El barco del duque Flavio Argento atracó en el puerto de Barcino de madrugada. Quería evitar llamar la atención en la medida de lo posible. Barcino era una ciudad muy pequeña, de no más de seis o siete mil habitantes y la llegada de un barco como el del Duque iba a causar un gran impacto. Por eso esperaron a una hora más prudente para tomar tierra.
Flavio Argento era un hombre de mediana edad. Toda su vida la habia dedicado a la guerra. Se tenía en alta estima: honorable, disciplinado. Era un buen militar.
Su padre, también soldado, había sido un bárbaro que, como tantos otros, había dado su vida por el oro y la gloria imperial. Brilló en la batalla y ascendió, pero cometió el error de abrazar una herejía que en ese momento era bien vista en la corte imperial. Cuando cambió la dirección del viento y la fe ortodoxa recuperó su posición, el padre de Argento perdió su posición y terminó sus días a manos de otro bárbaro en la frontera.
Pero parece que el éxito militar corría por las venas de su linaje y su hijo también brilló en la batalla. Hasta el punto de que Flavio Argento conquistó ascenso tras ascenso, merecidos todos, hasta el rango de duque del ejército.
La actual misión le desagradaba. ¡Cazar brujas! No se lo podía creer. Pero las ordenes del Magistrado Militar eran muy claras, y el Magistrado Militar era su superior. Tenía que cumplir órdenes.
¿No era más útil en la frontera? ¿Qué hacía allí? La política le aburría y la religión... la experiencia de su padre le hacía ser prudente con respecto a sus creencias. Tenía que salvar las apariencias y obedecer los sacramentos cristianos, pero en su alma rendía culto a los dioses de sus soldados, los cultos de los campamentos militares.
Brujas... ¿y qué si son brujas? El Orbe está lleno de brujas, magos, alquimistas y espiritus, pensaba el Duque. En todo caso era un problema local que debía resolver un obispo o un gobernador y no él.
Sin embargo, el Emperador de Oriente, tío del Emperador de Occidente, había enviado a uno de sus mejores guardaespaldas para localizar y llevarse a Constantinopla a las dos brujas. El Magistrado Militar occidental ignoraba el motivo de una misión tan extraña, pero sí había recibido instrucciones de la Emperatriz de Oriente, de su hijo el César y del patriarca de Constantinopla para poner fin a semejante locura. Costara lo que costara.
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