Nada más entrar en “Infierno” tras pagar la entrada, había un ropero y unas escaleras que bajaban a la pista. La luz que predominaba era rojiza creando un ambiente intenso y sofocante. Los bafles graves retumbaban sin cesar y el suelo estaba pegajoso. Fuimos bajando los escalones cruzándonos con algunos clientes de la discoteca: parejas que se daban el lote apoyados contra la pared, muchachas que subían ligeras de ropa, sofocadas y considerablemente bebidas... Abajo del todo la luz roja se apagaba y la oscuridad se abría paso. A nuestros lados se extendían unos pasillos negros, sin nada de luz. Allí olía a sexo. Cruzamos esos pasillos y el volumen de la música se incrementó cualitativamente. Llegamos a la pista: cientos de jóvenes bailando, focos iluminando intermitentemente al ritmo de la música, luces láser, juegos de iluminación imitando el fuego del infierno, tarimas con bailarinas disfrazadas de diablesas casi desnudas...
Pablo me cogió de la mano y juntos atravesamos una zona de la pista de baile. A nuestro alrededor los muchachos y muchachas se contorsionaban y agitaban siguiendo la música. Sus mandíbulas estaban desencajadas y muchos cerraban los ojos para dejarse llevar por el ritmo. Ellas en general bailaban mucho mejor y sus movimientos eran eróticos. Quizás mis gustos distorsionaban mi percepción. Para mí, ellos, sobre todo, se pavoneaban en torno a las chicas, se aproximaban para buscar la excusa para bailar junto a ellas o para saludarlas o para acariciarlas, o para abordarlas con todas las consecuencias…
Inevitablemente recordé mi adolescencia, cuando acudía a lugares así para hacer locuras, jajaja, calentar a los chicos –por qué no reconocerlo jajaja- y buscar alguna aventura nocturna que rompiera la monotonía de la semana. El Partido primero y luego Verónica me sacaron de esos lugares y desde entonces no había vuelto a pisar ninguna discoteca.
Llegamos a una barra. Pablo me preguntó qué quería y pidió dos vodkas con limón. Para escucharnos teníamos que acercarnos y hablar al oído. Noté que cada vez que hablaba, Pablo aprovechaba para pasarme el brazo por la cintura.
- ¡Mira allí! - Pablo señaló a unos reservados. Estaba sentado un hombre maduro y trajeado rodeado de cinco o seis veinteañeras. Bebían una botella de champagne. Me fije y también había matones, probablemente armados. - Ese es Karl Renó. El barman me ha dicho que esperemos, que vendrán a buscarnos.
Pablo se bebió su cubata casi de un trago y pidió otros dos. Vio que el mío estaba casi intacto.
- Pensaba que una miliciana como tú serías más “marimacho” para beber. - Me gritó al oído. Yo negué con la cabeza. - No me pareces un marimacho. – Añadió como disculpándose.
No me gustaba hacia donde iba la conversación. Sonreí levemente sin dejar de mirar hacia la pista, mientras tomaba un pequeño sorbo de mi primer cubata. Quería que Pablo notara que estaba incomoda.
- Roger dice que eres una boyera - continuó Pablo. - Ese maldito gordo tartaja. Te quería llevar a la cama. Jajajaja. Yo sabía que no lograría. ¡Será pajero!
Pablo se tomó el segundo cubata también de un trago. O Renó nos reclamaba pronto o la cosa se iba a desmadrar. Como vio que yo aun bebía mi primera consumición, agarró la segunda que había pedido para mí, que aún esperaba sobre la barra. Pasó un par de minutos sin decirme nada, concentrado en su tercer cubata.
- No tengo nada que hacer contigo ¿verdad? - me dijo por fin.
Pablo parecía desgarrado por dentro. El momento crítico había llegado y no había nada que yo pudiera decirle que le hiciera sentirse bien. Odiaba esa situación. No era la primera vez que sucedía. Grandes muchachos, que yo creía mis amigos, sentían más de lo que yo podía ofrecerles.
- Piensas que soy un crio - detestaba que cayeran en la autocompasión. - Crees que estoy loco. - Y me miró con unos ojos... ¡Esos ojos! ¡Me asustaron!
- Escucha... - Intenté hacerle razonar. No me dejó decirle nada.
- ¡Vámonos! ¡Vente conmigo! Cogemos los papeles y nos largamos. ¡Tú y yo!
Negué con la cabeza.
- ¡Te quiero! - me dijo desesperado mientras me trataba de abrazar.
- Pablo, no digas eso. - Pude por fin articular mientras me escabullía de sus brazos - No nos conocemos... - ¡Error! No hay que usar nunca “frases estándar”
- ¡Y a la ciega la conoces! - me gritó. - A esa malnacida que ha tratado de asesinar a Víctor. - Las escusas nunca sirven porque la realidad siempre las desmienten.
- Es distinto. - No le sirvió. Tiró el cubata al suelo. Estaba loco de rabia y me entró miedo.
- ¡No me dejes! ¡Vente conmigo! – volvió a balbucear.
Justo en ese momento dos matones se acercaron a nosotros.
- Karl Renó os espera.
Para mí fue un alivio.
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