- ¡Aquí, aquí!
Una chiquilla me cogió del brazo y me indicó que la siguiéramos. Era una de las adolescentes que acompañaban a Renó en los reservados. Ahora en solitario, su edad era más evidente: era muy, muy, joven, trece, catorce… como muchísimo quince años. Era oriental de ojos rasgados, piel muy clara, tenía una melena larga, muy lisa y oscura y sólo vestía con una especie de bikini moderno de dos piezas y colores vivos, un liguero y tacones de aguja que la elevaban veinte centímetros. La chica había aprovechado –y posiblemente organizado- la avalancha de adolescentes para buscarnos y sacarnos de allí. Los muchachos pedían todos en la barra y se interponían entre nosotros y los matones de Renó que no lograban apartarlos aunque lo intentaban.
Uno de los matones al tratar de abrirse paso al parecer rozó el trasero de una chica. Ésta se revolvió, le abofeteó, un chicho se encaró al matón y ya estaba liada una pelea muy apropiada para escapar.
- ¡Venid! Venid! ¡Rápido!
No teníamos nada que perder acompañándola. Siempre sería mejor que con los matones de Renó. Arrastré a Pablo, cada vez más afectado por su ingesta de alcohol y seguimos a la cría. Mientras escapábamos hubo algo que me llamó la atención en la entrada de la discoteca. Algo familiar. Miré más detenidamente y lo que vi no me gustó nada: Número 2 y sus paramilitares habían entrado en “Infierno”. Los matones de Renó seguían tratando de alcanzarnos, apartando a los adolescentes de en medio, pero más y más muchachos - presumo que amigos de la chica- seguían cruzándose en su camino, tirándoles consumiciones, provocando choques... Alertada la chica de la llegada de los paramilitares, nos deslizamos todo lo rápido que la borrachera de Pablo nos permitía hacia una zona exclusiva de los trabajadores de la discoteca, pero antes de alcanzar esa salida, a nuestra espalda la situación se complicó:
Los paramilitares dispararon una salva de sus automáticas al techo de la discoteca y se provocó una ola de caos incontrolado. La música cesó y las avalanchas humanas se sucedieron, pero ya no los amigos de la chica, ahora toda la discoteca: todo el mundo gritaba atemorizado y trataba de huir, buscaban una salida que les alejara de aquel grupo de locos armados. Aquello iba camino de convertirse en una catástrofe. A duras penas pudimos avanzar hacia nuestro destino, empujados y arroyados por decenas de jóvenes aterrados. El agobio y la falta de oxigeno estuvieron a punto de tumbar a Pablo. Se oyeron más disparos, pero ya no podía ver qué sucedía. También se apagaron los focos. En aquella oscuridad hubo un grito de terror unánime. Parecía que pasaba una eternidad hasta que por fin se encendieron las luces de emergencia.
Por suerte para nosotros, otro amigo de la muchacha nos ayudó a colarnos por un pasillo de servicio que conducía a una salida posterior. Dejamos atrás una ratonera en la que, luego supimos, perdieron la vida tres muchachas arroyadas por la masa y otros dos muchachos alcanzados por las balas de los paramiliitares, más varias decenas de heridos.
Salimos a un callejón lleno de basura, contenedores saturados de desperdicios, botellas de cristal rotas, charcos de agua fétida y vómitos... ¡Pero al menos se podía respirar! Pablo se puso a vomitar junto a unas cajas apiladas de cartón y yo me fijé en nuestra rescatadora: como os dije, una cría de no más de catorce o quince años, extremadamente delgada, de rasgos cadavéricos y ojeras, con la piel tan blanca que casi adoptaba tonos azulados. De un bolsito negro que llevaba colgando del hombro sacó un chubasquero amarillo muy opaco con el que se cubrió su cuerpo casi desnudo. También unas zapatillas con las que descansar sus pies de los tacones. Los zapatos para la disco no los guardó, simplemente los cogió con la mano para llevárselos a donde fuera que nos llevara.
Mientras se hacía una coleta con la que se recogió el pelo, nos explicó quién era:
- Me llamo Melisán. -A pesar de la fragilidad de su cuerpo, tenía fuerza en la voz y en el carácter-. Sabía que Karl os tendía una trampa. Así que os ayudé. Estoy cansada de Karl. Y ahora tenemos que irnos. Os siguen buscando.
La chiquilla se puso ya a correr.
- ¡Espera! - le dije- Mis amigos me esperan con una furgoneta frente a la discoteca.
- Mmm… No me gusta - nos dijo, pero nos llevó hacia allí. Más bien me llevó a mí. Yo era quien llevaba a Pablo que a pesar de haber vomitado, seguía encontrándose muy mal.
Fuimos por el callejón y al final doblamos una esquina. Continuamos por una calle por la que ya se oía mucho barullo. Con mucho cuidado nos asomamos a la calle principal donde estaba la entrada de “Infierno” y nuestra furgoneta aparcada. Pude ver a muchos chavales que huían despavoridos, pero también a los paramilitares y a Número 2. Llegábamos tarde: Retenían a Víctor y a Helena. Los habían capturado y les conducían esposados a un todo-terreno. Uno de los paramilitares rompía con su rodilla el bastón de estoque de Helena. Es muy posible que, a pesar de la herida de New Haven, la ciega hubiera tratado de oponer resistencia. Me llamó la atención de que, pese a todo lo que había pasado allí no había ni rastro de la policía, tan sólo una ambulancia para atender a los heridos. Era una buena demostración de que era la mafia quien mandaba en Davenport.
Escuchamos unos gritos a nuestra espalda. Matones de Renó y paramilitares nos habían seguido por la salida de servicio y nos habían encontrado. Melisán nos hizo nuevas indicaciones para que la siguiéramos corriendo. Así hicimos y nos escabullimos por las callejuelas de la ciudad.
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