Las monjas del monasterio tampoco olvidarían aquel terrible día. Muchas llegaron a pensar que Cristo les había abandonado y se resignaron a morir pasto de las llamas. Fueron los monjes los que corrieron a salvarlas. Juntos huyeron a la ciudad y esperaron la llegada de los federados. Tropas bárbaras, feroces y sanguinarias.
Lo que se encontraron a su regreso era terrible: el monasterio casi destruido, pero también una hilera de campesinos colgados, desnudos y azotados hasta la muerte como castigo por sus actos. Aunque los campesinos merecían un castigo por profanar el monasterio, la brutalidad de los federados no dejó de turbar a la mayoría de las monjas.
No lo entendían. Tanto odio. Tanto resentimiento.
La abadesa les contaba que en el Oriente las monjas eran respetadas e incluso reverenciadas por su virginidad y castidad, por estar consagradas a Cristo. Pero en estas tierras casi bárbaras de Occidente eran despreciadas como si fueran rameras.
Eso no era exacto del todo. El odio que sentían los campesinos casi no existía en la ciudad. De hecho, una buena parte de las monjas eran hijas de prestigiosos ciudadanos que destinaban a una de sus hijas al monacato para así demostrar piedad y, de paso, aumentar su popularidad. La otra parte eran normalmente huérfanas o niñas abandonadas.
Al menos en el monasterio tenían techo y comida y recibían una educación: Sabían leer y escribir latín y griego y hacer cuentas y estudiaban la Biblia... Ya era mucho más que los ignorantes campesinos, paganos, que, según la abadesa, sin cultura eran victimas de Satanás a través de la magia, la superstición y los falsos dioses.
Por eso, seguía explicando la abadesa, el monje que provocó la revuelta y el posterior incendio, era un santo mártir que sólo buscaba salvar las almas de esas criaturas inferiores mostrandoles la palabra de Dios. Los federados no se excedieron: ejecutaban la voluntad divina. Había que dar un escarmiento a los que se atrevían a insultar a los siervos de Cristo.
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