El monje Andrés condujo a la monja Helena a través de las cavernas sin otra ayuda que la antorcha que portaba. Sin embargo, se orientaba con soltura a pesar de los ramales y recovecos que daban forma a un nudo de cavernas y túneles. Conocía el lugar y sabía hacia donde iban.
Caminaban deprisa. Más bien era Andrés el que arrastraba a Helena tirando de su mano. La joven monja a duras penas podía seguir el ritmo del grandullón. Andrés estaba seguro de que nadie les seguía, pero no parecía dispuesto a detener la caminata ni para descansar. Siempre existía la posibilidad de que algún bárbaro, durante el saqueo del monasterio, encontrara la salida a las cavernas.
Helena estaba atemorizada. ¡Todo había sido tan rápido! Sus nervios estaban a flor de piel y la oscuridad de la cueva, con sus sonidos misteriosos, no ayudaban a tranquilizarla. Al principio la joven monja trató de romper el silencio tan incómodo de la marcha con algún comentario trivial sobre la cueva: su oscuridad, humedad o longitud... También confiaba en que la conversación relajaría la marcha para ella frenética y agotadora. Pero el monje la ignoraba. Peor; al tercer comentario sí hubo una respuesta: un bufido que convenció a la joven de que guardara silencio.
De todas formas, pronto, el cansancio provocado por el ritmo de la caminata hubiera anulado la necesidad de Helena de escuchar voces humanas. Su mente ya sólo atendía a seguir paso a paso sin desfallecer, mientras que su corazón protestaba por un esfuerzo físico al que no estaba acostumbrado. Así, finalmente la joven monja no pudo más y se calló al suelo. Solo entonces, y muy a su pesar, Andrés detuvo la marcha. Ayudó a la chica a que se incorporara y le ofreció vino aguado de una bota de cuero. La monja sorbió un poco, pero no sabía beber de la bota y se marchó el cuello y la túnica. El monje no pudo evitar reírse. Avergonzada, Helena trató de retomar la marcha, pero su tobillo derecho se lo impedía. Le dolía, y mucho. Debía de habérselo torcido en la caída.
- Entonces no podemos parar -rugió Andrés-. Si el tobillo se enfría ni siquiera los dioses podrán moverte.
A la monja le sorprendió esa referencia a los dioses viniendo de un monje, pero recordó que la abadesa le había explicado que antes había sido guerrero.
- Vamos niña. Apóyate en mi cuerpo para intentar no sobrecargar la pierna buena.
Helena lo intentaba pero le dolía mucho. Avanzaban pasito a pasito. Nada que ver con el ritmo seguido hasta entonces. Andrés parecía molesto por este contratiempo, pero sobre todo miraba nervioso a su alrededor como si buscara algo.
En un desnivel del suelo Helena estuvo a punto de perder el equilibrio. Logró evitarlo agarrándose a la pared, pero era algo raro. No era tierra, estaba frío, parecía metal. Se asustó y gritó. Andrés giró la antorcha hacia la pared e iluminó una estatua de bronce de Mitra sacrificando a un toro.
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