El aire caliente de New Haven me golpeaba en la cara. Era una sensación extraña porque aunque por un lado me recordaba a cuando era niña y estaba acostumbrada, por otro lado , allí arriba en la cornisa me encontraba incomoda. Miré hacia abajo, al patio, a suficiente altura como para romperme una pierna. ¡Qué me había pasado! Antes del exilio hubiera recorrido la escasa distancia entre una ventana y otra sin ningún miramiento. Ahora estaba allí paralizada, rígida. Oí el ladrido de unos perros acercándose. Tenía que moverme. ¡Y aquel aire caliente!
De niña escalé por los andamios de una obra... Pero aunque me fue fácil subir, luego no podía bajar. Mi padre tuvo que venir a rescatarme avisado por los otros niños... Bueno, al parecer me puse a llorar como una magdalena mientras llamaba a mi padre.
¡Los ladridos! Los perros se acercaban y amenazaban con montar un escándalo. Me moví a duras penas, con el corazón agarrotado, temerosa de caerme, de resbalar... Me avergonzaba de mi misma, ¿tanto había degenerado mi cuerpo y mi espíritu? Lo peor era esa inseguridad que hacía aun más peligroso el avance.
Pero del dulce recuerdo de la infancia, los nervios y el miedo me enviaron de vuelta a la agria experiencia de la guerra. Al dar un paso tímido me encontré en aquel barranco de antaño donde a duras peras avanzábamos bajo los disparos de los fascistas.
Dirigía a mi pelotón. A un compañero le alcanzaron las balas lejanas y se precipitó sin remedio al vacío. Aceleré la marcha para escapar del fuego. Fue demasiado para aquellos niños que me acompañaban. Uno resbaló y cayó, pero logró sujetarse a duras penas de una roca. Sus compañeros trataban de subirle. Jack se llamaba. Rondaría los dieciséis años como la mayoría de mis soldados. Le gritaban que se tranquilizase, que les diera una mano para subirle. Entonces una bala alcanzó a otro muchacho. ¡No podíamos quedarnos allí parados! Sin movimiento éramos un blanco muy fácil. Tenía mi pistola desenfundada. No lo pensé dos veces: disparé a Jack y ordené continuar la marcha. Los demás soldados me miraron como si yo fuera la encarnación del diablo.
No podía mostrarme vulnerable ante la tropa, pero me sorprendí a mi misma con ese acto de crueldad. ¡Yo no era un monstruo! Y además usando métodos similares a los de los fascistas... ¿En qué nos estábamos convirtiendo? ¿Qué nos estaba haciendo aquella guerra? Creía haber olvidado todo aquello. Pero algo así no se olvida nunca. No me siento orgullosa de lo que hice.
Cuando recordé aquel pasaje en la barandilla de la mansión rompí a llorar. Y así, hecha polvo, insegura y frustrada, con un último esfuerzo logré alcanzar la ventana contigua. Solo quería la firmeza y seguridad del interior, dejar la barandilla, así que no reparé en lo que había dentro de la habitación.
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