Los paramilitares se sonreían cuando me vieron. Estaban convencidos de que me tenían a su merced y que, a diferencia de la discoteca, de allí no iba a escapar. Me encañonaron con sus armas y avanzaron lentamente hacia la mesa en la que me encontraba.
Melisán no les dio tiempo a que llegaran. Saco un silbato de su chaqueta y sopló con fuerza. No escuchamos nada de nada, pero Trotsky sí. El perro, diligentemente, irrumpió en la taberna atravesando una ventana cerrada. Inmediatamente se abalanzó sobre uno de los paramilitares, en concreto, sobre su cuello. El mercenario soltó el arma entre gritos de dolor. Yo aproveché la situación para desenfundar mi pistola y disparar contra los otros paramilitares. Melisán, entre tanto, tumbó nuestra mesa frente a nosotros para que nos protegiera y lanzó contra nuestros enemigos, todo lo que encontró a mano: platos, cubiertos...
Pronto la pelea implicó a todos los clientes de la taberna. Las balas ya no servían frente a tantos puños. Por un lado peleaban los paramilitares, los matones de la mafia local y los trabajadores portuarios afines o comprados por la mafia. Por otro lado estábamos Melisán, Trotsky y yo y otro grupo de estibadores simpatizantes de Khan y su causa. Melisán reptaba entre las piernas de los combatientes para lanzar golpes bajos a traición o rajar las piernas de sus adversarios con trozos de cristal. Trotsky eludía los golpes y saltaba para morder todo aquel que se atreviera a acercarse a Melisán. Yo no estaba muy acertada y ya había recibido varios puñetazos.
Sin previo aviso, a nuestro lado se puso a luchar un hombre al que hasta entonces no había visto. No parecía un estibador: era esbelto, limpio, bien vestido. Muchas mujeres hubieran perdido los papeles por él: alto y rubio, de ojos claros, en torno a mi edad. Peleaba muy bien y, entre golpe y golpe, nos dedicó una amplia sonrisa. Con su ayuda, el combate comenzó a decantarse hacia nuestro lado.
Cuando ya sólo quedaban un par de enemigos en pie, Pablo entró en la taberna. Por un lado se tranquilizó al ver que yo había sobrevivido una vez más. Por otro lado, estaba nervioso y preocupado.
Con la batalla ya finiquitada la tabernera salió de su escondrijo tras la barra:
- ¡Iros de aquí! ¡Vendrán más!
Melisán y yo hicimos caso a su consejo. Pablo y aquel rubio nos acompañaron, siempre bajo la atenta vigilancia de Trotsky. Quería hablar con Pablo, pero el rubio se me acercó.
- ¡Peleáis muy bien! - me dijo con un acento que me costó distinguir, desde luego no era de Davenport, ni de New Haven o Cáledon.
- Tú tampoco pareces manco.
- No, en efecto. - y llevándome un tanto a parte de mis compañeros - Soy Douglas Hart, estoy aquí para ayudarte - me dijo mirando a su alrededor, comprobando que nadie más escuchaba aquellas palabras.
- Le envía Tantoun.
- Sí, ¡y casi no llego a tiempo!
- Le dije a su jefe que no quiero nada de la mafia.
- Mi ayuda no te compromete a nada, Exiliada. Es una muestra de buena voluntad. Te ayudaré, si quieres -me lo dijo mostrándome una amplia y hermosa sonrisa-, y no nos deberá nada a cambio.
Miré a Melisán. La cría se encogió de hombros. Estaba claro que para entrar en el palacete de Rose iba a necesitar ayuda y no había rastro de los voluntarios prometidos por Khan... ¿Pero podía fiarme de ese guaperas desconocido?
Reparé entonces otra vez en Pablo.
- Te debo una explicación - Me dijo con lagrimas en los ojos.
- Efectivamente.
- Tengo mucho que contarte.
- Melisán: Prepáralo todo para actuar. Quedamos en media hora en tu cont... En tu casa.
- ¿Qué hago con este pedazo de hombre? - se refería a Douglas Hart, aquien Melisán devoraba con los ojos. El enviado de la mafia foránea nos esperaba sonriéndonos y mostrando una perfecta dentadura blanca.
- No lo sé. ¡Qué espere!
Supongo que a ese tal Douglas Hart le sorprendió que no mojara las bragas sólo con verle. Eso me gustó. Siempre disfruté bajándole los humos a los creídos.
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