Ya por fin, sin las rigideces del protocolo, lejos de las miradas de los aristócratas y sacerdotes provincianos, pudo el Duque entrevistarse con Sigerico y Antíoco. Les esperaba en un lujoso palacete situado dentro de los muros de la ciudad que los magistrados le cedieron. Pertenecía a una vieja familia acomodada de soldados veteranos. No tenía la suntuosidad de las residencias de Roma o Milán, pero era confortable. Para el Duque era más que suficiente, acostumbrado como estaba a los cuarteles. En la reunión también estaban presentes el joven tribuno Flavio Constante, su lugarteniente, así como su secretario particular, un eunuco griego, calvo y gordo, llamado Eudoxio.
Sigerico, pese a ser un godo, era de pelo moreno y no excesivamente alto. Barbudo y de rasgos angulosos. Llevaba muchos años en contacto con los romanos, pero aún hablaba muy mal el latín, con un marcado acento germano, y su cristianismo y el de sus tropas era hereje, arriano. De todas formas, el oro y las promesas mantenían por ahora su lealtad.
Flavio Constante era procedente de la costa de Dalmacia, de una vieja familia ilírica que decía estar entroncada con la del gran emperador Diocleciano. Contrastaba con todos los presentes por su refinado latín y su verdadera vocación ortodoxa. Eso al Duque no le importaba, Constante era capaz y leal, esas aptitudes sí que eran importante en un soldado. Le había prometido la mano de su única hija viva y la boda estaba fechada para celebrarse justo al finalizar la actual misión. Para el Duque era secundario, pero para su esposa sí era esencial que su niña se desposase con un genuino romano para que sus futuros nietos ya no llevaran el estigma de un origen bárbaro. Las aptitudes de Constante convencieron al Duque de que era un buen partido y su esposa se entusiasmo al conocer su linaje.
El Duque estaba disgustado por cómo había sido su llegada a Barcino y así se lo hizo saber a Antíoco.
- Antíoco, víbora venenosa, que desastre ha acontecido para que no siguieras mis instrucciones. Estaba toda la maldita ciudad esperándome para besarme el culo.
- Disculpe, Duque. Yo no tengo nada que ver en todo esto. Parece ser que unos pescadores vieron su barco dirigirse al puerto e informaron de su llegada. Ya sabe como son los provincianos, cualquier acontecimiento que se sale de lo normal se convierte en un circo.
- ¿Qué noticias me traes?
- El Candidato ya ha localizado el monasterio donde se refugia una de las brujas, pero aún no ha encontrado a su hermana. El monasterio está cerca de aquí, en el interior, más allá de la Vía Augusta, junto a otro monasterio de hombres. La mala noticia es que las monjas ya están avisadas.
- Torpe el Candidato.
- Conozco ese monasterio, Duque - intervino Sigerico en la conversación -. Hemos tenido que acudir en su auxilio en más de una ocasión. Los campesinos y colonos de los alrededores no les gusta su presencia. La última vez, poco faltó para que tuviéramos... monja a la parrilla.
Constante se mostró horripilado por ese comentario. Hizo el gesto de enfrentarse con el bárbaro. El Duque, que interpretó sus movimientos, le contuvo.
- ¿Por qué los federados? ¿Esas tierras no están al cuidado de ningún señor? - preguntó el Duque intrigado.
- Sí, Duque. Durante los primeros ataques de los campesinos, los monjes acudieron a él. Un viejo chiflado. Un pagano. Parece que vinculado a la familia del anterior emperador. Fui a parlamentar con él para no tener que movilizar a mis hombres y me dijo que si por él fuera, las monjas podían arder en el infierno.
- ¡Eso es blasfemia! - gritó indignado Constante llevándose las manos a la empuñadura de su espada. El Duque le ordenó con la mirada que se callara y se contuviera.
- Posee una milicia poderosa, tribuno - trató de aclararle el bárbaro -. No era prudente arrestarlo por tales palabras.
- Todo eso no importa - Cortó el Duque -. Las ordenes del Magistrado Militar son muy claras: Las brujas deben morir así como todo aquel que les ayude o les de refugio. Yo me instalaré aquí. Espero que los federados sean rápidos y contundentes. Cuánto antes terminemos con esto, antes podremos dedicarnos a otra tarea más honrosa.
El gesto de Constante demostraba su desacuerdo por lo que iba a suceder. Su recta fe católica no entendía como el Magistrado Militar podía dar semejantes órdenes. Las brujas tenían que morir... pero lo que iba a suceder era, desde su punto de vista, horrible. No obstante, era un soldado, cumpliría con las ordenes por muy desagradable que estas fueran. Al fin y al cabo, detrás del Magistrado estaba el católico emperador y, sin duda, la aprobación de los principales obispos, entre ellos el de Roma.
- ¿Y qué hay del Candidato? - preguntó Antíoco.
- El emperador de Oriente nunca tenía que haberle enviado a Occidente.
El Duque dio por terminada la reunión, pero Sigerico quería algo más:
- Espero que después de la carnicería nos deis las tierras prometidas, Duque.
- Eso no me corresponde a mí, godo. Tú sabrás que trato tienes con el Magistrado Militar.
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