Para mi madre fue peor: Con la crisis de la República, ella se
desencantaba más rápido de la política que mi padre, así que sufrió una
depresión cuando les conté que lo dejaba todo para ser liberada juvenil del
Partido. Nunca supieron nada de Verónica, por supuesto. Nunca lo hubieran
entendido.
Lo
que sí que mi padre no hubiera apoyado nunca es mi entusiasmo hacia la guerra.
No llegó a verlo. Pocos meses antes de que comenzara el conflicto con las
Potencias fascistas murió de un infarto. No se había cuidado durante su vida y
cuando ya tenía una edad, todos los excesos le pasaron factura.
La
que sí que vio mi ingreso en las milicias fue mi madre. Ella estaba en contra
del fascismo y creía que había que luchar contra la invasión, ¡pero no yo! No
quería que fuera yo la que luchara, la que arriesgara su vida.
No
la volví a ver. Hasta el inicio de la guerra civil pude escribirle, hacerle
algunas llamadas telefónicas… cada vez la notaba más apagada, más triste… pero
no fui ni una sola vez a verla. Cuando me exilié… la llamé por teléfono. Fue
una conversación agria. Me reprochó haber ido a la guerra, haberla dejado sola…
Me confesó que estaba melancólica y completamente abandonada a sí misma. Le
propuse que se viniera conmigo. Sé lo propuse porque sabía que me diría que no
y, en el fondo, yo lo único que quería era sentirme mejor conmigo misma.
Efectivamente, me dijo que no, que no abandonaría su hogar.
Y
allí murió hace ya tres años. Me enteré pasados dos meses de su muerte a través
de un compañero del exilio que él sí se comunicaba periódicamente con su
familia en la República… Había tenido un cáncer, muy doloroso, pero también
fulminante. Y yo no había estado a su lado. La había dejado completamente sola.
Creo que fue entonces, cuando me enteré de la muerte de mi madre, cuando definitivamente
me enganché al loto dulce… Me sentía muy mala hija, muy mala persona. El loto
dulce me ayudaba a apartarme de mis malos pensamientos… pero también de los
buenos y de los dignos.
Ahora
volvía a lo que había sido mi hogar. Bueno… la verdad es que hacía muchos años
que yo no tenía hogar. Pero inevitablemente New Haven me traía recuerdos de mi
juventud… recuerdos de una infancia alegre… pero también recuerdos trágicos que
hubiese preferido olvidar para siempre.
4.3
Llegamos
cuando anochecía. Entramos en la ciudad con mucha cautela. Cuando revelé a mis
compañeros que procedía de un suburbio de New Haven, Pablo se irritó
preocupado. Tenía razón al llamarme loca e insensata. Bien pensado, había sido
una insensatez volver a New Haven. De todos los posibles lugares de la
República, era el último al que tenía que haber venido. Si sabían quién era yo,
si conocían mi historia, era muy posible que supieran quiénes eran mi familia,
los lugares en los que había vivido, etcétera… Era lógico pensar que las BAB
estarían allí, esperándome, dispuestas a tenderme una trampa.
De
la que entrabamos en la ciudad, me imaginaba soldados en cada esquina,
agazapados, esperando, y pensaba en el oficial BAB al mando, sorprendido y
congratulado por mi falta de juicio.
-
Quizás esa sorpresa es nuestra ventaja - me dijo Víctor para tranquilizarme.
-
Quizás no se esperan que seamos tan estúpidos como para viajar a tu ciudad
natal - añadió con cinismo Pablo.
Siempre
había cuidado mi clandestinidad, tratando de no salpicar a mis padres. Mi
nombre real era conocido sólo por muy pocas personas… Quizás ni siquiera las
BAB sabían quién era yo realmente, de hecho mi madre no había sido perseguida
por el gobierno durante la guerra civil y la represión que le siguió. Pero ahora
daba igual: todas las cautelas del mundo ya no podían evitar el hecho de que
allí estábamos, en New Haven.
-
¿Dónde podemos encontrar a un prófugo bolchevique en una ciudad como New Haven?
- se preguntaba Pablo que, poco a poco, se había tranquilizado.
-
Seguramente no en la ciudad, sino en los pueblos de los alrededores, mezclado
con los jornaleros. - le respondí desde la parte de atrás de la furgoneta.
-
New Haven sufrió mucho la guerra civil - me informó Víctor - Queda poco de la
ciudad que conociste. Fue bombardeada e incendiada tres veces. Actualmente
vuelve a florecer, pero lentamente y envuelta en conflictos racistas instigados
por el gobierno. Seguro que en tu infancia no había bandas fascistas sueltas
por las calles de New Haven.
¡Bandas
fascistas! Habíamos ido a la guerra para evitar que esos asesinos nos
impusieran su ley en la calle y ahora campan a sus anchas en mi ciudad natal.
Por un momento me hirvió la sangre imaginándome a los cabeza-rapadas actuando
con impunidad, agrediendo a emigrantes y jóvenes. New Haven era la ciudad de
los señoritos y funcionarios mientras que los jornaleros vivían en los barrios
dormitorios y pequeños pueblos agrícolas construidos en los alrededores de la
urbe. Pero durante mi adolescencia, aunque los hijos de los señoritos siempre
habían simpatizado abiertamente con los fascistas, no se atrevían entonces a
desfilar por las calles. Como mucho contrataban algunos pistoleros y lúmpenes
venidos de fuera.
-
¡Magnifico! - protestó Pablo - ¡fascistas! Y luego está el pequeño detalle de
que las BAB puede que sepan que eras de aquí... Todo esto me suena a trampa.
-
Cierto - dijo Víctor - Tendremos que extremar las precauciones. Pero lo primero
es lo primero: tenemos que encontrar un sitio donde dormir. Mañana buscaremos a
tu amigo Orestes, muchacha.
-
Orestes nunca fue mi amigo.
Siguiendo
mis indicaciones, Pablo llevó la furgoneta hacia una zona industrial que
conocía en las afueras de New Haven. El lugar parecía abandonado, con la
mayoría de las naves industriales cerradas desde hacía mucho tiempo, salvo
por las prostitutas que hacían allí la calle. Era una visión dantesca que me
indignó sobremanera: Una legión de mujeres, muchas niñas de catorce o quince
años, otras ya maduras, quizás de más de cuarenta años, sino más jóvenes, pero
deterioradas por la mala vida. Todas eran negras o semitas, no había ninguna
blanquita. Allí esperaban en grupos a los clientes, cerdos machistas dispuestos
a pagar por un pedazo de carne. Improvisadas hogueras calentaban aquellos
cuerpos semidesnudos y violentados. De cuando en cuando se paraba algún coche y
una o dos de ellas subían al auto. Sus miradas eran oscuras como la noche. Eran
carnaza humana, mercancías. Representaban todo aquello contra lo que yo había
prometido luchar.
Nos
alejamos de allí sin abandonar el polígono. Alcanzamos una chatarrería llena de
restos de automóviles y camiones. Un recoveco resguardado nos pareció un buen
sitio para parar y pasar la noche. "Siempre que el chatarrero no llame a
sus amigos para desguazar la furgoneta", advirtió Pablo.
4.4
Acordamos que Pablo y Víctor dormirían en los
asientos de la furgoneta. Yo me tumbé en la parte de atrás, acomodada en unas
mantas que nos había dado Bruno. Así tratamos de conciliar el sueño. New Haven ya
era caluroso a esas alturas del año así que no teníamos problemas de frío.
Esa noche soñé. Un sueño que me impactó tanto, que no he sido
capaz de olvidarlo:
Era un sueño en blanco y negro, como en las
antiguas películas. Yo estaba rodeada de bruma, tenía mucho frío. De lejos se
oían disparos, explosiones. Me alejé corriendo. Creo que una ráfaga de
ametralladora estuvo a punto de alcanzarme. Por si acaso me tiré al suelo. El
bebé de Bruno yacía frente a mí. No se movía, no lloraba, estaba muerto. Traté
de gritar pero no podía, me incorporé aterrada y corrí lejos de allí.
Estaba entonces en la sala de plenos del Comité
Central. Estaba muy iluminada y se escuchaban pájaros cantando. Ante mi estaba
la Ejecutiva Nacional, pero parecían de piedra. ¡Espera! Eran Orestes, Taylor, Marian,
Luisma, Cayo... Y mis padres. ¡También estaban mis padres! como si fueran dos
de ellos. Quien faltaba era Verónica. Todos eran estatuas, o eso es lo que
parecían, pero lloraban. ¡Aquellas estatuas lloraban! Me acerqué para tocar a
mi padre. Quería comprobar que era piedra, y, de lo contrario, acariciarle. Al
intentarlo escuché a mis espaldas numerosas carcajadas. Me giré: todo el
hemiciclo rebosaba de vida. Cientos de hombres y mujeres, bolcheviques creo, se
reían de mí.
-¡No fue culpa mía! - les grité, pero sus
carcajadas eran más y más exageradas.
-¡No fue culpa mía! - insistí sin conseguir
otra cosa que más risas desternillantes.
Ignoré a aquellos fantasmas, pues eso es lo que
eran y me volví de nuevo hacia la ejecutiva: Volví a intentar tocar a mi padre.
Las risas cesaron bruscamente. Se hizo un silencio absoluto, los pájaros
también había detenido su canto.
