La abadesa estaba profundamente preocupada. La visita del soldado palatino era inesperada, aunque bien pensado, siempre había temido que podía pasar algo así.
Por suerte para el monasterio, ella de joven había visitado Constantinopla y allí pudo contemplar por un instante a los majestuosos Candidatos de la Escuela Palatina escoltando al aún más majestuoso emperador. Fue en el hipódromo. Siempre lo recordaría: Su padre, honorable y rico patricio, acudió a la corte para resolver unos negocios familiares. Tuvieron la oportunidad de acudir al magnifico hipódromo de la ciudad para presenciar una de sus famosas carreras de cuadrigas. Antes de comenzar la carrera, cuando ya todo el mundo estaba en sus asientos, la futura abadesa pudo ver a varios Candidatos que abrían paso al mismísimo Emperador para que pudiera ver la carrera desde el palco especial del hipódromo reservado a su figura.
Como primero vio a los Candidatos, recordaba sus lujosas túnicas blancas, brillantes al reflejar la luz poderosa del sol. No obstante, rápidamente fueron eclipsados por el augusto púrpura del Emperador que centró las miradas entusiasmadas de la joven. Por aquel entonces el Emperador también era joven y aunque en la distancia ella apenas podía distinguir sus rasgos, se lo imaginó atlético, de cabellos dorados y ojos azules, un hermoso Alejandro Magno en comunión con los dioses dispuesto a salvar el Orbe.
Ahora todo eso no importaba. La presencia del Candidato era un grave peligro. Tenía que actuar. Quiso rezar a la Virgen una plegaria, pero ahora no tenía tiempo. Lo haría después. Incumpliendo las normas del monasterio, se cubrió con un manto oscuro y salió a la intemperie, lloviendo como estaba, en busca del abad del monasterio de hombres.
***
El soldado tardó en encontrar un lugar donde poder refugiarse de la lluvia y descansar. No quería entrar en la ciudad -bajo su punto de vista, pueblo- más cercana al monasterio, así que la evitó. Al menos dejó atrás los caminos de barro y sus pies degustaron un poco de civilización: La Vía Augusta unía la pequeña localidad con la capital de la provincia. Sólo tenía que seguirla hasta dar con una taberna.
Así fue. Era un lugar de poca monta, más frecuentado por prostitutas y campesinos borrachos que por honrados ciudadanos. No importaba. Allí no llamaría tanto la atención. Podía haber pedido un lugar donde dormir, pero ya sentado en la barra prefirió pedir vino. La provincia era famosa por su vino. No le quedaba dinero, pero ya pensaría por la mañana en una manera para poder pagar el caldo. Lo importante era saciar la sed que su encuentro con la abadesa había alimentado.
Varios tragos después se dio más o menos cuenta de que alguien se había sentado a su lado bebiendo vino como él. Lo reconocía. Era el hombre pequeño y de rasgos afilados que le había estado siguiendo y atacando durante todo ese horrible mes que había durado su viaje. Vestía una túnica negra con capucha que normalmente le cubría la cabeza. No en esta ocasión.
- Tribuno Flavio Gregorio - le susurró.
- Maldito Antíoco, ¡qué osado! ¿Qué puede impedirme matarte de una vez?
- Vamos, Gregorio. Primero que estás completamente borracho. Segundo, que en el tiempo en que tu desenvainas tu espada, yo te podría clavar una de mis cuchillas impregnadas en veneno. Además, con todo lo que hemos pasado juntos, ¿por qué no beber y brindar por nuestra amistad?
- No somos amigos.
El soldado, Flavio Gregorio, trató de incorporarse de su taburete, pero reconoció que estaba muy borracho y que no tendría ninguna posibilidad de derrotar a Antíoco en combate. Su contrincante se percató del intento y sonrió ante el fracaso.
- Tú ganas, Antioco. ¿Qué quieres?
- Deberías de ser más disimulado, Gregorio. Tu escudo te delata a varias millas. Ningún dios puede protegerte en tales circunstancias.
- ¿Protegerme de tí? Asesinaste a mis hombres y esclavos. Me robaste el caballo y el dinero.
- No tuve nada que ver en el robo, te lo aseguro. Tu borrachera casi permanente fue la responsable, pero escúchame amigo: El Magistrado Militar ha enviado al duque Flavio Argento para detenerte y acabar con este estúpido viaje.
- ¿Flavio Argento?
Gregorio tembló, y no era efecto del alcohol. Conocía al duque Argento. Era un bravo soldado de ascendencia bárbara que se había ganado la fama luchando en la frontera. Disciplinado y sin escrúpulos, era un temible adversario.
- ¿Por qué me dices esto, Antíoco?
- Debo pensar en el pan de mis hijos, Gregorio.
- Tú no tienes hijos... al menos legítimos.
- Es verdad -Antíoco esbozó una amplísima y cínica sonrisa- Pero si el Duque te da caza... tendría que buscarme un nuevo trabajo. ¿Me entiendes? A mi me interesa más que estés vivo y que podamos seguir jugando al gato y al ratón.
Gregorio estuvo a punto de cerrar los ojos. No sabía si era el cansancio y el alcohol, o que Antíoco hubiera puesto algún veneno en su bebida.
- Cuídate, amigo. Tienes poco tiempo. El Duque atracará esta misma noche en Barcino. Quizás ya lo haya hecho.
Antíoco se levantó de su taburete y se despidió del tabernero arrojando sobre la barra un sólido de oro. Los ojos del tabernero soltaron chíspas. Era muy probable que nunca en su vida le hubieran pagado con una moneda tan valiosa. De hecho, para algunos tradicionalistas, utilizar esa moneda en una taberna de tan poca reputación podía considerarse un insulto al Emperador.
- Trata bien a mi amigo - le dijo Antíoco refiriéndose al soldado -. Dale un buen lugar donde dormir y que una de tus furcias le limpie y le afeite. Tiene que estar presentable para lo que está por venir.
- Sí, señor - afirmó el tabernero casi postrándose ante la generosidad del pequeño viajero.
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