Los prohombres de Barcino ofrecieron al Duque una suntuosa cena. Muchos tipos de carne de caza, vino, miel, legumbres, berenjenas... y música y danza... Trataban de imitar las cenas de las fortunas de las grandes ciudades. Pero el Duque no seguía las, para él, decadentes costumbres paganas y prefería el espartano ambiente cuartelero, cenas más sencillo con gachas y vino. No obstante, por diplomacia tenía que permanecer allí con ellos, escuchando sus sandeces provincianas que en nada le importaban.
Comenzaron los aperitivos con cotilleos de la política local, diplomáticamente escogidos para, supuestamente, no ofender al Duque y a los superiores a los que representaba: Todo eran loas para los cargos recientemente ascendidos y desgracias para los que osaron enfrentarse a los elegidos por el emperador.
Pero a medida que pasaron los entremeses y el alcohol comenzaba a nublar el juicio, también comenzaron los parloteos de las tan de moda polémicas entre pseudo-filósofos incomprensibles, defensores del paganismo nostálgico, y los ambiciosos defensores oportunistas de los nuevos aires católicos. Todo aderezado con una cantidad cada vez mayor de frivolidad y embriaguez. Era el tema estrella en toda la República, pero aquellos provincianos empleaban la pedantería para ocultar su profunda ignorancia y, por tanto, más prefería el Duque que hubiesen seguido hablando de los cotilleos locales, antes que de profundos y oscuros debates teológicos, para no avergonzarle por tanta arrogancia y provincianismo.
Constante, su beato lugarteniente, que cenaba sentado junto a él, estaba sencillamente escandalizado escuchando tales debates. Sabía que en provincias el paganismo aún estaba presente incluso entre las clases altas pero semejante desfachatez le irritaba sobremanera. No podía ocultar su enfado, su odio -según percibía el Duque-, pero Constante tenía órdenes expresas de no intervenir y dejar que sus anfitriones hicieran el ridículo. Bastó una severa mirada del Duque para que su lugarteniente lo recordara.
Tuvieron suerte los dos militares, porque antes de que la cena llegara a su ecuador, un esclavo les informó de la llegada de Sigerico y Antíoco. Venían con noticias del monasterio. Fue la excusa perfecta para, con toda la educación y el cinismo necesario, levantarse de la mesa y abandonar a los comensales. Y con un poco más de suerte pronto estarían de vuelta a Italia, quería creer el Duque.
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