Deje de atender a Pablo y me fijé en el paramilitar inconsciente, comenzaba a reanimarse. No podía perder más tiempo. El disparo tenía que haberse oído en todo el edificio. Tenía que pensar rápido. Con un trozo de la escoba volví a golpearle. Cogí la pistola utilizada por Pablo y registre tanto al cadáver como al inconsciente. El muerto tenía su pistola, un walkie-talkie, una linterna y un llavero con llaves de puertas y de... esposas. ¡El anciano!
Volví corriendo a mi habitación. El anciano seguía allí tranquilo, casi somnoliento, inevitablemente había escuchado el disparo. Por un momento pensé en dejarle allí, pero quizás le necesitara. No sabía quién era, pero él sí me conocía. Con las llaves, le quité las esposas y sin perder ni un segundo regresé junto con Pablo para usar la esposa recién adquirida. Así podía inmovilizar definitivamente al paramilitar golpeado. El anciano me siguió con mucha tranquilidad, incluso parsimonia. Ni se inmutó al ver el cadáver, pero si parecía disgustado ante la presencia de Pablo. Éste seguía acurrucado en el suelo del pasillo, pálido y con los ojos rojos.
- ¿Qué hace aquí este niño? - preguntó el anciano.
Pero no tenía tiempo de responderle. Con las llaves y la pistola -olvidando la pistola del otro paramilitar- pasé a la cabina del vigilante, ahora vacía.
Era una sala con forma de “x”. Comunicaba cuatro alas de aquel piso con otra zona cerrada que debía conducir a los ascensores y escaleras. Al lado de esta puerta había una cabina con equipo informático y de vigilancia. Había seis pantallas apagadas. En toda la planta no funcionaba ningún dispositivo eléctrico. Debían de haber cortado la corriente. Probé el llavero del paramilitar. Ninguna de las llaves abría la puerta de salida. Pero al acercarme pude escuchar al otro lado de la puerta un inconfundible, pero aun lejano, sonido de botas.
Opté por ganar tiempo: Requerí al anciano que me ayudara. Era mayor, pero no parecía artrítico. Juntos empujamos las camillas diseminadas por el pasillo y los muebles de aquella sala para bloquear la puerta. Pablo al vernos se incorporó a la tarea aportando a la barricada todo lo que veía a mano.
Revisé los otros pasillos. Estaban desiertos, aunque en uno de ellos encontré un uniforme de limpiadora de color azul celeste. Me lo puse sin pensármelo dos veces, pantalones y chaquetita. Pablo no ocultó su disgusto cuando me vio vestida. Lamentablemente teníamos un conflicto de intereses: Yo estaba cansada de enseñar el culo. ¡Él no dejaba de mirármelo!
Y ahora qué...
Pues en ese momento se encendieron las luces de toda la planta. Recuerdo que nos asustamos los tres al escuchar el zumbido de los fluorescentes. En la cabina el equipo de vigilancia y las pantallas también volvieron a funcionar. Cuatro pantallas mostraban cada una un ala del pabellón: los tres pasillos desiertos y el pabellón del que procedíamos, con los paramilitares, el muerto y el esposado. En otra pantalla se veía la cabina de vigilancia, y a nosotros en ella. Pablo se puso a agitar los brazos para verse en la pantalla y averiguar la localización de la cámara. La sexta pantalla nos mostró la salida cerrada. Estaban los ascensores, escaleras para subir y bajar y otros tres paramilitares, armados esta vez con automáticas. ¿Esperando qué?
Debí de pensar en voz alta, porque una voz me respondió a través de un intercomunicador del equipo de vigilancia de la cabina:
- Parece que ya se ha abortado tu insignificante intento de fuga, Exiliada.
Era una voz madura y grave, con un toque de ronquera, aunque esa sensación podía provocarla las interferencias radiofónicas.
