Gregorio volvió a la taberna de Vía Augusta tras su fracaso ante los monjes. No sospechaba que, en sentido opuesto, avanzaban los federados. Quería al menos tratar de recuperar el torque para evitar la vergüenza que supondría volver a casa sin él.
La taberna tenía bastante clientela. Era la hora del almuerzo y viajeros de poca monta y lugareños de escasa reputación degustaban gachas aguadas y vino también aguado.
Ya no estaba el chico, ahora estaba el viejo tabernero, que aunque solo había visto a Gregorio con suciedad y barba, le reconoció al instante. El soldado le amenazó llevándose la mano hacia la empuñadura de su espada y el tabernero trató de contenerle gesticulando con sus brazos. Un tumulto a esa hora podía ser catastrófico para el negocio.
- Ella no está. Mi hijo me ha contado y ella no está - insistía muy nervioso el tabernero.
Gregorio comprendió que le estaba mintiendo. Repaso con la mirada la taberna. Dos chicas hacían compañía a los clientes y otra más trabajaba de camarera. Pero el soldado no recordaba quien le había afeitado y aseado, posiblemente la ladrona.
Gregorio sin soltar la empuñadura de su espada repasó con la mirada el establecimiento. El tabernero sudaba. Los clientes ignoraban su presencia. Las tres chicas le miraban: Una chica con cara de luna era posiblemente la hija del tabernero por el parecido.
De las dos meretrices, ambas ligeras de ropa, una más voluptuosa, de cabello liso y moreno y piel rosada con ojos oscuros y muy profundos. La otra era más castaña y más delgada, tenía los ojos verdes y grandes y una cicatriz en la cara.
Se acercó a estas dos mujeres. Él no se acordaba pero ellas no tenían por qué saberlo. La castaña de la cicatriz hizo un movimiento que a Gregorio le pareció sospechoso. Se acercó a ella. Al soldado le parecía que la meretriz se ponía mas nerviosa. Se fijó en la cicatriz, parecía provocada por un cuchillo, quizás más propia de una ratera. Gregorio extendió la mano para tocar el pelo cobrizo de la chica. No tendría ni veinte años pero al soldado ya le parecía una vieja. Y entonces...
Entonces un taburete se estampó en la cabeza del soldado. La meretriz morena se había escabullido a su espalda y había aprovechado la oportunidad para golpear.
Gregorio cayó de rodillas sobre el suelo, vio su tocado de fieltro en el suelo manchado de sangre. Se palpó la cabeza y notó una herida. Se giró como pudo hacia su agresora y vio a la muchacha morena como mostraba el torque de oro mientras sonreía. Fue lo último que vio Gregorio antes de perder el conocimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario