"Estúpidos!", pensó enojado el Duque. Quería pasar desapercibido, no llamar la atención para así poder actuar con más libertad. ¡Pero esos malditos provincianos organizaban un recibimiento oficial! Había atracado de madrugada precisamente para evitar la pompa y los curiosos. Y, sin embargo, pese a la hora que era, toda la ciudad sabía de su llegada. Las inmediaciones del muelle estaban cercadas por una legión de ojos chismosos dispuestos a destripar con la mirada a los importantes extranjeros recién llegados.
La dársena donde atracaron estaba atestada. Esperaban al duque Argento las principales personalidades de la ciudad. Estaban presentes cuatro obesos magistrados escoltados por sus esclavos domésticos y algún que otro guardaespaldas. Eran los representantes del gobierno civil del municipio, así como de los aristócratas que aún vivían en Barcino. También estaban cinco sacerdotes cristianos, uno de ellos, también rechoncho como los magistrados, vestía con los hábitos de un obispo. Un hecho nada simbólico llamó la atención de Argento: El máximo representante de Cristo en la ciudad, el obispo, se peleaba con uno de los magistrados, el máximo representante del emperador, disputando la primera línea en el recibimiento. Querían demostrar quién tenía la supremacía en el gobiernos de la ciudad. "¡Estúpidos!", volvió a pensar el Duque porque además, en un discreto segundo plano estaba el comandante de la guarnición. Era un individuo que, para ser soldado, desagradó a Argento por su flacidez y aparente falta de nervio militar. Argento se encogió de hombros, para sus adentros pensó que precisamente todo lo que estaba viendo reflejaba los grandes vicios que poco a poco hundían la República.
Por último, algo más apartados esperaban las dos figuras para el Duque eran más importantes: el comandante local de las tropas bárbaras federadas, un godo llamado Sigerico y el agente imperial Antíoco, experto espía y sicario. Con ellos dos sí quería verse y no con todos los demás.
Tuvo no obstante que seguir el protocolo, vestir su incomoda armadura de bronce de gala y el casco ceremonial con cresta de plumas, bajar del barco haciendo sonar ruidosas trompetas, saludar a los burócratas y pasar revista de los vigilantes de la ciudad que formaban expresamente para recibirle.
- El gobernador Félix y el obispo metropolitano no han podido venir desde Tarraco - trataba de disculparse uno de los magistrados-. No le esperábamos. ¡Todo ha sido tan precipitado!
Pero al Duque le traía sin cuidado lo que hiciera ese gobernador y el metropolitano. Lo que quería con urgencia era deshacerse de toda esa gente, ponerse cómodo y hablar urgentemente con Sigerico y Antíoco.
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