- Perdona que no me haya presentado antes, querida, pero hemos tenido un pequeño problema eléctrico. Nada grave, ya lo he solucionado. Veo que aprovechaste ese lapso de tiempo para hacerte con el control de la planta. Jejeje Disfrútala mientras puedas, porque en un rato llegará nuestro transporte y te llevaré conmigo lejos de aquí. Jejeje.
- ¿Quién eres? ¿Qué quieres de mi?- pregunté, pero no hubo respuesta.
- Te quiere a ti, Exiliada. - Era el anciano el que ahora hablaba. - No sé de quién es esa voz. Seguramente un mercenario. Sabes que el gobierno paga muy bien por la cabeza de una bolchevique.
- ¡Yo ya no soy bolchevique! - contesté contrariada.
- Pero lo eras. Una revolucionaria profesional, ni más ni menos. Además muy destacada. Fuiste una de las que siguió a Jaime en la guerra contra las Potencias Fascistas, pero luego, cuando comenzó la guerra civil, le abandonaste y te exiliaste.
¿Quién era ese anciano? ¿Por qué sabía todo eso de mí?
- Descuida, muchacha. Yo también fui bolchevique. Hace mucho tiempo - se detuvo un instante y su mirada se perdió. El anciano parecía rememorar una época lejana y pasada. - Pero mucho antes de que tú fueras liberada lo dejé... Por diferencias. Pero después… todo lo que pasó, la guerra contra el fascismo, la guerra civil... – sonrió levemente - Y ahora… No me extrañaría que esos paramilitares hubieran provocado el accidente del autobús. – Dejó de divagar y se volvió a centrar en el presente - Fue una suerte que aquel hombre calvo te sacara del autobús y yo pudiera atenderte.
-¿Hombre calvo?
- ¿No recuerdas nada, verdad? - continuó el anciano. – Hubo una explosión en el autobús en el que viajabas. Todo fue muy raro. Yo estaba allí de casualidad. Venía en coche hacia el hospital. Me pareció una explosión interna... El hombre calvo salió de entre los hierros arrastrándote. Paró mi coche y me obligó a que te subiera y viniéramos al hospital. Me dijo que era importante. Y entonces te reconocí. Tuviste mucha suerte. Apenas nos fuimos llegaron las ambulancias... Y también la policía.
- ¿Y qué fue de ese hombre calvo? Parece que le debo la vida.
- No lo sé. Desapareció cuando llegamos al hospital. Pero escucha, no tenemos tiempo. Esos hombres saben quién eres. No sé exactamente qué quieren, pero no será bueno. Tenemos que encontrar una manera de salir de aquí.
¡Qué fácil era decir eso! ¡Teníamos que encontrar una manera de salir de allí! ¡Pero todo estaba transcurriendo tan rápido! ¡Y ese dolor de cabeza! Con tanto ajetreo casi me había olvidado de él, pero ahora volvía con más fuerza. Me taladraba el cerebro.
Llegados a este punto, os debo una explicación. Sí. Esa era yo: Una antigua bolchevique. Pero ya no lo era. Lo fui desde mi adolescencia, pero me habían expulsado por seguir a Jaime e incumplir las directrices del Comité Central. ¡Cuánto tiempo de todo aquello! Pero no importaba el tiempo que había transcurrido, mi pasado me perseguía. ¡No tenía que haber vuelto! pero no podía permanecer en el exilio. Aburrida, viciada... degradada… así me sentía lejos de la República, y por eso volví...
Y allí esperando, sin salida, sin respuestas… no podía quitar la vista de aquellas pantallas, de la del ascensor con los paramilitares esperando –me parecía que sonreían, que se reían de mi destino-; la de los pasillos, con el cadáver, con el agujero de bala en la cabeza; la de la cabina, con aquellos dos desconocidos... No había salida.
Entonces la luz y las pantallas volvieron a apagarse. La electricidad volvía a fallar. El líder de los paramilitares no era tan poderoso.
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