El soldado aporreó una y otra vez la puerta. Las monjas encargadas mo sabían que hacer. Abrieron la mirilla y fueron las que dieron una primera descripción aunque no le vieron el escudo y no comprendieron el significado de la túnica blanca. Lo que si trasladaron fue su embriaguez, su hedor y su aspecto fiero.
Tenían orden de, a partir del anochecer no abrir a nadie y así se lo explicaron al soldado, pero, en palabras de las monjas, no entraba en razones y amenazaba con tirar la puerta.
Acudió por fin la abadesa. Sin abrir la puerta trató de comunicarse con el hombre a través de la mirilla.
- Abre la puerta monja - le gritó el soldado completamente borracho en un mal latín con un marcado acento griego.
- Es de noche señor. Las normas del monasterio impiden...
- ¡Me importan una mierda tus reglas! Abre la puerta, vieja. Te lo ordeno!
- Tú no eres nadie para darme órdenes, borracho! Estás en un lugar sagrado, bendecido por la Virgen.
El soldado enojado se llevó las manos a la espada con la intención de desenfundarla, pero con el movimiento dejó ver con más claridad la túnica bajo la cota de mallas. Fue precisamente con ese gesto con el que la abadesa se percató del rango del soldado. ¿Qué hacía ese hombre en el monasterio?
Sin embargo, pese al manifiesto asombro de la monja, algo debió de convencer al soldado de que, sólo con amenazas, no lograría la colaboración de la anciana. Quizás fuera un rallo de sobriedad que logró atravesar los vapores etílicos que le cubrían. Quizás, la actitud firme de la monja. Probablemente, el cansancio de tan largo y desmoralizante viaje.
- Déjeme pasar, se lo ruego, madre. Estoy en una misión especial. Tengo credenciales. Déjeme pasar y se las mostraré.
Así fue que el soldado, luchando contra su propia soberbia, cambió de táctica para tratar de entrar en el monasterio. La abadesa, impresionada por el rango del visitante dudó por un instante sobre qué hacer, pero entonces trató de aprovecharse de la repentina amabilidad del soldado para al menos ganar tiempo.
- Debe entender, buen señor, que no nos negamos a que entre, pero es tarde y las normas del monasterio son estrictas. Si le place mañana a primera hora podríamos entrevistarnos en el monasterio de hombres, al otro lado de la colina. Así usted también podrá estar descansado y aseado tras un largo viaje.
La abadesa notó que al soldado le molestó su refencia sobre su aseo personal. Sus ojos enrojecieron y su gesto se avinagró aún más.
Pero el ofrecimiento de la anciana era razonable y hubiera sido escandaloso ante las autoridades civiles y religiosas de la zona, que el soldado hubiese insistido en abordar el monasterio esa misma noche y en su actual estado. Aunque sólo rendía cuentas ante el emperador y ante Cristo, el soldado, acostumbrado a causar temor con sólo su presencia, ya se había percatado a lo largo del viaje de que su rango no lo era todo tan lejos de su tierra.
Sí, necesitaba descansar. Al día siguiente estaría en mejores condiciones físicas y mentales. Ya se las vería la con esa vieja bruja, pensó. Asintió con la cabeza, se despidió de la abadesa con un lacónico "buenas noches" y partió en busca de un lugar donde dormir. Para su desgracia casi inmediatamente se puso a llover. Enojado, maldijo a los dioses y añoró los buenos viejos tiempos en Constantinopla.
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