Cuando mis dedos rozaron la cara de mi padre,
ésta comenzó a agrietarse, pero no sólo él, los demás, mi madre, los
bolcheviques, toda la sala, todo el mundo, todo el planeta, todo se convertía
en arena y se descomponía. La cabeza de Taylor se separó de su cuerpo, cayó y
se desintegro en polvo y arena al impactar con el suelo. Mi padre también
colapsaba. Miré mi mano: la arena que conformaba el rostro de mi padre era
arrastrada por el viento.
Las estatuas, o lo que quedaba de ellas, fueron
empujadas al suelo, y disueltas en arena como le había pasado a la cabeza de
Taylor. Era Verónica quien las había destruido. Estaba rígida frente a mí,
satisfecha por su obra. “La última bolchevique” me miraba divertida, disfrutaba
en mi desgracia.
Creo que desperté. Ya no era Verónica quien me
miraba, era una mujer semita, con un hiyab. Pero no me miraba. Era ciega. Solo
estaba allí, delante de mí.
Grité. Ahora sí podía hacerlo.
4.5
Estaba despierta.
La ciega era real.
Habían abierto las puertas de la furgoneta para despertarme.
Pablo trataba de tranquilizarme.
- Estabas teniendo una pesadilla –me explicó-, te movías y
gritabas.
- ¿Quién es ella? - pregunté a Pablo señalando a la ciega.
- Me llamo Helena - Respondió con una hermosa sonrisa. Su voz
era muy sensual. - Tenéis que iros de aquí. – Dijo cambiando la sonrisa por un
gesto de preocupación.
Helena era muy atractiva. Un poco más joven que yo, el tipo
de mujer que me resulta atractiva. Un cuerpo con curvas, bien formado, sin nada
de qué avergonzarse. Sus labios eran carnosos y pese a la neblina de sus ojos
ciegos era muy guapa. Llevaba un hiyab celeste a juego con su vestido, un traje
entallado también celeste, con adornos dorados y blancos. Se apoyaba en un
bastón de madera. Nunca se apartaba de este, su único y verdadero ojo.
- Se presentó de golpe en la noche, - me explicó Pablo - Aporreó
la puerta de la furgoneta hasta que me despertó.
- No teníais que haber venido a New Haven - advirtió la ciega
- La policía os busca, y lo que es peor, las bandas fascistas también. Tienen órdenes
de machacar a todas las negras que se presenten en la ciudad en compañía de un
viejo y un adolescente.
- ¡Yo no soy un adolescente! - protestó Pablo. La ciega le
ignoró:
- Y justo venís a pasar aquí la noche. El dueño de esta
chatarrería es un conocido fascista. Antes de que amanezca vendrán a por
vosotros.
- ¿Y tú quién eres? - era Víctor quien preguntaba, mirando de
arriba a abajo a Helena como si aquella mujer le sonara de algo.
La ciega se mostraba nerviosa e impaciente, giraba su cabeza
como tratando de escuchar sonidos que a nosotros se nos escapaban, como si
estuviera siempre alerta y preocupada por lo que pudiera suceder. Ante la
pregunta de Víctor pareció resignada, negó con la cabeza y comenzó a
explicarnos quien era, tranquilamente:
- Trabajo en la Organización Republicana de Ciegos. Normalmente
me encargo de ayudar a otros ciegos para que consigan subvenciones y ayudas...
Pero la Organización me pidió que viniera aquí para reportar un informe por las
graves discriminaciones que suceden en New Haven. Sí. No todos los organismos
republicanos están dirigidos por fascistas, o por cínicos amigos de fascistas.
Mucha gente en la Organización Republicana de Ciegos aún vela por los
desamparados.
- Si son ciegos – le
interrumpió Pablo.
- Sí, -continuó la ciega- si son ciegos. El caso es que tengo
un amigo que trabaja en la policía. Me alertó de vuestra llegada. No me
creeréis, pero mi padre era bolchevique... El gobierno puede decir misa, pero
sé que no sois terroristas.
- ¿Cómo nos encontraste? - le pregunté
- Se lo oí a un vigilante de la chatarrería. Sí, mientras se
emborrachaba en el bar de la pensión en la que me alojo. Es aquí cerca. Para él
soy la 'puta mora ciega'... Es otro fascista. ¡Están de camino! En pocos
minutos vendrán una docena de energúmenos fascistas, muchos borrachos,
dispuestos a abriros la cabeza.
- Pero eres ciega, -señaló Pablo- ¿cómo es posible…?
- Ya os lo dije, se lo oí a un vigilante. Encontraros fue
fácil. Soy ciega, no tengo miedo a la oscuridad.
Nos miramos unos a otros. Víctor escudriñaba a la ciega de
arriba a abajo, preguntándose en dónde la había visto antes. Yo también la miraba,
pero con otros ojos. Había algo en aquella muchacha… su voz, su sonrisa… Me
gustaba.
- Conozco a un estudiante que os podrá ayudar. –continuó
hablando. - Es amigo de los bolcheviques. Os puedo llevar a él, pero ahora
deberíamos irnos de aquí. Estamos en peligro.
Miré a Pablo, se encogió de hombros. Víctor no se fiaba, pero
no tenía ninguna alternativa. Así que yo tomé la decisión. Ayudé a Helena a que
subiera a la furgoneta y le indiqué a Pablo que nos sacara de allí.
4.6
La apuesta de Helena era fuerte. Ella era
consciente de que corría el riesgo de que la reconociéramos. Yo desde luego no
me acordaba de ella en absoluto, pero alguien del grupo podía recordarla de La
Colmena, cuando le colocó a Víctor un localizador. El anciano sí estaba
intrigado con la ciega: En un momento del nuevo viaje le preguntó ingenuamente
"si nos habíamos visto antes".
- No lo sé – Le contestó -. Puede que tú me hayas
visto antes. Yo desde luego no te he visto en toda mi vida.
A Pablo la respuesta de Helena le hizo gracia.
Comenzó a reírse seguido de la propia ciega y de yo misma. Comprobaríamos que
Helena se reía habitualmente de su tara. Era común escucharle decir cosas como
“lo veo todo negro” o “trato de mirar, pero no veo nada”, y cosas por el
estilo.
En esa ocasión a Víctor no le hizo ninguna
gracia. El anciano enrojeció, no sé si de ira o de vergüenza y permaneció mudo
el resto del viaje. En cualquier caso la principal responsable de haber acogido
a aquella asesina de las BAB fui yo. Había algo en ella que me atraía, que me
hipnotizaba. No podía dejar de mirarla, cuando hablaba, cuando se movía...
Pensar en que ella no podía ver como la miraba aumentaba mi descaro. Recordé cuando
Pablo me miraba el trasero, en el hospital, cuando iba casi desnuda... Me hizo
gracia, porque ahora sentía que era yo la fisgona. Y lo mejor es que todo aquello
me hacía sentir joven otra vez, como si regresara a la adolescencia y me veía a
mí misma deslumbrada espiando a Verónica. Me gustaba esa sensación, me hacía
sentir viva, viva como hacía mucho tiempo que no me sentía.
Helena le indicó a Pablo que fuéramos a la
antigua Casa del Pueblo de New Haven. Ella no podía indicarle, pero yo sí. Las
casas del pueblo eran las antiguas sedes populares de la socialdemocracia.
Cuando este partido colapsó, muchas de ellas fueron ocupadas por los
bolcheviques y los sindicatos afines. Yo sabía que la Casa del Pueblo de New
Haven había sufrido horrores durante las guerras. Helena me lo confirmó. El
gobierno la bombardeó y la redujo a cenizas en la guerra civil. Toda la ciudad
había sido duramente golpeada por las bombas, primero fascistas y luego
republicanas. Pero también nos explicó la ciega que aunque el edificio seguía
destruido, demolido casi piedra tras piedra, el sistema de túneles construido
por los bolcheviques aún estaba intacto y que, en su interior se escondía un
estudiante que podía ayudarnos.
Y hacia allí fuimos, sin tampoco cuestionarnos
de dónde había sacado Helena toda esa información.
Amanecía en New Haven cuando llegamos a las ruinas de la
antigua Casa del Pueblo. Ahora solo era un montón de escombros. Los bombardeos
y el fuego habían destruido el edificio hasta casi los cimientos. Pero la
República había dejado allí aquellas ruinas para que toda la ciudad recordara
la guerra y la destrucción. La guerra civil había buscado conscientemente que
se perpetuara el terror para que nadie se atreviera a volver a alzarse contra
el orden establecido.
La Casa del Pueblo estaba situada en uno de los barrio
populares de New Haven –también los había- llamado La Oliva. Eran antiguas
chabolas edificadas por los emigrantes aquí y allí en los alrededores de la New
Haven señorial y que con el tiempo se habían ido convirtiendo en casas y callejuelas.
Sólo los movimientos vecinales de los primeros años de la República habían
conseguido completar el alcantarillado, la red eléctrica y el acceso a internet.
