Llegamos cuando anochecía. Entramos en la ciudad con mucha cautela. Cuando revelé a mis compañeros que procedía de un suburbio de New Haven, Pablo se irritó preocupado. Tenía razón al llamarme loca e insensata. Bien pensado, había sido una insensatez volver a New Haven. De todos los posibles lugares de la República, era el último al que tenía que haber venido. Si sabían quién era yo, conocían mi historia, mi familia, los lugares en los que había vivido… era lógico pensar que las BAB estarían allí, esperándome, dispuestas a tenderme una trampa. De la que entrabamos en la ciudad, me imaginaba soldados en cada esquina, agazapados, esperando, y pensaba en el oficial BAB al mando, sorprendido y congratulado por mi insensatez.
- Quizás esa sorpresa es nuestra ventaja - me dijo Víctor para tranquilizarme.
- Quizás no se esperan que seamos tan estúpidos como para viajar a tu ciudad natal - añadió con cinismo Pablo.
Pero todas las cautelas del mundo ya no podían evitar el hecho de que allí estábamos, en New Haven.
- ¿Dónde podemos encontrar a un prófugo bolchevique en una ciudad como New Haven? - se preguntaba Pablo que, poco a poco, había recuperado algo de su anterior ánimo.
- Seguramente no en la ciudad, sino en los pueblos de los alrededores, mezclado con los jornaleros. - le respondí desde la parte de atrás de la furgoneta.
- New Haven sufrió mucho la guerra civil - me informó Víctor - Queda poco de la ciudad que conociste. Fue bombardeada e incendiada tres veces. Actualmente vuelve a florecer, pero lentamente y envuelta en conflictos racistas instigados por el gobierno. Seguro que en tu infancia no había bandas fascistas sueltas por las calles de New Haven.
¡Bandas fascistas! Habíamos ido a la guerra para evitar que esos asesinos nos impusieran su ley en la calle y ahora campan a sus anchas en mi ciudad natal. Por un momento me hirvió la sangre imaginándome a los cabeza-rapadas actuando con impunidad, agrediendo a emigrantes y jóvenes. New Haven era la ciudad de los señoritos y funcionarios mientras que los jornaleros vivían en los barrios dormitorios y pequeños pueblos agrícolas construidos en los alrededores de la urbe. Pero durante mi adolescencia, aunque los hijos de los señoritos siempre habían simpatizado abiertamente con los fascistas, no se atrevían entonces a desfilar por las calles. Como mucho contrataban algunos pistoleros y lúmpenes venidos de fuera.
- ¡Magnifico! - protestó Pablo - ¡fascistas! Y luego está el pequeño detalle de que las BAB saben que eras de aquí... Todo esto me suena a trampa.
- Cierto - dijo Víctor - Tendremos que extremar las precauciones. Pero lo primero es lo primero: tenemos que encontrar un sitio donde dormir. Mañana buscaremos a tu amigo Orestes, muchacha.
Siguiendo mis indicaciones, Pablo llevó la furgoneta hacia una zona industrial que conocía en las afueras de New Haven.
El lugar parecía abandonado, con la mayoría de las naves industriales cerradas desde hacía mucho tiempo, salvo por las prostitutas que hacían allí la calle. Era una visión dantesca que me indignó sobremanera: Una legión de mujeres, muchas niñas de catorce o quince años, otras ya maduras, quizás de más de cuarenta años, sino más jóvenes, pero deterioradas por la mala vida. Todas eran negras o semitas, no había ninguna blanquita. Allí esperaban en grupos a los clientes, cerdos machistas dispuestos a pagar por un pedazo de carne. Improvisadas hogueras calentaban aquellos cuerpos semidesnudos y violentados. De cuando en cuando se paraba algún coche y una o dos de ellas subían al auto. Sus miradas eran oscuras como la noche. Eran carnaza humana, mercancías. Representaban todo aquello por lo que yo había prometido luchar.
Nos alejamos de allí sin abandonar el polígono. Alcanzamos una chatarrería llena de restos de automóviles y camiones. Un recoveco resguardado nos pareció un buen sitio para parar y pasar la noche. "Siempre que el chatarrero no llame a sus amigos para desguazar la furgoneta", advirtió Pablo.
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