Acordamos que Pablo y Víctor dormirían en los asientos de la furgoneta. Yo me tumbé en la parte de atrás, acomodada en unas mantas que nos había dado Bruno. Así tratamos de conciliar el sueño. New Haven ya era caluroso a esas alturas del año así que no teníamos problemas de frío.
Esa noche soñé. Un sueño que me impactó tanto, que no he sido capaz de olvidarlo:
Era un sueño en blanco y negro, como en las antiguas películas. Yo estaba rodeada de bruma, tenía mucho frío. De lejos se oían disparos, explosiones. Me alejé corriendo. Creo que una ráfaga de ametralladora estuvo a punto de alcanzarme. Por si acaso me tiré al suelo. El bebé de Bruno yacía frente a mí. No se movía, no lloraba, estaba muerto. Traté de gritar pero no podía, me incorporé aterrada y corrí lejos de allí.
Estaba entonces en la sala de plenos del Comité Central. Estaba muy iluminada y se escuchaban pájaros cantando. Ante mi estaba la Ejecutiva Nacional, pero parecían de piedra. ¡Espera! Eran Orestes, Taylor, Marian, Luisma, Cayo... Y mis padres. ¡También estaban mis padres! como si fueran dos de ellos. Quien faltaba era Verónica. Todos eran estatuas, o eso es lo que parecían, pero lloraban. ¡Aquellas estatuas lloraban! Me acerqué para tocar a mi padre. Quería comprobar que era piedra, y, de lo contrario, acariciarle. Al intentarlo escuché a mis espaldas numerosas carcajadas. Me giré: todo el hemiciclo rebosaba de vida. Cientos de hombres y mujeres, bolcheviques creo, se reían de mí.
-¡No fue culpa mía! - les grité, pero sus carcajadas eran más y más exageradas.
-¡No fue culpa mía! - insistí sin conseguir otra cosa que más risas desternillantes.
Ignoré a aquellos fantasmas, pues eso es lo que eran y me volví de nuevo hacia la ejecutiva: Volví a intentar tocar a mi padre. Las risas cesaron bruscamente. Se hizo un silencio absoluto, los pájaros también había detenido su canto.
Cuando mis dedos rozaron la cara de mi padre, ésta comenzó a agrietarse, pero no sólo él, los demás, mi madre, los bolcheviques, toda la sala, todo el mundo, todo el planeta, todo se convertía en arena y se descomponía. La cabeza de Taylor se separó de su cuerpo, cayó y se desintegro en polvo y arena al impactar con el suelo. Mi padre también colapsaba. Miré mi mano: la arena que conformaba el rostro de mi padre era arrastrada por el viento.
Las estatuas, o lo que quedaba de ellas, fueron empujadas al suelo, y disueltas en arena como le había pasado a la cabeza de Taylor. Era Verónica quien las había destruido. Estaba rígida frente a mí, satisfecha por su obra. “La última bolchevique” me miraba divertida, disfrutaba en mi desgracia.
Creo que desperté. Ya no era Verónica quien me miraba, era una mujer semita, con un hiyab. Pero no me miraba. Era ciega. Solo estaba allí, delante de mí.
Esa noche soñé. Un sueño que me impactó tanto, que no he sido capaz de olvidarlo:
Era un sueño en blanco y negro, como en las antiguas películas. Yo estaba rodeada de bruma, tenía mucho frío. De lejos se oían disparos, explosiones. Me alejé corriendo. Creo que una ráfaga de ametralladora estuvo a punto de alcanzarme. Por si acaso me tiré al suelo. El bebé de Bruno yacía frente a mí. No se movía, no lloraba, estaba muerto. Traté de gritar pero no podía, me incorporé aterrada y corrí lejos de allí.
Estaba entonces en la sala de plenos del Comité Central. Estaba muy iluminada y se escuchaban pájaros cantando. Ante mi estaba la Ejecutiva Nacional, pero parecían de piedra. ¡Espera! Eran Orestes, Taylor, Marian, Luisma, Cayo... Y mis padres. ¡También estaban mis padres! como si fueran dos de ellos. Quien faltaba era Verónica. Todos eran estatuas, o eso es lo que parecían, pero lloraban. ¡Aquellas estatuas lloraban! Me acerqué para tocar a mi padre. Quería comprobar que era piedra, y, de lo contrario, acariciarle. Al intentarlo escuché a mis espaldas numerosas carcajadas. Me giré: todo el hemiciclo rebosaba de vida. Cientos de hombres y mujeres, bolcheviques creo, se reían de mí.
-¡No fue culpa mía! - les grité, pero sus carcajadas eran más y más exageradas.
-¡No fue culpa mía! - insistí sin conseguir otra cosa que más risas desternillantes.
Ignoré a aquellos fantasmas, pues eso es lo que eran y me volví de nuevo hacia la ejecutiva: Volví a intentar tocar a mi padre. Las risas cesaron bruscamente. Se hizo un silencio absoluto, los pájaros también había detenido su canto.
Cuando mis dedos rozaron la cara de mi padre, ésta comenzó a agrietarse, pero no sólo él, los demás, mi madre, los bolcheviques, toda la sala, todo el mundo, todo el planeta, todo se convertía en arena y se descomponía. La cabeza de Taylor se separó de su cuerpo, cayó y se desintegro en polvo y arena al impactar con el suelo. Mi padre también colapsaba. Miré mi mano: la arena que conformaba el rostro de mi padre era arrastrada por el viento.
Las estatuas, o lo que quedaba de ellas, fueron empujadas al suelo, y disueltas en arena como le había pasado a la cabeza de Taylor. Era Verónica quien las había destruido. Estaba rígida frente a mí, satisfecha por su obra. “La última bolchevique” me miraba divertida, disfrutaba en mi desgracia.
Creo que desperté. Ya no era Verónica quien me miraba, era una mujer semita, con un hiyab. Pero no me miraba. Era ciega. Solo estaba allí, delante de mí.
Grité. Ahora sí podía hacerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario