No hace falta que os diga que cuando Pablo me vio vestida con el uniforme de la doncella, no pudo contenerse: Se “tronchó” a mi costa todo lo que pudo y más… y la verdad es que no era para menos. Más que doncella, parecía una furcia. De todas formas, fue un tanto cruel, se notaba que aún estaba resentido por la discusión con Roger. “Porno-chacha” y otros originales apodos salieron de su bocaza. Eso sí, con todo el descaro del mundo, Pablo no dejaba ni un momento de mirarme el escote. El uniforme de doncella lo realzaba como si llevará un wonderbra.
Pero solo las tetas agradecían aquellos trapos. Vestida así me sentía muy mal, me sentía ridícula, gorda... Con mis chichas apretujadas por el disfraz, mi barriga ajustada, la evidencia de que había perdido la juventud y la figura... Toda la situación me acomplejaba y me avergonzaba y eso me paralizaba. Me quedé indefensa y vulnerable, y no solo ante las bromas crueles del muchacho.
Fue Helena la que acudió a mi rescate.
Con mucha dulzura apoyó sus dedos sobre mi rostro y repasó mis facciones. Aún recuerdo aquellas caricias que me cosquilleaban y me sumergían en un relajado trance.
- Sabía que eras atractiva - me susurró al oído-. Lo sabía por tu olor, por tu voz, por cómo reaccionan los hombres al verte... Pero ahora sé cómo eres... Y eres realmente preciosa.
Una vez más, enrojecí ruborizada al escuchar las palabras de Helena. Quise agradecerle su apoyo, decirle que yo pensaba lo mismo de ella. Pero no tenía palabras. Ella me dedicó una amplia sonrisa de pícara y me regaló una última caricia. Creo no exagero, si ahora, tras el paso del tiempo, os digo que fue en ese preciso instante cuando Helena me derrotó completamente. Si mis complejos de treintañera, con la ayuda de Pablo, me habían dejado tocada –como os dije más arriba, indefensa y vulnerable-, ahora Helena me dejaba K.O., rendida a sus encantos, a su amabilidad, a su ayuda...
Pablo se quedó tan sorprendido como yo. Se quedó boquiabierto al vernos. Probablemente no comprendía realmente lo que había pasado entre nosotras, pero tenía suficiente material visual e imaginación como para nutrir con toneladas de ideas sus futuras fantasías.
-¡Exiliada!
Fue Víctor el que rompió aquel instante. Me despertó bruscamente del sueño al que me había trasladado Helena, devolviéndome a la maldita realidad. El anciano tenía el gesto serio y los puños apretados y me recordó que teníamos por delante una tarea muy peligrosa. Que no era momento para juegos y bromas. Le noté preocupado, pero tampoco soltaba prenda de lo que le pasaba por la cabeza.
Cuando salimos ya por fin de la Casa del Pueblo para ir a la mansión, Víctor me deseó suerte, tendiéndome la mano derecha para estrecharla, mientras que no perdía de vista a la ciega. Subimos al coche. Pablo al volante y yo de copiloto. Helena se acomodó, como una diva ataviada con sus mejores galas, en los asientos posteriores. Siempre con su inseparable bastón. Y así, dejamos atrás a Víctor en compañía de Roger.
La mansión de los Goteflor estaba guarnecida con poderosas murallas de ladrillo rojo, coronadas con alambrada. La puerta principal la custodiaba un cuerpo de seguridad privada, casi todos con pelo rapado y uniformados con trajes paramilitares que me recordaban a mis amigos del hospital de Cáledon. No obstante, lo más probable es que se trataran de fascistas a sueldo de los terratenientes.
Nos identificamos sin problemas con una invitación a nombre de Helena: Helena Wash, representante de la Organización Republicana de Ciegos, y acompañante. ¡Y acompañante! ¡Pablo! Yo, como doncella, no era más que un objeto animado. Ya dentro del recinto continuamos con el coche atravesando un hermoso jardín, con árboles, flores, fuentes y estatuas. Al final estaba la mansión propiamente dicha: construida durante la monarquía combinaba un estilo post-contemporáneo con la simetría sosa y acartonada de la época preconstitucional. Tanto dinero y tan mal gusto, pensé.
Un mayordomo ayudó a Helena a bajar del coche, otro se ofreció a llevar el vehículo al aparcamiento. Ambos vestían con casacas azules y pelucas blancas como las del siglo XVIII. Yo saqué dos maletas del maletero y seguí a cierta distancia a Helena y a Pablo que iban cogidos del brazo.
Entramos en la mansión. El recibidor era enorme, decorado con cuadros con retratos a cuerpo entero de los antiguos marqueses de Vega Ancha: militares bigotudos saturados de medallas, cazadores orgullosos de sus piezas y ricachonas repeinadas y repletas de joyas. Me causaron una impresión entre fantasmagórica y casposa. Del techo colgaba una gigantesca araña que amenazaba con caer sobre otro pequeño mayordomo, también con casaca y peluca. Pablo, siempre preparado para soltar alguna estupidez, me susurró que si aquel era un baile de disfraces, sólo yo venía vestida adecuadamente. ¡Sería cretino! ¡No le perdonaría todo aquello!
El pequeño mayordomo confirmó una vez más nuestra invitación e indicó a Helena y a Pablo que pasaran al salón central. A mí me señaló otra salita donde debía aguardar durante toda la velada con las otras doncellas de las invitadas. Pude echar una ojeada rápida al salón a donde iban mis compañeros: de allí venía música clásica, piano y violín, y distinguí camareros también con casaca y peluca que sostenían bandejas con bebidas. También pude ver a mujerzuelas peripuestas que querían pasar por distinguidas damas, que charlaban animadas con supuestos caballeros, todos engominados. Allí dentro entraron Helena y Pablo siempre agarrados del brazo, aunque la ciega no dejaba de emplear su bastón para palpar su camino, como si la guía de Pablo no fuera suficiente.
Yo fui a mi sitio como doncella: entré en la sala que me indicaba el mayordomo. Parecía una desangelada cocina, pero sin electrodomésticos. Sólo paredes con azulejos blancos y más chicas del servicio domestico que sillas. Una negrita muy jovencita y delgadita me indicó otra sala donde había taquillas para el equipaje de las invitadas.
Pero solo las tetas agradecían aquellos trapos. Vestida así me sentía muy mal, me sentía ridícula, gorda... Con mis chichas apretujadas por el disfraz, mi barriga ajustada, la evidencia de que había perdido la juventud y la figura... Toda la situación me acomplejaba y me avergonzaba y eso me paralizaba. Me quedé indefensa y vulnerable, y no solo ante las bromas crueles del muchacho.
Fue Helena la que acudió a mi rescate.
Con mucha dulzura apoyó sus dedos sobre mi rostro y repasó mis facciones. Aún recuerdo aquellas caricias que me cosquilleaban y me sumergían en un relajado trance.
- Sabía que eras atractiva - me susurró al oído-. Lo sabía por tu olor, por tu voz, por cómo reaccionan los hombres al verte... Pero ahora sé cómo eres... Y eres realmente preciosa.
Una vez más, enrojecí ruborizada al escuchar las palabras de Helena. Quise agradecerle su apoyo, decirle que yo pensaba lo mismo de ella. Pero no tenía palabras. Ella me dedicó una amplia sonrisa de pícara y me regaló una última caricia. Creo no exagero, si ahora, tras el paso del tiempo, os digo que fue en ese preciso instante cuando Helena me derrotó completamente. Si mis complejos de treintañera, con la ayuda de Pablo, me habían dejado tocada –como os dije más arriba, indefensa y vulnerable-, ahora Helena me dejaba K.O., rendida a sus encantos, a su amabilidad, a su ayuda...
Pablo se quedó tan sorprendido como yo. Se quedó boquiabierto al vernos. Probablemente no comprendía realmente lo que había pasado entre nosotras, pero tenía suficiente material visual e imaginación como para nutrir con toneladas de ideas sus futuras fantasías.
-¡Exiliada!
Fue Víctor el que rompió aquel instante. Me despertó bruscamente del sueño al que me había trasladado Helena, devolviéndome a la maldita realidad. El anciano tenía el gesto serio y los puños apretados y me recordó que teníamos por delante una tarea muy peligrosa. Que no era momento para juegos y bromas. Le noté preocupado, pero tampoco soltaba prenda de lo que le pasaba por la cabeza.
Cuando salimos ya por fin de la Casa del Pueblo para ir a la mansión, Víctor me deseó suerte, tendiéndome la mano derecha para estrecharla, mientras que no perdía de vista a la ciega. Subimos al coche. Pablo al volante y yo de copiloto. Helena se acomodó, como una diva ataviada con sus mejores galas, en los asientos posteriores. Siempre con su inseparable bastón. Y así, dejamos atrás a Víctor en compañía de Roger.
La mansión de los Goteflor estaba guarnecida con poderosas murallas de ladrillo rojo, coronadas con alambrada. La puerta principal la custodiaba un cuerpo de seguridad privada, casi todos con pelo rapado y uniformados con trajes paramilitares que me recordaban a mis amigos del hospital de Cáledon. No obstante, lo más probable es que se trataran de fascistas a sueldo de los terratenientes.
Nos identificamos sin problemas con una invitación a nombre de Helena: Helena Wash, representante de la Organización Republicana de Ciegos, y acompañante. ¡Y acompañante! ¡Pablo! Yo, como doncella, no era más que un objeto animado. Ya dentro del recinto continuamos con el coche atravesando un hermoso jardín, con árboles, flores, fuentes y estatuas. Al final estaba la mansión propiamente dicha: construida durante la monarquía combinaba un estilo post-contemporáneo con la simetría sosa y acartonada de la época preconstitucional. Tanto dinero y tan mal gusto, pensé.
Un mayordomo ayudó a Helena a bajar del coche, otro se ofreció a llevar el vehículo al aparcamiento. Ambos vestían con casacas azules y pelucas blancas como las del siglo XVIII. Yo saqué dos maletas del maletero y seguí a cierta distancia a Helena y a Pablo que iban cogidos del brazo.
Entramos en la mansión. El recibidor era enorme, decorado con cuadros con retratos a cuerpo entero de los antiguos marqueses de Vega Ancha: militares bigotudos saturados de medallas, cazadores orgullosos de sus piezas y ricachonas repeinadas y repletas de joyas. Me causaron una impresión entre fantasmagórica y casposa. Del techo colgaba una gigantesca araña que amenazaba con caer sobre otro pequeño mayordomo, también con casaca y peluca. Pablo, siempre preparado para soltar alguna estupidez, me susurró que si aquel era un baile de disfraces, sólo yo venía vestida adecuadamente. ¡Sería cretino! ¡No le perdonaría todo aquello!
El pequeño mayordomo confirmó una vez más nuestra invitación e indicó a Helena y a Pablo que pasaran al salón central. A mí me señaló otra salita donde debía aguardar durante toda la velada con las otras doncellas de las invitadas. Pude echar una ojeada rápida al salón a donde iban mis compañeros: de allí venía música clásica, piano y violín, y distinguí camareros también con casaca y peluca que sostenían bandejas con bebidas. También pude ver a mujerzuelas peripuestas que querían pasar por distinguidas damas, que charlaban animadas con supuestos caballeros, todos engominados. Allí dentro entraron Helena y Pablo siempre agarrados del brazo, aunque la ciega no dejaba de emplear su bastón para palpar su camino, como si la guía de Pablo no fuera suficiente.
Yo fui a mi sitio como doncella: entré en la sala que me indicaba el mayordomo. Parecía una desangelada cocina, pero sin electrodomésticos. Sólo paredes con azulejos blancos y más chicas del servicio domestico que sillas. Una negrita muy jovencita y delgadita me indicó otra sala donde había taquillas para el equipaje de las invitadas.
Y allí esperé.
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