Yo recordaba la Casa del Pueblo en sus buenos tiempos. Nunca
fue un lugar elegante. Como todo el barrio, la habían construido los
trabajadores. Sin embargo había sido amplia, luminosa, limpia... En su interior
se celebraban todo tipo de actividades culturales, sociales y políticas. Había
desde clases para enseñar a leer y escribir a los emigrantes, hasta cursillos
de cocina tradicional. También una “universidad del marxismo” donde se enseñaba
filosofía, historia y economía. El espacio también se utilizaba, por supuesto,
para reuniones, asambleas y congresos del Partido. Allí fue el primer congreso
al que fui, nada más afiliarme a las Juventudes. Allí conocí a Verónica que
venía en representación del Comité Central. Allí la escuché hablar por primera
vez. Recuerdo un discurso que lanzó durante la clausura y que me causó una gran
impresión: el capitalismo estaba en decadencia, la República había traicionado
todas las expectativas que había despertado entre las masas, llegaba la hora de
la clase obrera.
Hurgando en mi memoria, lo que no recordaba era ese “sistema
de túneles” que había mencionado Helena.
- ¿Dónde está la entrada a esos túneles, ciega? - preguntó
Víctor como si buscara algún detalle que delatara a Helena.
Allí estábamos los cuatro contemplando aquellas ruinas
mientras la ciudad se ponía en marcha a nuestra espalda.
- No lo sé. Sólo sé que hay una entrada. Y supongo que no
será la puerta principal.
- La puerta principal está derruida, - informó Pablo.
- Yo pasé mucho tiempo en este edificio, de joven...
- ¿De joven? Por tu voz pareces muy joven - me interrumpió
Helena. Me ruboricé y traté de continuar.
- Gracias... Helena... Como decía…
- ¡Eh! ¡Cuando yo te digo alguna cosa así, en seguida me abofeteas!
– protestó Pablo. Le respondí con una mirada como diciéndole “¿qué dices?”, no
quería que me avergonzara delante de Helena.
- Como decía –traté de continuar-, conocía la Casa del Pueblo
de antes de la guerra y no había ningún sistema de túneles, que yo supiera…
- Se construyeron durante la guerra contra el fascismo. –
Explicó la ciega.
- ¿Cómo lo sabes? - volvió a preguntar Víctor.
- Me lo dijo el estudiante.
- ¿Cómo diste con ese estudiante? - la presión del anciano
sobre Helena se incrementaba.
- Dio él conmigo.
-¿Cómo que dio contigo?
- Os dije que la Organización Republicana de Ciegos quería
investigar la discriminación que se estaba sufriendo aquí en New Haven. Fue el
estudiante el que se puso en contacto con nosotros. Quería usar una de las
pocas organizaciones legales que le permitirían denunciar lo que está aquí
pasando. Mis jefes parecían dispuestos a escarbar en la mierda siempre que no
se pusieran en peligro las subvenciones que recibimos del gobierno.
Víctor parecía no creer a Helena. Yo traté de calmar los
ánimos. Helena continuó con su explicación:
- Nos llamó y vine. Nos entrevistamos en una cafetería cerca
del aeropuerto. Me dijo que estudiaba las reliquias y documentos de los
pasadizos del subsuelo de la Casa del Pueblo. Me habló de túneles secretos, de
una higuera...
- ¿Una higuera? - pregunté. Eso sí me sonaba.
- Sí, yo que sé, una higuera... No tengo ni idea, nunca he
visto ninguna. El mocoso hablaba sin parar y decía muchas cosas... Ni mis oídos
podían procesar tanta información...
-¿No tienes ninguna manera de dar con él? – preguntó Pablo.
- No. Me dijo que él daría conmigo.
- ¡Esperad! – Exclamé - Un restaurante cerca de aquí… -traté
de explicar a mis compañeros- aquí en la esquina... Tenía detrás una terraza
para comidas. Allí había una higuera. Era un lugar frecuentado por los
bolcheviques de la Casa del Pueblo.
- Podemos probar ahí - sugirió Pablo.
Y hacia allí fuimos. Hasta Víctor parecía más convencido.
Helena era una gran actriz, solo se dejó escapar una leve
sonrisa de satisfacción.
4.7
Nos acercamos al restaurante. Casa Guash. Estaba abierto. Había
cambiado de nombre y probablemente de dueños. Los anteriores seguramente
habrían sido arrestados por el gobierno por simpatizar con los bolcheviques.
Entramos y nos pedimos unas cervezas. Más que
restaurante, hoy era un bar, muy parecido a otros centenares de bares frecuentados
por vecinos de toda la vida: era gris, sin decoraciones, de mobiliario barato, todo
afectado por el paso del tiempo, el humo del tabaco y la lejía barata... Yo lo
recordaba con más luz y más vida. Era pronto y acababa de abrir, pero ya había
un jubilado con un cubata en la mano. De fondo se escuchaba el televisor
retransmitiendo una tertulia para amas de casa. Tras la barra atendía una mujer
mayor. Los dos, cliente y camarera, me sonaban. Ella me miró de arriba a abajo.
Creo que también yo le sonaba.
- Antes había una higuera aquí atrás. - le dije
- Atrás abrimos sólo en verano, pero puedes ir
a verla.
Había complicidad. No sé si la camarera me
había reconocido, pero está claro que en esa higuera había algo especial.
Pasamos al patio. Estaba despejado. Yo lo
recordaba con las mesas y con mucha gente comiendo y riendo. Ahora era un
recinto blanco, pintado no hacía mucho tiempo. Al fondo se encontraba el
arbusto, esperándonos en silencio.
La higuera comenzaba a despertar después del
invierno. Sus hojas resurgían un año más de sus ramas. Muchas culturas
primitivas asociaban el ciclo natural de las plantas con la resurrección
después de la muerte. Mi regreso del exilio era como una resurrección tras un
largo invierno. Nos acercamos. Yo nunca he sido una especialista en botánica,
pero no parecía tener nada especial. Miramos a su alrededor. La higuera estaba
plantada sobre un jardincito circular que no estaba muy bien cuidado. Nos
miramos sin saber qué hacer. Víctor se volvió de nuevo hacia Helena esperando
algo de la ciega.
Fue Pablo el que dio con la solución. Una raíz
de la higuera sobresalía un poco de la tierra del jardincito. Instintivamente
la tocó. Era falsa. Una palanca semi-oculta a los pies del arbusto, camuflada
como una raíz, accionaba un mecanismo secreto. El jardín giró hacia fuera
llevándose consigo a la higuera y dejando al descubierto un agujero lo
suficientemente ancho como para que pudiéramos bajar. Además unas escaleras nos
invitaban a continuar.
Helena volvió a sonreír levemente.
Comenzamos el descenso, yo la primera, seguida
por Pablo, Víctor y Helena que, guiándose con su bastón, no necesitó ninguna
ayuda para seguirnos.
Cuando llegamos abajo debí de pisar sin querer
algún otro mecanismo porque arriba el jardincillo volvía a girar para volver a
su posición original y tapar el agujero. Se hizo la más completa oscuridad y
ninguno llevábamos linternas. Yo traté de iluminar algo con el móvil de Bruno.
Pablo encendía sucesivamente un mechero. Pero era muy poca luz. Estábamos en un
túnel. Empezaba ante nosotros. Supusimos que nos conducía a los subsuelos de la
Casa del Pueblo.
4.8
Oscuridad.
Absoluta y completa oscuridad.
Allí abajo no se veía nada. Pablo trataba de alumbrar algo el
túnel encendiendo su mechero, pero la luz era insuficiente, sólo mostraba el
rostro del muchacho esforzándose en mantener la llama viva. Pero cada poco el
mechero se apagaba y sólo había oscuridad. El móvil tampoco solucionaba nada,
sólo consumía batería a cambio de un resplandor blanquecino. Así que, cegados,
recorrimos aquel túnel muy lentamente, tanteando con los pies y usando las
manos como guías, siguiendo la pared del túnel con el tacto. Nuestro sentido
auditivo tampoco nos ayudaba: Los únicos sonidos que oíamos eran nuestras
pisadas y nuestra respiración, además del tintineo armónico del bastón de
Helena, con el que la ciega se orientaba.
Para ella no había diferencia entre moverse allá abajo o en la
superficie iluminada por el sol. Así reducidos a su condición de ciega, ella
nos llevaba mucha ventaja. Me imagino que allá abajo Helena nos dedicaría su
maliciosa sonrisa, al comprobar nuestra absoluta indefensión. Si hubiera
querido, nos podría haber matado a todos allí mismo.
- ¡Hola! - gritó Pablo, cansado de andar a penumbras y de
quemarse los dedos de tanto encender el mechero. - ¿Hola? - Pero no se oía nada
de nada.
Continuamos así, a tientas.
Hasta que de golpe se oyó un sonido metálico.
Fue muy rápido. Justo al escuchar el sonido, Pablo recibió en la
espalda un fortísimo e inesperado empujón. Sorprendido, fue impulsado hacia
adelante, arrollándome a su paso porque yo encabezaba la marcha en los túneles.
Pero parece que el empujón había salvado a Pablo, porque tras nosotros dos se había
cerrado de golpe una puerta metálica que parecía muy pesada. De haber alcanzado
al muchacho hubiera resultado aplastado. Víctor y Helena se habían quedado al
otro lado y no sabíamos que les habría pasado. El grosor de la puerta frenaba
cualquier sonido del otro lado. Nos pusimos frenéticos tratando de encontrar
alguna asa o picaporte que nos ayudara a abrir la puerta, pero no encontramos
nada de nada. La puerta metálica era completamente lisa, sin nada a qué
agarrarnos para tirar. Tampoco cedía a nuestros empujones.
