No entendía todo ese revuelo por mi regreso del exilio. En el hospital me retenía un grupo de mercenarios que a saber qué diablos querían de mí. Fuera del hospital, el gobierno enviaba a un grupo de élite para capturarme. ¿Tan importante era? Es verdad que había sido militante bolchevique, pero cuando decidí seguir a Jaime durante la guerra antifascista fui expulsada del Partido por el Comité Central. Luego al comenzar la guerra civil no pude continuar, y abandoné a Jaime a su suerte. También a él lo traicioné. No fui la única. Muchos otros milicianos dejaros en ese momento las armas.
No. Yo no era un peligro para la República. Admito que decidí volver del extranjero cuando en Sumailati, una de las potencias fascistas, comenzaban a sonar los tambores de la rebelión. ¿Tenía miedo el gobierno de que algo así pudiera pasar aquí? Sin embargo, yo realmente había regresado porque en el exilio me sentía vacía, lejos de todo lo que me había importado en mi vida, desgarrada. Pero aunque os resulte contradictorio, lo cierto es que no quería fomentar ninguna rebelión. ¡Qué diablos! ¡Ni tan siquiera tenía una idea clara de qué iba a hacer una vez llegara a Cáledon! ¿Tan desesperado estaba el gobierno que necesitaba anular, destruir, cualquier elemento, por inofensivo que fuera, que pudiera recordar a los bolcheviques?
- Ya no hay bolcheviques - Me explicó el anciano. Por fin se presentó. Dijo llamarse Víctor. - Muchos de los mejores murieron durante la guerra contra las potencias fascistas, otros se desangraron en una guerra civil que sólo sirvió para fortalecer al gobierno republicano. Otros muchos abandonaron, desmoralizados al ver el Partido Bolchevique hecho ruinas y el peligro fascista, al que habían combatido y vencido, instalado ahora cómodamente en el poder. Los pocos restantes fueron sistemáticamente asesinados. Algunos por las BAB, pero otros por grupos desconocidos, probablemente mercenarios vinculados a la mafia, como los que nos están reteniendo aquí. Lamento informarte de que ese ha sido el destino del bolchevismo.
Según el anciano, Víctor, yo era todo lo que quedaba, me habían tomado por una bolchevique y por eso me perseguían.
- ¡Yo no soy bolchevique! - protesté.
Pero ahora daba igual, estaba atrapada y perseguida. Y si algo tenía claro es que no quería terminar con mis huesos en una prisión.
Miré a mí alrededor. El anciano, tranquilo, parecía no perder los nervios. El muchacho, Pablo, se encontraba mejor y no se separaba de mí. Todo cambió de golpe. Como dije, la luz se había vuelto a ir y no podía saber qué sucedía fuera, pero en los pisos inferiores comenzó una batalla brutal. Desde donde estábamos empezamos a distinguir en la distancia los disparos y gritos: Las BAB irrumpían en el vestíbulo del hospital asesinando a los paramilitares y a los rehenes sin distinción ninguna. Como no podía ser de otra manera, al iniciarse el enfrentamiento armado, al líder mercenario le habían entrado prisas. Ordenó a sus hombres que me buscaran y me cogieran inmediatamente. Se pusieron a golpear la puerta que les separaba de mí para poder tirarla abajo. Recuerdo que me asusté. Miré a Pablo. Toda esa tensión volvió a afectarle: se puso muy nervioso, no dejaba de moverse, muy inquieto. No sabía qué hacer.
Entonces una trampilla se abrió del techo.
Víctor había hablado de un tipo calvo que me había rescatado del autobús accidentado. No sabía quién era esa especie de ángel de la guarda. Y digo “ángel de la guarda” porque de repente apareció, cuando menos me lo podía esperar y más lo necesitaba. Pero no era un calvo cualquiera: era “mi calvo”, era un antiguo miliciano que había servido conmigo durante las guerras antifascistas. Era Bruno “manitas”, antiguo mecánico y luchador incansable. No sabía nada de él desde el inicio de la guerra civil, cuando me había exiliado. ¡Qué sorpresa más agradable! Y a él también le hizo feliz verme en pie y sonriente. Era mi primera alegría desde mi regreso. Por fin alguien en quien confiar.
- ¡Capitana! – me saludó afectuosamente por mi antiguo rango en la milicia.
Bruno nos hizo un gesto para que subiéramos con él a la trampilla. La puerta que daba a la salida comenzaba a crujir. La barricada que habíamos montado aún aguantaba, pero muy pronto cedería. Nos ayudamos unos a otros a subir al techo y, justo antes de que lograran derribar la puerta, habíamos escapado por un conducto de ventilación. ¡De película!
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