La idea que teníamos para el funcionamiento de la reunión era, cuando yo terminara de hablar, iniciar un turno de palabras, preguntas, intervenciones… y así dar pie a que los trabajadores pudieran expresar sus puntos de vista, sus temores, dudas o propuestas. Y al final queríamos formalmente votar la conformación del sindicato con una cuota mensual de 20 sólidos.
Pero no pudo ser.
Fue terminar mi discurso y la hasta entonces oscura nave, sólo iluminada con las linternas que llevábamos, fue alumbrada por los poderosos focos de la policía. Escuchamos una salva de disparos e inmediatamente apareció Pablo arrastrando el cadáver de Andrés.
Reconozco que me asusté. Todos lo estábamos. ¿Qué había pasado?, ¿Qué había hecho Pablo? El muchacho estaba pálido y manchado por la sangre del trabajador. Por mi cabeza pasó la idea de que Pablo había asesinado a Andrés. ¡Pero eso no podía ser!
- ¡No los vimos! Aparecieron de repente… por todas partes... de la nada- trató de explicar Pablo mientras soltaba el cadáver del trabajador. – Dispararon sin previo aviso. Yo pude cubrirme… ¡fue todo tan rápido!
- ¡Ríndanse! – un megáfono de la policía - ¡Están rodeados!
Por todas partes se escuchaban ruidos de botas.
- Sabían que estábamos aquí. – Añadió Pablo.
- ¡No puede ser! - Bruno miró a su esposa. Mi compañero de armas estaba desencajado, pero no era por la policía en sí, era porque una horrible pesadilla, algo que ni siquiera se había planteado como posible, tomaba forma. Y tomaba forma en esa mujer a la que tanto quería, con la que había compartido tantos momentos. La madre de su hija. Los ojos de Bruno expresaban todo eso... y más. No era rabia, ni odio... Era desprecio y... ternura.
Gloria lo comprendió. La traidora comenzó a llorar y a exclamar el nombre de su marido: ¡Bruno! ¡Bruno!
James agarró a Bruno del brazo y dejamos atrás a Gloria con la única compañía del cadáver del trabajador asesinado. Los demás tratamos de ponernos a salvo por el pasadizo de seguridad que habíamos previamente preparado.
Y allí, ya sola, cayó de rodillas Gloria, llorando desconsolada consciente de que no sólo había traicionado al amor de su vida, sino también se había traicionado a ella misma. Todo lo que había sido, todo lo bueno que podía trasladar a su hija lo había destruido. Se había negado como persona. Ya no era nada, sólo escoria.
- Lo hice por ti... - Susurró Gloria en un tono casi imperceptible. Nunca sabremos si esas palabras iban dirigidas a su amado Bruno o a su bebé... Poco importaba.
Tras ella surgió la oscura figura del coronel Saúl, seguido por su oficial de nariz aguileña, el comisario Santos y varios soldados y policías. El coronel pasó de largo de la delatora con zancadas amplias pero tranquilas. Se quedó mirando la puerta entreabierta por la que sus presas habían vuelto a escapar. Hizo un gesto a su oficial y éste ejecutó allí mismo a Gloria de un disparo a bocajarro en la cabeza.
Santos notó un nudo en el estómago. Sabía que el coronel había prometido a la delatora preservar a su familia a cambio de la Exiliada. Sin embargo, no había dudado en ejecutarla, en asesinarla a sangre fría. El comisario cada vez tenía más claro que aquel villano solo sabía de muerte y de traición.
Bruno notó el disparo en el centro de su corazón, como si aquella bala le hubiera reventado a él mismo. Lloraba y lloraba. Pero no dejaba de correr. Su instinto de padre le decía que tenía que rescatar a su bebé.
Ya lejos del almacén, cuando parecía que estábamos a salvo de las BAB y de la policía, los trabajadores amagaron con irse a sus casas.
- ¡Ni se os ocurra! - les gritó Víctor. - saben todos vuestros nombres e irán directos a por vuestras familias. Llamad a casa y decidles a vuestras parejas e hijos que se vayan inmediatamente. Que no hagan la maleta, que se vayan con lo que lleven puesto. Que huyan corriendo y abandonen la ciudad y que os esperen en el segundo motel, no en el primero, en el segundo motel que encuentren fuera de Cáledon. Decidles que si no llegáis en hora y media, que vuelvan a huir y que se olviden de vosotros.
Los trabajadores, asustados, impresionados, paralizados, excitados... lentamente razonaron la sabiduría de las palabras del anciano y le hicieron caso.
Bruno también le escucho, pero aquellos consejos no iban con él:
- Tengo que salvar a mi bebé, capitana. - me dijo.
- Y yo te ayudaré a hacerlo - le respondí sin vacilar y, seguida de cerca por Pablo y -con muchas más dudas y algo de demora- por Víctor, corrimos hasta nuestra furgoneta robada para tratar de rescatar a la hija de mi camarada.
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