Más tarde me contaría Helena lo que había sucedido: Fue ella la
que había empujado a Pablo. Nos dijo haber sido alertada por un ruido mecánico,
imperceptible para nosotros, pero que ella había podido escuchar. Ese ruido era
del mecanismo que accionaba la puerta. Parece que en la oscuridad absoluta
habíamos activado alguna trampa que cerraba el túnel con una puerta
corredera.
Lo que entonces no nos contaron, ni ella, ni Víctor, fue lo que
sucedió entre los dos tras la puerta:
Víctor no veía nada. Él no tenía ninguna fuente de luz. Hasta
que se cerró la puerta, el anciano caminaba el último, ahora no se atrevía siquiera
a moverse. Estaba muy nervioso y temía por su vida. Notaba la respiración de la
ciega justo delante de su cara, pero no la veía. También escuchó un ruido
metálico rápido, como si aquella ciega desenfundara alguna arma blanca.
Temblando como un niño, el anciano dio un paso hacia atrás.
- ¡Sabía que te conocía de algo! - le gritó a la ciega intentando
esconder sus nervios y temores.
Helena le respondió con una de sus sonrisas, aunque era
imperceptible para Víctor. El anciano dio otro paso hacia atrás.
- ¿Qué te pasa? ¿Estás viendo tu muerte? Tranquilízate. Te vas a
caer y te vas a hacer daño. No es ahora cuando te toca – le dijo con suavidad
Helena - ¡Aún no!
Y dichas estas palabras, para los ojos de Víctor la silueta de
Helena comenzó a iluminarse como si de un aura se tratara. A espaldas de la
ciega, la puerta metálica comenzaba a abrirse lentamente, dejando pasar un haz
de luz eléctrica anaranjada. Helena, aun sonriendo, guardó un cuchillo de
vuelta a su bastón y se giró para ayudar a abrir la puerta. Sólo entonces
Víctor respiró tranquilo.
Allí estábamos Pablo y yo, acompañados por el dichoso estudiante
conocido por la ciega: un muchacho de la edad de Pablo, bastante gordo y de
pelo castaño claro, con media melena. Se llamaba Roger. Víctor permaneció en
silencio mientras nos contábamos mutuamente lo que había pasado: Helena, como
nos había salvado de la puerta. Yo, como se habían encendido las luces y como
había aparecido corriendo Roger.
Roger, que resultó que era tartamudo, nos explicó que a través
del viejo sistema de seguridad de los túneles había notado nuestra presencia,
primero al accionar la higuera, luego al escuchar los gritos de Pablo. Alarmado
por si se trataba de la policía, activó el dispositivo de cierres de seguridad
que incluía la puerta de metal que casi nos había aplastado. Por suerte para
nosotros al cerrarse la puerta se accionó una cámara de infrarrojos a través de
la cual pudo distinguir a Helena. Así que, preocupado por si la puerta de
seguridad nos causaba daño, corrió a buscarnos. Era todo muy rocambolesco. Demasiado
como para ser mentira.
-¿Co… cómo diste conmigo, He… Helena?
-Son amigos. Roger. Creo que podrán ayudarte.
-A… a ella la co… co… conozco. – dijo señalándome.
4.9
Roger nos condujo por un laberinto de pasadizos.
Aquellos túneles estaban muy abandonados y corrían riesgo de hundirse en
cualquier momento. El sistema eléctrico, muy precario, fallaba y varios tramos
los recorrimos sin luz o iluminados por unos viejos focos que fallaban y se
encendían y apagaban intermitentemente. También sufrimos goteras, telarañas y
olores fétidos. Pese a todo, era impresionante que toda aquella estructura se
hubiera mantenido en pie y oculto del gobierno y las BAB.
Tras varias vueltas, por fin llegamos a una
sala que parecía un almacén. Estaba llena de aperos de la construcción, picos,
palas e instrumentos llenos de óxido y estropeados por el paso del tiempo.
También había bidones, algunos vacíos, otros cubiertos de escombros, una
pequeña hormigonera medio rota y una montañita de arena seca, solidificada como
si se hubiese mezclado con pegamento.
- E... E... Estamos a seis metros ba...bajo la
antigua Casa del Pu… pueblo - nos explicó Roger -. Se construyó en secreto al
comienzo de la gue... guerra. Sin embargo, en el momento decisivo no se utilizó
–dijo moviendo contrariado la cabeza-. Cu... cuando lo encontré todo estaba
abandonado, pero intacto. Tampoco el gobierno lo había des... cubierto. No sé
q… q… que pasó.
- ¿Cómo diste con todo esto? - le pregunté.
- Estu... tudio historia. Investigaba las
ruinas de la Casa del Pueblo y pude ha...hablar con algunos vecinos veteranos.
Mmme apasiona la historia del Partido Bolchevique. Tan poderoso y con un
destino tan trágico. Sé quién eres - continuó tras un breve silencio - Fuiste
liberada juvenil aquí un tiempo antes de la guerra con los fascistas.
Creo que luego seguiste a Ja... Jaime.
Asentí con la cabeza. Por su acento Roger era o
llevaba tiempo viviendo en New Haven, pero su piel blanquita y su ropa –de
marca, cara- le delataban como un hijo de las clases acomodadas.
- Tú también me suenas - le dijo ahora a Víctor
con gesto de intriga - Creo que vi alguna foto tuya de jo... joven en algún
registro bolcheviiii...que. Pero no recuerdo donde...
- Fui bolchevique hace muchos años. Mucho antes
de la guerra contra el fascismo. - Explicó el anciano. Roger asintió, pero no
parecía muy convencido.
Seguimos a Roger a otra sala, ésta más pequeña
y acogedora, con sillas, un escritorio lleno de papeles amarillentos y varias estanterías
con:
¡Libros!
Siempre me habían fascinado los libros. Ya de
niña los estantes repletos de libros me atraían como una mosca a la miel: su
olor, su textura, y, sobre todo, su contenido. Podía pasarme horas buscando
joyas entre aquellas viejas publicaciones, hoy casi reemplazadas por ediciones
digitales. Pero si los libros en general me encantaban, la colección que Roger
tenía allí abajo era aún más sorprendente: ¡libros prohibidos y censurados por
la República! Había textos de Koprotkin, Kautsky, Hegel o los enciclopedistas,
pero sobre todo estaban los clásicos del marxismo: Marx, Engels, Lenin, Rosa Luxemburgo,
Trotsky... Probablemente era la última biblioteca marxista en toda la
República: Por supuesto El manifiesto
comunista, El Capital, el Anti-Dühring, el Estado y la revolución, Reforma
o revolución, La revolución
traicionada… También estaba el libro de Orestes, Crisis de la monarquía y las tareas de los bolcheviques que fue la
guía programática y del Partido hasta las guerras.
Corrí hacia aquellas estanterías y estuve un
buen rato revisando libro a libro, cogiéndolos, leyendo las contraportadas,
abriéndolos, escuchando las hojas, refrescando citas… Me sentía joven entre
todo aquel saber. Parecía que aquellos volúmenes me retrotraían al pasado, a mi
adolescencia, cuando tenía ante mí todo un mundo para descubrir.
Roger, entusiasmado por mi interés, corrió a
presentarme aquellos libros:
- La mayoría ya estaban aquí, aunque completé
la colección salvando de la hoguera algunos fondos de librerías y bibliotecas.
Esta compilación de las tesis y manifiestos de la Internacional Comunista po...
por ejemplo, me lo pasó el trabajador de una biblioteca de Cá... Cáledon antes
de que el Ministerio Especial de Pacificación lo que... quemara.
Mientras que Pablo, con un cierto gesto de
asco, mantenía las distancias, como si no quisiera saber nada de todo aquello, Víctor
sí demostró interés y también se acercó a los libros para echarles un vistazo.
Me hizo una indicación para mostrarme un voluminoso tomo: Breve esbozo de la historia del Partido Bolchevique, Verónica
Laera. Cogí aquel libro... ¡al final lo escribió! Recordé que era el gran sueño
de Verónica, que pasaba noches en vela pensando en su libro. Cuando me fui de
su lado apenas había iniciado el segundo capítulo, pero estaba claro que lo de “breve
esbozo” no se correspondía con el abultado resultado final.
Devolví el libro y miré a Roger:
- Busco a Orestes. Sé que está en New Haven y me
han dicho que podrías ayudarnos.
- Sé dónde está, p…p…pero antes tendrás que
hacer algo para mí.
4.10
- O... Os preguntareis qué hace un niño
pij...jo como yo rodeado de marxismo – nos dijo Roger mientras nos ofrecía algo
de comer y beber.
- No hago otra cosa que pensar en ello. - dijo
Pablo con cierto sarcasmo mientras se llenaba la boca de pan y leche.
Sorprendentemente, desde el momento en que
mostré interés por los libros ocultos en aquel lugar, Pablo trataba con
manifiesta antipatía a Roger. Esa actitud me desconcertaba: ¡A penas lo
conocíamos! Yo, desde luego, no tenía suficiente confianza como para tratarle…
¡de ninguna manera especial! Sin embargo, Pablo, cada vez que podía, trataba
con desprecio a nuestro nuevo conocido. No sabía entonces si era por un odio de
clase provocado por el acomodado origen social de Roger o, más bien, se trataba
de otros motivos que a mí se me escapaban. Roger también se dio cuenta de la
rivalidad de Pablo, pero parecía que aguantaba estoicamente sus burlas e
insultos de mal gusto. Eso sí, cada vez que Pablo abría la boca, Roger,
indefenso, enrojecía y su tartamudeo aumentaba.
