Bruno nos pudo proveer de algo de dinero, no mucho, pero suficiente para el viaje. También me dio un teléfono móvil seguro, con el que me podía comunicar directamente con él y no podía ser rastreado. Me insistió en que lo usara si necesitaba su ayuda. Por último, nos dio tres pistolas, una para cada uno, y munición suficiente, por lo que nos pudiéramos encontrar.
Pablo, que seguía muy callado, no se negó a coger el arma. Es verdad que la aceptó con desgana, apretando los dientes y los puños. Pero para mí se hacía evidente que algo había cambiado en su interior. No hacía tanto tiempo hubiera protestado y rechazado la pistola como si se tratara de la peste. Ahora se la quedaba resignado. Le encontré turbado, meditabundo y más oscuro. Recuerdo que en ese momento pensé que una falsa armadura que Pablo había construido en torno a su alma se había comenzado a agrietar. Y lo que era peor: estaba convencida de que yo era la responsable.
Nos despedimos afectuosamente de Bruno y su bebé. Algo me decía que volvería a ver a mi gran amigo de la guerra y eso me tranquilizó. Subimos entonces a nuestra furgoneta con el objetivo de abandonar la ciudad de Cáledon. Miré por las ventanas de la furgoneta: El sol se desperezaba tras los edificios de la ciudad anunciando con sus rayos un nuevo día. El cielo, libre de nubes, se transformaba, desde el negro estrellado de la noche, a un vivo e intenso azul dispuesto a dominar todo el firmamento. Iba a ser un día brillante y eso parecía una buena señal.
Aunque probablemente ya no hubiera controles para salir de la ciudad, rehuimos las autopistas y las carreteras generales y optamos por rutas secundarias. Una vez que dejamos atrás la gran ciudad, los barrios y los polígonos industriales, el camino fue tranquilo. No obstante pudimos comprobar cómo aun no se habían cerrado las heridas de las guerras: Numerosos campos, antes de cultivo, aun estaban inútiles, yermos, o cubiertos de cenizas. Las ruinas en la ciudad de Cáledon casi habían sido reconstruidas, salvo en algunos barrios como Lacánsir, pero en el interior del país la situación era muy diferente. Las carreteras nos llevaban a través de bosques carbonizados y pueblos derruidos, algunos demolidos piedra sobre piedra. ¡Toda aquella destrucción! En más de una ocasión tuvimos que cambiar de ruta porque nuestra carretera terminaba bruscamente en la nada, en un cráter abierto por la detonación de explosivos o en el cauce de un río salvaje que antes era contenido y conducido por presas y canales hoy destruidos.
¿Algún día se recuperarían aquellos campos y caminos, se plantarían nuevos árboles y se repoblarían los bosques y aldeas con animales y humanos? Negué lentamente con la cabeza. Estaba convencida de que no. Creía que era un castigo por nuestra arrogancia, por querer conquistar el futuro, tomar el cielo al asalto… Por nuestra culpa, el futuro de la humanidad era negro y ceniciento, un imperio de ruinas y cucarachas… En ese momento realmente pensaba que la responsabilidad nos torturaría para siempre. Así de sombríos eran mis pensamientos cuando recorríamos aquellos caminos ruinosos y grises.
Pero no solo había despojos y destrucción: Pudimos también comprobar cómo algunas propiedades brillaban con luz propia. Las ruinas daban bruscamente paso al esplendor. Supongo que aquellas fincas que se desarrollaban y prosperaban, donde se apreciaban ricos cultivos, ganado saludablemente gordo, palacetes barrocos guarnecidos con matones privados, pertenecían a importantes figuras del gobierno, a poderosos terratenientes, nobles de la antigua monarquía que ahora eran republicanos “de toda la vida” o a nuevos ricos, empresarios venidos a la tranquilidad del campo y traidores de las guerras que supieron aprovechar todo un océano de oportunidades con el mercado negro, el tráfico de armas y el acaparamientos de suministros... Viendo aquellos palacios mi estado de ánimo no fue, ni mucho menos, más optimista, pero recuperé parte de aquella furia que en el pasado me había lanzado a la guerra: detestaba aquella ostentación, el lujo desmedido, toda aquella tremenda riqueza acumulada mediante el robo y el saqueo, mediante la explotación y la esquilmación. Rectifiqué mi visión del futuro: negro y ceniciento sí, pero el imperio de ruinas sólo era para la inmensa mayoría, mientras que el oro y las joyas eran para las cucarachas.
Cerca del anochecer llegamos a New Haven. Aunque como ciudad nunca ha sido gran cosa, era importante por ser la capital de la más importante región agrícola de la Republica. El centro de la ciudad estaba poblado fundamentalmente por los administradores y los cortesanos de las propiedades agrarias, los funcionarios de la República -encargados de asesorar, ayudar y sobre todo proteger a los señoritos del campo- y los tenderos y pequeños propietarios dedicados a cebar de alimentos, bebida y ocio a los señoritos y todas sus comparsas.
Pero si en New Haven estaban los archivos y leyes, las porras, los estómagos agradecidos y las reservas de grasa, la verdadera alma de la región, su corazón y sus músculos, se encontraban repartidos por los numerosos pueblos jornaleros que rodeaban la ciudad. Eran pueblos pequeños, apenas una iglesia, el cuartelillo de la policía rural y, eso sí, suficientes barracones para poder alojar a los trabajadores agrícolas -antaño siervos, hoy asalariados- que cultivaban el huerto de la República. No es de extrañar que el bolchevismo se extendiera por todos estos pueblos, reclutando a miles de jornaleros, autóctonos y emigrantes, que trabajaban de sol a sol a cambio de miseria.
Yo soy de uno de esos pueblecitos.
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