Los cines de Lacánsir realmente era un cine. El cine. Un antiguo mastodonte. Lacánsir era otro barrio de Cáledon situado en el norte de la ciudad. En el pasado era un barrio famoso y rico, pero había sido destruido por los bombardeos fascistas y no había sido reconstruido tras las guerras. Así que actualmente no era más que un 'barrio fantasma', de hecho, muchos habitantes de Cáledon así lo llamaban: el barrio fantasma.
Tras años de abandono, todo lo que podía haber tenido un valor o una utilidad se había evaporado así que solo quedaba hormigón, herrumbre oxidada y los tremendos cráteres provocados por las bombas enemigas. Nada más.
En medio del barrio se eleva el antiguo Gran Cinema, construido en su época con gran lujo, escaleras tapizadas en rojo, azafatas, cartelones pintados a mano con la caratula de las películas exhibidas, aperitivos... Se decía que el último rey frecuentaba de incognito el Gran Cinema movido por su lujo y, sobre todo por el surtido de películas que se proyectaban en la sesión golfa, acompañado de azafatas... más bien ligeritas de ropa. Ahora no quedaban ni azafatas, ni alfombras, ni reyes, pero era, con diferencia, la estructura que se mantenía más en pie de todo el barrio.
Para impresionar a muchachos jóvenes y a los amantes de lo sobrenatural, se decía que las almas asesinadas en los bombardeos de Lacánsir aún acudían al Gran Cinema para ver sus películas favoritas. ¡Parece que una procesión de espiritistas farsantes, creyentes y curiosos peregrinaban por las noches para corroborar tales historias! Para una materialista como yo, los vagabundos se refugiaban dentro, encendían hogueras para no pasar frio y ahuyentaban a niños y niñatos susceptibles de ser asustados.
Pero antes de llegar a Lacánsir tuvimos dos urgencias más mundanas: la furgoneta se quedaba sin gasolina y la hijita de Bruno lloraba exigiendo comida. Llevábamos toda la noche sin dormir y estábamos cansados, sedientos y hambrientos.
Paramos en una gasolinera. Solo un momento. Víctor aprovechó para ir al baño, repostamos el depósito, Bruno compró leche para bebe y chocolatinas, agua y café para nosotros... Yo aproveché para hablar con Pablo. Quería disculparme:
-Mira Pablo, en el almacén, yo llegué a pensar…
- Que yo había asesinado al trabajador.
- Sí.
Se hizo el silencio entre los dos.
- ¿Y ahora qué piensas? – me preguntó el muchacho con los ojos fijos en el suelo.
- Sé que no fuiste tú.
- No me conoces. – alzó su mirada y me clavó sus ojos en los míos.
- Pero, no sé, confío en ti. No sé por qué.
Pablo sonrió. Me dio una palmada en el culo, como había sucedido en el trastero del pabellón del hospital y corrió a refugiarse detrás de la furgoneta, consciente de que iba a perseguirle para devolvérsela. Así hice, le alcancé tras un par de vueltas corriendo, como si fuéramos niños jugando, le di un puntapié en su culo, nos reímos y, viendo que Víctor y Bruno ya estaban listos y nos miraban divertidos, nos subimos al vehículo con una pizca de vergüenza y unas amplias sonrisas.
Pero no estábamos solos en la gasolinera. Al parecer Número 2 había desplegado a sus hombres con la esperanza de localizarnos: lugares de paso frecuente, grades superficies comerciales, hostales y pensiones de mala fama, cualquier tugurio donde esconderse… No le faltaban recursos al mercenario y parecía contar con una tela de araña más tupida que la de la policía. En nuestra gasolinera había uno de sus chivato que nos reconoció e informó a su jefe. Era cuestión de tiempo que nos descubrieran. Aunque hubiéramos continuado dando vueltas por la ciudad, inevitablemente BAB, policía o paramilitares tenían que dar con nosotros.
Desde ese momento, no solo nos seguiría la ciega, también un helicóptero de los paramilitares.
Tras años de abandono, todo lo que podía haber tenido un valor o una utilidad se había evaporado así que solo quedaba hormigón, herrumbre oxidada y los tremendos cráteres provocados por las bombas enemigas. Nada más.
En medio del barrio se eleva el antiguo Gran Cinema, construido en su época con gran lujo, escaleras tapizadas en rojo, azafatas, cartelones pintados a mano con la caratula de las películas exhibidas, aperitivos... Se decía que el último rey frecuentaba de incognito el Gran Cinema movido por su lujo y, sobre todo por el surtido de películas que se proyectaban en la sesión golfa, acompañado de azafatas... más bien ligeritas de ropa. Ahora no quedaban ni azafatas, ni alfombras, ni reyes, pero era, con diferencia, la estructura que se mantenía más en pie de todo el barrio.
Para impresionar a muchachos jóvenes y a los amantes de lo sobrenatural, se decía que las almas asesinadas en los bombardeos de Lacánsir aún acudían al Gran Cinema para ver sus películas favoritas. ¡Parece que una procesión de espiritistas farsantes, creyentes y curiosos peregrinaban por las noches para corroborar tales historias! Para una materialista como yo, los vagabundos se refugiaban dentro, encendían hogueras para no pasar frio y ahuyentaban a niños y niñatos susceptibles de ser asustados.
Pero antes de llegar a Lacánsir tuvimos dos urgencias más mundanas: la furgoneta se quedaba sin gasolina y la hijita de Bruno lloraba exigiendo comida. Llevábamos toda la noche sin dormir y estábamos cansados, sedientos y hambrientos.
Paramos en una gasolinera. Solo un momento. Víctor aprovechó para ir al baño, repostamos el depósito, Bruno compró leche para bebe y chocolatinas, agua y café para nosotros... Yo aproveché para hablar con Pablo. Quería disculparme:
-Mira Pablo, en el almacén, yo llegué a pensar…
- Que yo había asesinado al trabajador.
- Sí.
Se hizo el silencio entre los dos.
- ¿Y ahora qué piensas? – me preguntó el muchacho con los ojos fijos en el suelo.
- Sé que no fuiste tú.
- No me conoces. – alzó su mirada y me clavó sus ojos en los míos.
- Pero, no sé, confío en ti. No sé por qué.
Pablo sonrió. Me dio una palmada en el culo, como había sucedido en el trastero del pabellón del hospital y corrió a refugiarse detrás de la furgoneta, consciente de que iba a perseguirle para devolvérsela. Así hice, le alcancé tras un par de vueltas corriendo, como si fuéramos niños jugando, le di un puntapié en su culo, nos reímos y, viendo que Víctor y Bruno ya estaban listos y nos miraban divertidos, nos subimos al vehículo con una pizca de vergüenza y unas amplias sonrisas.
Pero no estábamos solos en la gasolinera. Al parecer Número 2 había desplegado a sus hombres con la esperanza de localizarnos: lugares de paso frecuente, grades superficies comerciales, hostales y pensiones de mala fama, cualquier tugurio donde esconderse… No le faltaban recursos al mercenario y parecía contar con una tela de araña más tupida que la de la policía. En nuestra gasolinera había uno de sus chivato que nos reconoció e informó a su jefe. Era cuestión de tiempo que nos descubrieran. Aunque hubiéramos continuado dando vueltas por la ciudad, inevitablemente BAB, policía o paramilitares tenían que dar con nosotros.
Desde ese momento, no solo nos seguiría la ciega, también un helicóptero de los paramilitares.
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