- M... Mis pa...adres son doc... Doc... Doc...
- ¡Médicos! ¡Tartaja! - le interrumpió Pablo, otra
vez burlándose de manera cruel de su tartamudez.
- Médicos - ratificó con esfuerzo el tartamudo.
- ¡déjale tranquilo Pablo! – exclamé enojada
por la conducta de Pablo.
- ¡Pero...! - Pablo no asumió de buen grado mi
defensa de Roger. Desde entonces se mostró aún si cabe más arisco con él. No
obstante, parecía que Pablo no quería provocar una bronca entre nosotros dos, así
que cerró el pico.
- Gra... gracias - me dijo Roger sonriéndome
tímidamente y, tranquilizándose un poco, continuó su explicación: - Nunca
fueron bo...bolcheviques, pero rechazan las injusticias. Y durante las gue... guerras
vieron muchas. Me educaron como soy y mi inte...e...res por la historia hizo el
resto.
- ¿Por qué nos cuentas todo esto? - le pregunté
- Porque necesito vuestra ayuda y pa...para eso
necesito que confiéis en mí. Qui...quiero usar los me... métodos legales que...
que haya para denunciar las injusticias de la Rrr...República. También qui...
quiero enviar fotos y audios a los me... medios de comunicación del extranjero.
Por eso usando un alias avise a va... varias organizaciones no gubernamentales.
Solo la de los ciegos me respondió.
Miré a Helena. No se inmutó.
- Gra… gracias Helena por buscarme y traerme a
estos a… a… amigos.
-Sabes que simpatizo con tus propósitos. Cuando
supe que venían pensé que podrían ayudarte.
- Sí. A… acertasteis.
- Tus intenciones son muy loables muchacho – le
interrumpió Víctor, impaciente - Pero ¿eres consciente de que aun que tú uses
métodos legales, el gobierno no dudará en usar contra ti métodos ilegales?
- No soy tan ingenuo... La situación es pe... peligrosa.
Por eso necesito vu... vuestra ayuda.
- ¿Por qué no te ayuda Orestes?
- O... Orestes no quiere hacer nada. Se lo
propu... pu... puse, pero me dijo que no, q…q…que mis planes eran “i…inútiles e
infantiles”, eso dijo. Descubrí al v…viejo bolchevique de casualidad, cuando yo
hacía un reportaje sobre los jor... jor... jornaleros emigrantes. Se oculta
camuflado en uno de sus campamentos, pero yo le reconocí.
- Aún no nos has dicho qué quieres que hagamos,
tartaja. - Pablo rompió su silencio, pero tras mencionar el defecto de Roger,
me miró consciente de que había metido otra vez la pata buscando mi clemencia.
Le ignoré.
- En New Haven – continuó nuestro anfitrión - hay
un gra... grave enfren... fren... frentamiento entre jornaleros: los nativos y
primeros emigrantes ne… negros, co... contra los nuevos emigrantes, la mayoría se…
se… semitas. Pe... Pero esos enfrentamientos son a... alimentados por los
terratenientes: pe... peores salarios, mentiras y calumnias... Con todo y con
eso, ha habido intentos de colaborar entre los jo... jo... jornaleros. Entonces,
alarmados, los terratenientes reclutaron bandas fascistas de toda la Re… república.
-¿De toda la República? – pregunté intrigada.
- Sí. Aquí nunca hubo. Ya lo sabes - me dijo-. Algún
hijo de ffff… familias bien. Los conozco del instituto y la uni. Pocos y
cobardes. Así que trajeron grupos grandes, en... endurecidos de peleas,
armados... Se dice que se prepara una ofensiva contra los se… semitas. Sé que
tras los fascistas están los terratenientes y las autoridades. Eso es lo que,
que, que, q… quiero demostrar.
Roger quería que consiguiéramos una prueba que le permitiera
desvelar al mundo entero los vínculos criminales que unían al gobierno
republicano, la oligarquía terrateniente y los matones fascistas. Un video,
fotos... Algo así.
Al parecer, era un secreto a voces que los fascistas preparaban para
los próximos días un pogromo en uno de los campamentos de jornaleros semitas.
Probablemente buscaban una reacción de los emigrantes que desatara una guerra
abierta entre jornaleros. Roger nos informó que al día siguiente, por la noche,
se celebraría una fiesta en una importante hacienda cercana a New Haven. Era la
mansión del Señor Goteflor, antiguo marqués de Vega Ancha. Esa fiesta sería
todo un acontecimiento local, eso sí, privado. Personalidades destacadas,
terratenientes, políticos, empresarios… irían allí. El muchacho sospechaba que en
esa fiesta podíamos encontrarnos con evidencias que le ayudaran a la hora de
vincular a los terratenientes, el gobierno y los fascistas. Quería que nos coláramos
allí. ¡Era una locura!
- ¡Esto es un sinsentido! - exclamé -. Yo no soy una espía, no
tengo ni idea de cómo actuar.
- No parece que tengáis muchas otras opciones si queréis
encontrar a ese tal Orestes. - dijo la ciega.
No tenía ni idea de qué hacer. Yo tenía formación militar, de la
guerra, pero una cosa era eso y otra muy distinta tener conocimientos de
información y contra-información. Quizás podría patearme los campamentos de
emigrantes buscando a Orestes, pero era muy fácil que no diera con él. Además
Helena nos había dicho que policías y fascistas estarían buscándonos... Parecía
que no tenía otra salida.
- Acerquémonos hasta allí - dijo Pablo tratando de aportar algo
positivo -. Hagamos un reconocimiento previo a ver que nos encontramos.
Así hicimos. Roger nos acompañó a través de los túneles de
salida del complejo secreto y ya en nuestra furgoneta abandonamos la ciudad
hacia los campos cultivados de New Haven. Roger nos indicaba en cada momento qué
camino seguir, que cruce tomar... Pronto nos situamos a una distancia prudente
de nuestro objetivo. Ocultamos la furgoneta entre unos matorrales y subimos a
una colina donde Roger quería instalar una especie de campamento. Desde ese
lugar podíamos divisar una panorámica de la mansión de Goteflor, estaba lo
suficientemente cerca como para tener una buena visión, pero también alejado lo
suficiente para así pasar inadvertidos para los inquilinos del palacio: Si
Roger quería montar un campamento ese era el mejor lugar.
La mansión de Goteflor era un palacete apenas visible desde
fuera del recinto, situado en medio de un vergel con miles de hectáreas de
frutas y verduras. Pero parecía impenetrable: Muros y verja con alambres,
perros, videocámaras, guardia personal privada... ¡Más que una casa era un
fortín!
- ¡Ahí no vamos a poder entrar! - sentenció Víctor.
Yo estaba de acuerdo.
4.11
- Yo os puedo colar - dijo de pronto Helena -. Estoy
invitada a la fiesta. Los mandamases de la zona quieren demostrar a la
organización de ciegos que no hay ninguna discriminación ¡y qué mejor manera
que invitándome a una cena! Puedo prepararlo para, por ejemplo, colar a mi
joven acompañante vidente y a nuestra sexy y negra asistenta doméstica.
- ¿No piensas que podrán reconocernos? -
pregunté a Helena
- ¿Por qué van a dudar de mí? Además allí
estarán los gerifaltes, no los sabuesos que se patean las calles. Y pienso que
vale la pena arriesgarse.
Miré a Pablo y a Víctor. Víctor no parecía muy
convencido. Pablo, en cambio, parecía incluso ilusionado con el plan:
- ¿Yo seré el acompañante y ella la asistenta,
verdad? – le preguntó Pablo completamente
emocionado como un niño con un regalo nuevo.
- Por desgracia fingiremos eso, pero yo la preferiría
a ella – refiriéndose a mí -de sexy acompañante y a ti de joven
asistente. - diciendo eso, Helena me dedicó una amplia sonrisa.
Reaccioné ruborizándome. Dos veces seguidas me
había llamado sexy. Por suerte ella no podía verme así de roja.
- Te has puesto roja – Me dijo sorprendiéndome.
- ¿Cómo lo sabes?
- Te has quedado quieta, en silencio, ha subido
la temperatura… y, sobre todo, jajaja, ¡me lo imaginaba!
La fiesta era al día siguiente por la noche,
así que Roger nos propuso que regresamos a la Casa del Pueblo para que allí pudiéramos
descansar a salvo y sin molestias. Me pareció una buena idea. Él tenía que irse
a su casa y pasar allí la noche para que sus padres no sospecharan nada.
Además, al día siguiente quería organizar todos los preparativos, montar el
campamento de la colina, terminar los últimos retoques del plan etcétera. Nos
dejó colchones, sábanas, suficiente comida, agua y entretenimiento. Además nos
enseñó a utilizar los mecanismos de seguridad que protegían los sótanos de la
Casa del Pueblo. Helena se fue con él. A Víctor no le hizo ninguna gracia que
nos quedáramos solos nosotros tres, pero la ciega insistía en que tenía que
recoger las invitaciones para la fiesta y buscar un traje apropiado para ella.
Me pareció razonable.
