Esa misma noche, en otro lugar de Cáledon entró en escena otra protagonista de esta historia:
La sede central del Ministerio Especial de Pacificación era un antiguo palacio neogótico con aspecto de fortaleza, con almenas, torreones y gárgolas, construido en la cima de una colina de la ciudad. Cuando se construyó pertenecía a un ricachón obsesionado con el Medievo. Al parecer se trajo aquellas gárgolas horribles de antiguos palacios y templos del continente: monstruos mitológicos similares a grifos, dragones, machos cabríos y hombres grotescos. También encargó a artistas de la época que le hicieran grandes vidrieras sacras, de forma ojival y brillantes mosaicos de colores para que imitaran a los antiguos vitrales, con sus dioses y demonios luchando por el dominio del mundo para toda la eternidad. Ahora siendo el centro de la seguridad nacional los jardines góticos de su constructor, con estatuas, fuentes y árboles y arbustos habían sido reemplazados por muros de hormigón, torretas de vigilancia y entradas y salidas fuertemente custodiadas. El Castillo, como era llamada aquella construcción transmitía a todo aquel que se acercara una sensación de tensión y de desasosiego difícil de repeler.
Pero lo peor era la leyenda negra de aquel edificio: durante las dos guerras había sido cárcel política. Tristemente famosa por sus salas de “interrogatorios”, más bien salas de torturas, según se decía, contaba (y seguramente, cuenta) con un subterráneo con laboratorios y celdas para experimentar con los prisioneros. No todo lo que se dice de aquel lugar será cierto, pero desde luego, mucho será verdad. En las dependencias del Castillo tiene la sede las BAB. Incluso en su emblema adoptan la imagen de una de sus principales vidrieras: el caballero, ángel o guerrero, luchando contra el escorpión, dragón o demonio.
Dentro del laberinto de pasillos y salas, se encontraba el despacho del coronel Saúl, donde el militar recibía el último informe de aquel oficial de nariz aguileña. El despacho era amplio, pero oscuro, con una alfombra roja que cubría el suelo y paredes de piedra adornadas con cuadros de importantes militares de un pasado remoto. Saúl escuchaba a su subordinado dándole la espalda, de pie tras su mesa de trabajo, mirando al infinito a través de un ventanal muy grande pero que filtraba la luz solar. A considerable altura, el coronel Saúl podía perder su vista en las extensas barriadas de Cáledon, bloques y bloques de edificios, hasta el horizonte.
- Los controles de la policía han fracasado, señor - informaba el oficial - Los fugitivos no han abandonado Cáledon, deben de ocultarse en alguna barriada. No hemos divulgado la foto de la exiliada para evitar la llegada de más mercenarios. No sabemos quién puede estar detrás de los paramilitares, pero parece que sea un pez gordo. Es como si el rastro del helicóptero se hubiera desvanecido y alguien se encargó de borrar todas sus huellas.
A Saúl no le interesaba quién podía estar detrás de los paramilitares. Lo único que le preocupaba era poder llegar a alcanzarme antes de que lo hiciera la competencia. Era mucho lo que estaba en juego.
- En cuanto a los acompañantes de la Exiliada – continuó el oficial- , está él...
- ¡Qué permanezca en secreto! - interrumpió Saúl –Nadie lo puede saber.
- Como ordene señor. Luego hay otros dos hombres: uno al que no hemos podido identificar y un tercero, identificado, pero que no tiene familia y no ha vuelto a su domicilio. Unos agentes lo vigilan por si regresara, aunque parece poco probable. También hemos capturado a la verdadera Atenea Libre. Es una mujer de un pueblo del interior. La tenemos retenida acusada de bolchevismo pero parece del todo inocente. Si lo ordena la podemos soltar, señor. - el oficial esperó en vano alguna indicación de su superior.
- ¡Continuad buscando! Ahora vete y dile a Helena que pase.
- ¡Si señor!
El oficial salió del despacho. Poco después entró una chica.
Más adelante se cruzaría en mi camino, pero os la describiré ahora: Aparentaba más o menos mi edad, aunque luego descubriría que era un poquito más joven, no más de un par de años. No era mucho más alta que yo, aunque sí más esbelta, pero con amplias caderas y abultados pechos. Es semita, de piel bronceada y labios carnosos de intenso color carmesí… A mí me resultaba muy atractiva. Yo la conocería llevando un hiyab, aunque en ese momento, estando delante de Saúl, sin ser éste ni un familiar, ni su marido, se lo quitó revelando su hermoso cabello, intensamente negro, largo y ondulado. Vestía con elegancia, un vestido negro con remaches púrpuras, ajustado al cuerpo para hacer notar sus curvas. También llevaba un bastón de madera negra con el que se ayudaba a andar… porque Helena era ciega de nacimiento.
- Sabes cuáles son tus órdenes. - le dijo Saúl
- Sí, mi señor - respondió la ciega con una voz suave y sugerente.
- A ella la quiero viva, no es tu objetivo. Ya me ocuparé yo. Pero él tiene que morir.
- Sí, mi señor.
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