Nací en Stickton, uno de esos pequeños pueblos jornaleros que rodean New Haven. Mis abuelos eran emigrantes de las antiguas colonias monárquicas. De hecho la mayoría de los jornaleros, en mi época al menos, éramos emigrantes, o hijos de emigrantes, de color. Pude comprobar que ahora también hay numerosos semitas, casi más que negros. Sin organizaciones obreras, el gobierno y los terratenientes han fomentado desde siempre las divisiones y enfrentamientos étnicos entre los nativos blanquitos, la primera oleada de emigrantes negra, y la actual segunda semita y oriental. Las cuadrillas de trabajo se dividen por nacionalidad y origen étnico para evitar todo contacto y alimentar la competencia y el enfrentamiento. Conscientemente son alimentados todo tipo de bulos, se fomentan los tópicos y los prejuicios… la máxima siempre es la misma: ¡divide y vencerás!
Mis abuelos fueron jornaleros. Solo sabían trabajar. Eran analfabetos y en la práctica sus vidas no se diferenciaban en nada de las de sus ancestros que habían sido esclavos en las antiguas colonias. Como la independencia formal solo había traído mas pobreza y opresión, muchos como ellos habían viajado a la antigua metrópolis.
Mis padres también eran jornaleros, pero no se conformaron con una vida miserable. Seguían trabajando de sol a sol, pero formaron los primeros sindicatos jornaleros y se afiliaron al partido socialdemócrata. Eso mi padre claro, en esa generación las mujeres negras a penas comenzaban a participar en política. Sin embargo, para esos tiempos mi madre ya era muy activa. Apoyaba en todo a mi padre. De hecho, se conocieron en una manifestación. Una protesta contra uno de los nobles terratenientes que terminó con cargas a caballo de la policía rural. A mi padre le abrieron la cabeza de un porrazo, y mi madre y dos amigas suyas le socorrieron y le sacaron de la manifestación, le escondieron y le atendieron las heridas.
Mi padre luchó contra la monarquía. Conoció la cárcel, el paro forzoso, las torturas... El día que se fue el Rey lo recuerdo como el más feliz de mi infancia. Todo el mundo salió a la calle, y mi familia no fue menos. Mi padre me llevaba a hombros. Recuerdo como todo el mundo bailaba y cantaba. La gente destruía los símbolos monárquicos mientras ondeaban banderas rojas y tricolores. Parecía que todo iba a cambiar. Eso deseábamos todos.
Pero no fue así. A los democráticos ministros del Rey les sucedieron los aún más democráticos ministros de la República, pero el verdadero poder lo seguían teniendo los grandes bancos y consorcios. Los aristócratas perdieron sus títulos nobiliarios, pero conservaron sus títulos bursátiles. Pronto se extendería la frustración entre muchos de los activistas que habían identificado República con vida digna.
Mi padre, que llegó a ser concejal socialdemócrata en Stickton, dejó su cargo desilusionado, completamente quemado. Veía como muchos de sus compañeros de armas se vendían, se desmoralizaban o ambas cosas. Creo que también tuvo problemas en el sindicato. Muchos dirigentes socialdemócratas estaban ansiosos por ocupar el lugar que los antiguos políticos monárquicos tenían en el mundo de la corrupción y los negocios con los grandes empresarios. Mi padre no comprendía lo que sucedía, pero siempre fue honrado. Prefirió dejarlo todo antes que ser cómplice de aquel gran robo. No obstante, cuando a los quince años me afilié a las Juventudes bolcheviques, lo comprendió y, aunque no simpatizaba con nuestros ideales, me dio todo su apoyo. El pobre hombre se murió confiando en que algún día la República se reformaría y habría verdadera justicia social.
Yo era su única hija. Tuve una hermana mayor, pero murió de una enfermedad al poco de nacer. Lloraron su pérdida y se volcaron en tratar de que yo tuviera todo lo que ellos no habían tenido. Por ejemplo: mis padres hicieron todo lo posible para que yo recibiera una buena educación, querían sacarme de la ignorancia en la que ellos habían estado inmersos. Incluso estaban dispuestos a ayudarme a pagar la costosísima universidad en New Haven. Querían que fuera doctora. Pero yo no quería estudiar. Ni siquiera hice bachillerato. Quería trabajar y militar. Mi padre no dejó de recriminarme que malgastaba mi inteligencia: me decía que podía militar, que él no se oponía, pero que no debía dejar mis estudios. Para mi madre fue peor: Con la crisis de la República, ella se desencantaba más rápido de la política que mi padre, así que sufrió una depresión cuando les conté que lo dejaba todo para ser liberada juvenil del Partido. Nunca supieron nada de Verónica, por supuesto. Nunca lo hubieran entendido.
Lo que sí que mi padre no hubiera apoyado nunca es mi entusiasmo hacia la guerra. No llegó a verlo. Pocos meses antes de que comenzara el conflicto con las Potencias fascistas murió de un infarto. No se había cuidado durante su vida y cuando ya tenía una edad, todos los excesos le pasaron factura.
La que sí que vio mi ingreso en las milicias fue mi madre. Ella estaba en contra del fascismo y creía que había que luchar contra la invasión, ¡pero no yo! No quería que fuera yo la que luchara, la que arriesgara su vida.
No la volví a ver. Hasta el inicio de la guerra civil pude escribirle, hacerle algunas llamadas telefónicas… cada vez la notaba más apagada, más triste… pero no fui ni una sola vez a verla. Cuando me exilié… la llamé por teléfono. Fue una conversación agria. Me reprochó haber ido a la guerra, haberla dejado sola… Me confesó que estaba melancólica y completamente abandonada a sí misma. Le propuse que se viniera conmigo. Sé lo propuse porque sabía que me diría que no y, en el fondo, yo quería sentirme mejor conmigo misma. Efectivamente, me dijo que no, que no abandonaría su hogar. Y allí murió hace ya dos años. Me enteré dos meses después de su muerte a través de un compañero del exilio que se comunicaba periódicamente con su familia en la República… Tuvo un cáncer de huesos, doloroso y fulminante. Yo no había estado a su lado. La había dejado completamente sola. Creo que fue entonces, cuando me enteré de la muerte de mi madre, cuando me enganché al loto dulce… Me sentía muy mala hija, muy mala persona. El loto dulce me ayudaba a apartarme de mis malos pensamientos… pero también de los buenos y de los dignos.
Ahora volvía a lo que había sido mi hogar. Bueno… la verdad es que hacía muchos años que yo no tenía hogar. Pero inevitablemente New Haven me traía recuerdos de mi juventud… recuerdos de una infancia alegre… pero también recuerdos trágicos que hubiese preferido olvidar para siempre.
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