Pablo se puso a ver la tele. Por cortesía de
Roger contábamos con un televisor viejo y pequeño. Víctor, nervioso, no quitaba
ojo a las cámaras de seguridad que vigilaban los túneles de acceso, pero con el
paso del tiempo terminó por relajarse y se vino conmigo a la librería dónde yo
me había instalado para pasar el rato. Intercambiamos palabras sobre algunos de
los libros allí almacenados pero pronto el anciano eligió una novela para leer
y se fue a dormir. Yo estaba inquieta así que me dediqué sobre todo a manosear
los libros, sin saber cuál elegir. Recordé a Bella. Quería un libro. Le había
prometido El Manifiesto Comunista.
Tenía uno a la vista: una edición sencilla con tapas de cartón y la foto de los
dos filósofos, Marx y Engels. Era un tomo viejo y olía a papel enmohecido. Lo
ojeé. Me dije a mi misma que al día siguiente tenía que pedirle a Roger que me
lo diera para así llevárselo a Bella. Llegado el momento me olvidé.
Pase rápido al libro de Verónica, el Breve esbozo. Me decidí a darle una
oportunidad a mi antigua maestra. Me lo llevé al colchón que haría las veces de
cama y traté de leerlo. No pude con él. Era muy denso, muy pesado. Escrito de
manera compleja, con muchas frases subordinadas y términos muy técnicos. No me
pareció un libro al alcance de la gente normal, de los trabajadores. Peleándome
con aquellas frases engorrosas me alcanzó el sueño. ¡El sueño! Volví a verme
atrapada por la pesadilla que había tenido la noche anterior: las estatuas de
arena, las carcajadas de Verónica. Esta vez no fue Helena quién me despertó,
sino la propia pesadilla.
Era madrugada y los demás compañeros dormían. Estaba
excitada e intranquila. Revisé las cámaras de seguridad, ninguna novedad. Vi a
Víctor roncando en su colchón. Luego me acerqué al televisor que Pablo había
dejado encendido: Echaban un programa de tele tienda. Pablo se había quedado
dormido viéndolo. Había puesto su colchón frente al aparato y allí seguía. Me senté
en una silla de madera y pasé allí lo que restaba de noche: viendo anuncios de extraños
e inútiles instrumentos con capacidades supuestamente asombrosas y cabeceando,
pero con miedo a que se reprodujera una vez más mi pesadilla. Finalmente me
quedé frita porque cuando recuperé la consciencia todos estaban ya en pie.
Pablo me preparó un café y con un gesto de complicidad me acarició el cabello.
Algo después de comer volvieron Roger y Helena,
tal y como habían prometido, para poner en común el plan para esa noche. Roger nos
dijo orgulloso que en la colina cercana a la mansión, en la que habíamos estado,
ya había instalado un campamento base con todo lo que necesitábamos. Víctor y
Roger nos esperarían allí durante la fiesta. Ese punto sería nuestra base central.
Desde allí partiríamos y allí enviaríamos la información obtenida de la fiesta
a un ordenador portátil de Roger. Víctor vigilaría que no sucediera nada
anormal en los alrededores de la mansión y nos ordenaría abortar en caso de
peligro con un transmisor codificado. Roger además nos dio un completísimo
dossier con las fotos y los datos personales de las más importantes figuras que
participarían en la fiesta.
Me sorprendió tanta planificación y preparación para un muchacho
aparentemente tan delicado y patoso y que, además, en teoría estaba sólo. ¡Cuánta tecnología! ¡Cuántos recursos! Es
impresionante lo que puede hacer el dinero. Roger tenía a su alcance un equipo de
última generación que hubiera sido la envidia de la Red de Verónica:
Grabadoras, cámaras, ordenadores… Pero ni
siquiera el Partido contaba con recursos tan impresionantes: Cuando yo militaba
y era liberada juvenil trabajaba con un ordenador viejo que funcionaba a
pedales, cada poco se quedaba colgado y para determinadas tareas era más un
engorro que una ayuda. Nuestra organización se financiaba con las
contribuciones de los trabajadores, los estudiantes y los parados, así que
aunque garantizábamos nuestra independencia económica y un nivel brutal de
intervención, no estábamos para lujos ni muchísimo menos. Sustituíamos la
comodidad tecnológica con sacrificios y audacia, pero ¡lo qué podíamos haber hecho
con todo aquello! Tanto equipo despertó en mí las dudas. Por un momento pensé
que Roger no era de fiar y que todo aquello era una trampa:
-¿De
dónde has sacado todo esto? El campamento de la colina, los ordenadores, la
información…
- Te…te
sorprende que alguien c…como yo pueda montar algo así ¿verdad? – asentí -.
C…como os dije mis pa…padres son doctores los dos. Tienen mucho dinero y… y yo
tengo mis habilidades… aunque no lo parezca.
Roger parecía sincero… pero también muy
inteligente y misterioso. Sus explicaciones no apaciguaron mis dudas, pero la
presencia de Helena actuaba como calmante, me sosegaba y me inspiraba
confianza.
Trazamos el plan para ver cómo colarnos y cómo
conseguir la información que Roger quería. Nos aprovecharíamos de la moda
entonces en boga de que las damas aristocráticas y burguesas acudían a los
eventos sociales acompañadas de sus doncellas personales. Éstas portaban
maletas con ropa para que sus señoras se cambiaran a lo largo de la velada:
maquillaje, peines, también drogas, anticonceptivos... Todo lo necesario para
una noche. La maleta de “mi señora”, en cambio, ocultaría el equipo de
espionaje.
Yo me tenía que vestir de doncella. Helena me
entregó el clásico uniforme negro con mandilón y cofia blanca. Volvía a estar
de moda. ¡No hay traje más vergonzoso y retrogrado! A la señora de la casa, la
doncella así vestida le ofrece sumisión y servidumbre. Pero a su marido, un
abundante escote de pechos alzados y minifalda.
Así, mientras yo me disfrazaba de putita negra,
Pablo vestiría un elegante esmoquin y Helena un precioso y ceñido vestido negro
largo con adornos carmesíes y un hiyab a juego. El conjunto le quedaba muy bien
porque, sin ninguna vulgaridad como con mi uniforme, realzaba su figura. Los
tres iríamos en un coche de lujo alquilado para la ocasión por la Organización Republicana
de ciegos.
De esta manera nos presentaríamos a la fiesta.
Una vez dentro, el plan era que yo, junto a las
otras doncellas y asistentes, me apartara de los salones de la fiesta junto con
la maleta. Mientras mis compañeras de profesión esperaban pacientes en una sala
especial destinada al servicio, yo me tenía que ocultar y aguardar a Pablo.
Pablo, como acompañante de Helena, no levantaría sospechas a la hora de
identificar y localizar a los terratenientes, gobernantes y fascistas. Con esa
información yo me las tendría que apañar para conseguir audios, videos y fotos.
Muchos señoritos aprovechaban aquellas fiestas para improvisar encuentros
sexuales con las esposas de sus compañeros, o con sus propias criadas... Quizás
esas prácticas orgiásticas junto al exceso de alcohol y otras drogas me ayudarían
en mi propósito.
4.12
No hace falta que os diga que cuando Pablo me vio vestida con el
uniforme de la doncella, no pudo contenerse: Se “tronchó” a mi costa todo lo
que pudo y más… y la verdad es que no era para menos. Más que doncella, parecía
una furcia. De todas formas, fue un tanto cruel, se notaba que aún estaba
resentido por la discusión con Roger. “Porno-chacha” y otros originales apodos
salieron de su bocaza. Eso sí, con todo el descaro del mundo, Pablo no dejaba
ni un momento de mirarme el escote. El uniforme de doncella lo realzaba como si
llevará un wonderbra.
Pero solo las tetas agradecían aquellos trapos. Vestida así me
sentía muy mal, me sentía ridícula, gorda... Con mis chichas apretujadas por el
disfraz, mi barriga ajustada, la evidencia de que había perdido la juventud y
la figura... Toda la situación me acomplejaba y me avergonzaba y eso me
paralizaba. Me quedé indefensa y vulnerable, y no solo ante las bromas crueles
del muchacho.
Fue Helena la que acudió a mi rescate.
Con mucha dulzura apoyó sus dedos sobre mi rostro y repasó mis
facciones. Aún recuerdo aquellas caricias que me cosquilleaban y me sumergían
en un relajado trance.
- Sabía que eras atractiva - me susurró al oído-. Lo sabía por
tu olor, por tu voz, por cómo reaccionan los hombres al verte... Pero ahora sé
cómo eres... Y eres realmente preciosa.
Una vez más, enrojecí ruborizada al escuchar las palabras de
Helena. Quise agradecerle su apoyo, decirle que yo pensaba lo mismo de ella.
Pero no tenía palabras. Ella me dedicó una amplia sonrisa de pícara y me regaló
una última caricia. Creo no exagero, si ahora, tras el paso del tiempo, os digo
que fue en ese preciso instante cuando Helena me derrotó completamente. Si mis
complejos de treintañera, con la ayuda de Pablo, me habían dejado tocada –como
os dije más arriba, indefensa y vulnerable-, ahora Helena me dejaba K.O.,
rendida a sus encantos, a su amabilidad, a su ayuda...
Pablo se quedó tan sorprendido como yo. Se quedó boquiabierto al
vernos. Probablemente no comprendía realmente lo que había pasado entre
nosotras, pero tenía suficiente material visual e imaginación como para nutrir
con toneladas de ideas sus futuras fantasías.
-¡Exiliada!
Fue Víctor el que rompió aquel instante. Me despertó bruscamente
del sueño al que me había trasladado Helena, devolviéndome a la maldita realidad.
El anciano tenía el gesto serio y los puños apretados y me recordó que teníamos
por delante una tarea muy peligrosa. Que no era momento para juegos y bromas.
Le noté preocupado, pero tampoco soltaba prenda de lo que le pasaba por la
cabeza.
Cuando salimos ya por fin de la Casa del Pueblo para ir a la
mansión, Víctor me deseó suerte, tendiéndome la mano derecha para estrecharla,
mientras que no perdía de vista a la ciega. Subimos al coche. Pablo al volante
y yo de copiloto. Helena se acomodó, como una diva ataviada con sus mejores
galas, en los asientos posteriores. Siempre con su inseparable bastón. Y así,
dejamos atrás a Víctor en compañía de Roger.
La mansión de los Goteflor estaba guarnecida con poderosas
murallas de ladrillo rojo, coronadas con alambrada. La puerta principal la
custodiaba un cuerpo de seguridad privada, casi todos con pelo rapado y uniformados
con trajes paramilitares que me recordaban a mis amigos del hospital de
Cáledon. No obstante, lo más probable es que se trataran de fascistas a sueldo
de los terratenientes.
Nos identificamos sin problemas con una invitación a nombre de
Helena: Helena Wash, representante de la Organización Republicana de Ciegos, y
acompañante. ¡Y acompañante! ¡Pablo! Yo, como doncella, no era más que un
objeto animado. Ya dentro del recinto continuamos con el coche atravesando un
hermoso jardín, con árboles, flores, fuentes y estatuas. Al final estaba la
mansión propiamente dicha: construida durante la monarquía combinaba un estilo
post-contemporáneo con la simetría sosa y acartonada de la época
preconstitucional. Tanto dinero y tan mal gusto, pensé.
Un mayordomo ayudó a Helena a bajar del coche, otro se ofreció a
llevar el vehículo al aparcamiento. Ambos vestían con casacas azules y pelucas
blancas como las del siglo XVIII. Yo saqué dos maletas del maletero y seguí a
cierta distancia a Helena y a Pablo que iban cogidos del brazo.
Entramos en la mansión. El recibidor era enorme, decorado con
cuadros con retratos a cuerpo entero de los antiguos marqueses de Vega
Ancha: militares bigotudos saturados de medallas, cazadores orgullosos de sus
piezas y ricachonas repeinadas y repletas de joyas. Me causaron una impresión
entre fantasmagórica y casposa. Del techo colgaba una gigantesca araña que amenazaba
con caer sobre otro pequeño mayordomo, también con casaca y peluca. Pablo,
siempre preparado para soltar alguna estupidez, me susurró que si aquel era un
baile de disfraces, sólo yo venía vestida adecuadamente. ¡Sería cretino! ¡No le
perdonaría todo aquello!
El pequeño mayordomo confirmó una vez más nuestra invitación e
indicó a Helena y a Pablo que pasaran al salón central. A mí me señaló otra
salita donde debía aguardar durante toda la velada con las otras doncellas de
las invitadas. Pude echar una ojeada rápida al salón a donde iban mis
compañeros: de allí venía música clásica, piano y violín, y distinguí camareros
también con casaca y peluca que sostenían bandejas con bebidas. También pude
ver a mujerzuelas peripuestas que querían pasar por distinguidas damas, que
charlaban animadas con supuestos caballeros, todos engominados. Allí dentro
entraron Helena y Pablo siempre agarrados del brazo, aunque la ciega no dejaba
de emplear su bastón para palpar su camino, como si la guía de Pablo no fuera
suficiente.
Yo fui a mi sitio como doncella: entré en la sala que me
indicaba el mayordomo. Parecía una desangelada cocina, pero sin electrodomésticos.
Sólo paredes con azulejos blancos y más chicas del servicio doméstico que sillas.
Una negrita muy jovencita y delgadita me indicó otra sala donde había taquillas
para el equipaje de las invitadas. Y allí esperé.
4.13
Seguía esperando.
Permanecí de pie observando a las demás doncellas. Éramos unas
cuarenta, aunque sólo había asientos para alrededor de veinte o veinticinco. Casi
todas eran muchachas negras como yo, aunque también había semitas y orientales.
La inmensa mayoría eran jovencitas –bastante más que yo-, todas muy atractivas –mucho
más que yo-, y con uniformes similares al mío e incluso más extremos – que les
quedaban muy sexys y no parecían embuchadas como el embutido- No era difícil
imaginar cuales eran los atributos por los que los señoritos les habían
contratado. No obstante, también había algunas –pocas- que eran voluminosas y estaban
prematuramente envejecidas. Pensé que, pese a las palabras de ánimo y consuelo
de Helena - o así las caractericé entonces-, yo tenía más que ver con aquellas
veteranas que con las jovencitas.
Muchas ya se conocían de otros eventos similares.
De manera natural se agruparon por afinidades, normalmente en torno a las más
veteranas. Entonces no dejaban de charlar amistosamente, normalmente de
chascarrillos, de la vida amorosa y licenciosa de sus dueños. Así trataban de
pasar la velada. Sus semblantes sólo se avinagraron cuando recordaron a una
compañera, que de fiel doncella, había tenido que dejar la casa, con un bombo
provocado por su jefe, para hacer de ramera. Así le pagó la cornuda dueña de la
casa, su sumisión y dedicación absoluta. Los rostros se volvieron hacia una
jovencita, también negra, que ante aquellas palabras se llevó nerviosa las
manos a la barriga.
De cuando en cuando un mayordomo, aquellos con
casaca y peluca, solicitaba la presencia de alguna de ellas: “¡Doncella de
Madame Villabrunsk!” La joven en cuestión cogía sus bártulos y acudía diligentemente
hacia su señora que la reclamaba. Me di cuenta entonces que aquellas muchachas
no tenían nombre. Eran la doncella, la chica o la muchacha de tal o cual gran
señor. Ardía de rabia por dentro. No me hubiera importado interrumpir aquella fiesta
de hipócritas, rastreros y explotadores con un fusil y destrozarlo todo sin
contemplaciones de ningún tipo. Mi ira se incrementó cuando, a medida que
aumentaba el alcohol -y otras sustancias- en la sangre de los señoritos, las
muchachas más jóvenes y atractivas eran requeridas, pero no por sus amas: “¡Muchacha
de la señora Cattinsburg, sin enseres por favor!” Era la señal del mayordomo.
La chica se ponía en pie y acompañaba al mayordomo consciente de que su destino
eran los brazos de algún invitado masculino. ¡Qué vergüenza! Pensé horrorizada.
No había mucha diferencia con respecto a las prostitutas que había visto la
noche anterior.
Estos pensamientos me mantenían ocupada, mi
odio no dejaba de crecer, pero algo no iba bien. Pablo tenía que haberme
reclamado para iniciar el trabajo. El tiempo pasaba, la música de la fiesta
cambiaba, las doncellas eran requeridas y algunas no volvían... Pablo no
aparecía.
Seguía esperando.
Algo iba mal. ¿Dónde rayos estaba Pablo? Tenía que hacer algo.
Tras un buen rato de dudas y temores decidí moverme. Salí de la sala de las
doncellas hasta donde se encontraban las taquillas y un pequeño baño. Un
mayordomo había estado vigilando aquella zona, pero el paso del tiempo y alguna
copa clandestina habían distraído la disciplina y ahora cortejaba a una de las
doncellas. Cogí las maletas de la taquilla y fui al baño. En una estaba el
equipo de espionaje, cámara, micrófono, etc. y una pistola. Metí todo en una
mochilita preparada para la intervención. En la otra maleta había ropa para que
los tres, llegado el caso, nos cambiáramos. Yo
tenía un suéter y unas mallas negras, me cambié - ¡por fin fuera de aquella
vestimenta horrible!- y cogí la mochilita. Guardé mi disfraz de doncella en la
maleta de la ropa, aunque si por mi hubiese sido, le hubiera prendido fuego.
Ahora venía lo difícil. El plan original era cambiarme y
preparar la mochilita, pero en otra zona del palacio y después de que,
requerida por Pablo, abandonara la zona de las doncellas. Pero ahora, al fallar
el plan, tenía que escabullirme de allí sin que me vieran. Ojeé fuera del baño
la habitación de las taquillas, no había nadie. Guardé en mi taquilla las dos
maletas que ya no me servían de nada y busqué otra salida. Había una ventana.
Se podía abrir, pero daba a un patio. Había demasiada altura para saltar y
además luego no hubiera podido entrar otra vez en el palacio.
Tenía que darme prisa... Las doncellas ya habían cuchicheado a
mis espaldas sobre mí, sobre el hecho de que mi ama ciega no me hubiese
requerido. Si tardaba en volver del baño habría sospechas... Abrí la ventana y
miré. Me replantee saltar, pero una pequeña cornisa me disuadió: era
suficientemente ancha como para, con mucho cuidado y equilibrio, pasar a través
de otra ventana a una habitación vacía. En la guerra había vivido una escena
similar, pero no era una cornisa, sino un barranco, y los fascistas nos disparaban.
4.14
El aire caliente de New Haven me golpeaba en la cara. Era una sensación
extraña porque aunque por un lado me recordaba a cuando era niña y estaba
acostumbrada, por otro lado , allí arriba en la cornisa me encontraba incomoda.
Miré hacia abajo, al patio, a suficiente altura como para romperme una pierna.
¡Qué me había pasado! Antes del exilio hubiera recorrido la escasa distancia
entre una ventana y otra sin ningún miramiento. Ahora estaba allí paralizada, rígida.
Oí el ladrido de unos perros acercándose. Tenía que moverme. ¡Y aquel aire
caliente!
De niña escalé por los andamios de una obra... Pero aunque me fue
fácil subir, luego no podía bajar. Mi padre tuvo que venir a rescatarme avisado
por los otros niños... Bueno, al parecer me puse a llorar como una magdalena
mientras llamaba a mi padre.
¡Los ladridos! Los perros se acercaban y amenazaban con montar
un escándalo. Me moví a duras penas, con el corazón agarrotado, temerosa de
caerme, de resbalar... Me avergonzaba de mi misma, ¿tanto había degenerado mi
cuerpo y mi espíritu? Lo peor era esa inseguridad que hacía aún más peligroso
el avance.
Pero del dulce recuerdo de la infancia, los nervios y el miedo
me enviaron de vuelta a la agria experiencia de la guerra. Al dar un paso
tímido me encontré en aquel barranco de antaño donde a duras penas avanzábamos
bajo los disparos de los fascistas:
Dirigía a mi pelotón. A un compañero le alcanzaron las balas
lejanas y se precipitó sin remedio al vacío. Aceleré la marcha para escapar del
fuego. Fue demasiado para aquellos niños que me acompañaban. Uno resbaló y cayó,
pero logró sujetarse a duras penas de una roca. Sus compañeros trataban de
subirle. Jack se llamaba. Rondaría los dieciséis años como la mayoría de mis
soldados. Le gritaban que se tranquilizase, que les diera una mano para subirle.
Entonces una bala alcanzó a otro muchacho. ¡No podíamos quedarnos allí parados!
Sin movimiento éramos un blanco muy fácil. Tenía mi pistola desenfundada. No lo
pensé dos veces: disparé a Jack y ordené continuar la marcha.
Los demás soldados me miraron como si yo fuera la encarnación
del diablo. No podía mostrarme vulnerable ante la tropa, pero me sorprendí a mí
misma con ese acto de crueldad. ¡Yo no era un monstruo! Y además usando métodos
similares a los de los fascistas... ¿En qué nos estábamos convirtiendo? ¿Qué
nos estaba haciendo aquella guerra? Creía haber olvidado todo aquello. Pero
algo así no se olvida nunca. No me siento orgullosa de lo que hice.
Cuando recordé aquel pasaje en la barandilla de la mansión rompí
a llorar. Y así, hecha polvo, insegura y frustrada, con un último esfuerzo
logré alcanzar la ventana contigua. Solo quería la firmeza y seguridad del
interior, dejar la barandilla, así que no reparé en lo que había dentro de la
habitación.
4.15
La ventana no estaba del todo cerrada. Pude levantarla sin excesivos
problemas, aunque en el movimiento, estuve a punto de caerme un par de veces. Creo
que fueron mis ganas de entrar y dejar el bordillo de una vez lo que me dio la
agilidad que me faltaba.
Me encontré en una sala lujosamente adornada. Parecía una
biblioteca, pero en lugar de libros guardaba películas, decenas de películas en
varios formatos, analógicas y digitales. También había unos sillones ocres en
torno a una mesita con botellas de alcohol y... ¡La sala no estaba vacía! En
uno de aquellos sillones estaba sentado un hombre maduro y trajeado, mientras
una doncella jovencita, arrodillada ante él, le hacía una mamada. El hombre me
miraba incrédulo. Se puso de pie apartando a la doncella de un golpe y comenzó
a gritar como un loco, llamando a seguridad. Pensé en la pistola, pero la tenía
guardada en la mochila, así que sólo me quedaba huir de allí. La ventana no era
la salida. Solo me quedaba la puerta. Ignorando los gritos del hombre y la sorpresa
y miedo de la muchacha, salí corriendo hacia la puerta mientras buscaba la
pistola forcejeando con la mochilita.
Salí de la sala a un pasillo que a un lado conducía a la sala de
las doncellas y al otro a unas escaleras de bajada por donde subían dos
mayordomos, los de las casacas, alarmados por los gritos. Entonces sí pude,
finalmente, sacar el arma. Al verla en mi mano mi reacción fue instintiva:
apunté sin pensarlo a los mayordomos, fijándome que a mi espalda el hombre de
la sala no se me acercaba. Los mayordomos, boquiabiertos, levantaron los brazos
y se hicieron a un lado sin protestar. Parecía que tenía vía libre. Puse mi pie
en el primer escalón de bajada cuando el hombre de la sala se atrevió a salir
de la sala sin dejar de gritar indignado. Tratando de no perder los nervios corrí
escaleras abajo, apuntando a otros dos mayordomos que acudían avisados por los
gritos, pero entonces, ya en la planta inferior, sin verla, una mano me agarró
del brazo que portaba el arma.
- ¡Rápido! Po...por aquí.
¡Era Roger! Impecable de esmoquin y engominado, con la cara
enrojecida me indicaba la puerta principal del palacio. Hacia allí fuimos
corriendo, perseguidos ahora por unos matones del servicio de seguridad,
probablemente fascistas ya que eran unos musculados cabeza-rapadas, eso sí,
trajeados. Empujando a un mayordomo pudimos abrir la puerta de la mansión y
salir. Ya en el jardín, más matones con perros se sumaron a la persecución. Se me salía el hígado de tanto correr. Roger no estaba
mejor ni mucho menos. Su sobrepeso le pasaba factura: enrojecido y sudando, parecía
casi a punto de explotar… sin embargo, pese a que sufría, trataba de no aflojar
el ritmo.
Cuando Roger parecía que ya no podía más, que
iba a rendirse, accionó un llavero y un coche entre tantos se iluminó y abrió
sus puertas. Montamos a prisa y el estudiante arrancó
y pisó el acelerador a fondo, a punto de atropellar a uno de los perros. Nos
dispararon. Alcanzaron el coche pero no parecía grave. El siguiente reto era
atravesar el portón exterior de la mansión antes de que lo cerraran. Desde el
coche veíamos a los guardias de seguridad tratando de impedir nuestra huida,
apurados y enfurecidos. Querían cerrar el portón de la finca y dejarnos sin
salida. Éste comenzaba a cerrarse. Parecía que no lo íbamos a conseguir.
Volvían a dispararnos. La luna posterior fue alcanzada por una de las balas.
Tuvimos suerte. Por los pelos, a toda velocidad, pudimos
atravesar el portón. En la maniobra nos dejamos atrás los retrovisores y de los
laterales del coche saltaron chispas, pero lo importante es que lo habíamos
logrado y estábamos fuera del recinto vallado. Miré atrás y vi como los matones
volvían a abrir el portón y comenzaban a perseguirnos montados en unos coches
todoterreno.
- Nos llamó He…helena. - me comenzó a explicar Roger sin perder
de vista el volante ni aflojar el acelerador - M...me dijo que tenía que venir
a buscarte, que algo había salido m...mal. Que te buscara co...con las
doncellas. Ra…rápidamente hablé con mis pa...padres, pa…para que me colaran en
la fiesta… pero me ha visto todo el mundo ayudándote. Ya no hay m…m…marcha
atrás. No… no podré volver.
- ¿y Pablo? – pregunté.
- N…no lo sé.
- Vamos al punto de encuentro – ordené impacientada.
- Nos están pe...pe...persiguiendo.
- No importa. Algo muy malo está pasando.
Roger me obedeció resignado y condujo a toda velocidad hacia el
punto de encuentro, la colina en la que Víctor y el mismo tenían que vigilar y
esperarnos. Aunque pisaba a fondo, apenas nos podíamos despegar de los
todoterrenos que nos perseguían. Roger miraba nervioso hacia atrás, resoplaba y
maniobraba con el volante para sacar algunos segundos de ventaja. Parecía que
lo conseguía, pero cada vez con más esfuerzo.
Conforme nos acercábamos a la colina comencé a distinguir dos
siluetas.
Dos personas, ágiles, acróbatas. Daban saltos y piruetas como si
de un circo se tratara. Parecía como un baile… movimientos acompasados e
incluso rítmicos. Pero no era un baile: ¿peleaban? Conforme nos acercábamos parecía
que una de las figuras portaba un palo alargado, o más bien un bastón. ¿Lo
utilizaba como arma? Sin duda era Helena. No me costó adivinar que la otra
figura era Pablo. Mis ojos no me engañaban: ya estábamos lo suficientemente
cerca para corroborar que eran Helena y Pablo peleando. Luchaba uno contra el
otro, pero de una manera que nunca había visto antes. Los dos dominaban las artes
marciales. Pablo atacaba y Helena se defendía con su bastón, pero pese a la
tremenda habilidad de Pablo, que hacía movimientos imposibles para alcanzar a
su adversario, la ciega mantenía la calma y parecía controlar la batalla. A
cada pirueta de Pablo, Helena le replicaba evitando el impacto con movimientos
rápidos y seguros. ¡Era impresionante!
FIN DEL CAPÍTULO 4.
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