Relatos de Jjojismos

· La última bolchevique (concluido), una mujer regresa del exilio y se encuentra con un país devastado por la guerra. Perseguida, deberá aliarse con los compañeros que la traicionaron para luchar por su supervivencia.
· Una nueva historia (en proceso), 1913, han asesinado al hijo de un importante empresario, el detective Jhan, un troglo, no cree que el sospechoso detenido, un trabajador de oficinas mamón, sea el verdadero asesino.
· Jaime (en proceso), la secuela de La última bolchevique. Bella, colaboradora de los nuevos bolcheviques se lanza a la búsqueda del a la par odiado y amado Jaime para evitar una nueva guerra.
· La muerte de Ishtar (en proceso), nos situamos a finales del siglo IV, principios del V. La nueva religión cristiana se abre paso frente a las antiguas creencias paganas. Dos mundos chocan y luchan entre intrigas, persecuciones y aventuras.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Capítulo 4, la ciega 1.

Bruno nos pudo proveer de algo de dinero, no mucho, pero suficiente para el viaje. También me dio un teléfono móvil seguro, con el que me podía comunicar directamente con él y no podía ser rastreado. Me insistió en que lo usara si necesitaba su ayuda. Por último, nos dio tres pistolas, una para cada uno, y munición suficiente, por lo que nos pudiéramos encontrar. 

Pablo, que seguía muy callado, no se negó a coger el arma. Es verdad que la aceptó con desgana, apretando los dientes y los puños. Pero para mí se hacía evidente que algo había cambiado en su interior. No hacía tanto tiempo hubiera protestado y rechazado la pistola como si se tratara de la peste. Ahora se la quedaba resignado. Le encontré turbado, meditabundo y más oscuro. Recuerdo que en ese momento pensé que una falsa armadura que Pablo había construido en torno a su alma se había comenzado a agrietar. Y lo que era peor: estaba convencida de que yo era la responsable. 

Nos despedimos afectuosamente de Bruno y su bebé. Algo me decía que volvería a ver a mi gran amigo de la guerra y eso me tranquilizó. Subimos entonces a nuestra furgoneta con el objetivo de abandonar la ciudad de Cáledon. Miré por las ventanas de la furgoneta: El sol se desperezaba tras los edificios de la ciudad anunciando con sus rayos un nuevo día. El cielo, libre de nubes, se transformaba, desde el negro estrellado de la noche, a un vivo e intenso azul dispuesto a dominar todo el firmamento. Iba a ser un día brillante y eso parecía una buena señal. 

Aunque probablemente ya no hubiera controles para salir de la ciudad, rehuimos las autopistas y las carreteras generales y optamos por rutas secundarias. Una vez que dejamos atrás la gran ciudad, los barrios y los polígonos industriales, el camino fue tranquilo. No obstante pudimos comprobar cómo aun no se habían cerrado las heridas de las guerras: Numerosos campos, antes de cultivo, aun estaban inútiles, yermos, o cubiertos de cenizas. Las ruinas en la ciudad de Cáledon casi habían sido reconstruidas, salvo en algunos barrios como Lacánsir, pero en el interior del país la situación era muy diferente. Las carreteras nos llevaban a través de bosques carbonizados y pueblos derruidos, algunos demolidos piedra sobre piedra. ¡Toda aquella destrucción! En más de una ocasión tuvimos que cambiar de ruta porque nuestra carretera terminaba bruscamente en la nada, en un cráter abierto por la detonación de explosivos o en el cauce de un río salvaje que antes era contenido y conducido por presas y canales hoy destruidos. 

¿Algún día se recuperarían aquellos campos y caminos, se plantarían nuevos árboles y se repoblarían los bosques y aldeas con animales y humanos? Negué lentamente con la cabeza. Estaba convencida de que no. Creía que era un castigo por nuestra arrogancia, por querer conquistar el futuro, tomar el cielo al asalto… Por nuestra culpa, el futuro de la humanidad era negro y ceniciento, un imperio de ruinas y cucarachas… En ese momento realmente pensaba que la responsabilidad nos torturaría para siempre. Así de sombríos eran mis pensamientos cuando recorríamos aquellos caminos ruinosos y grises. 

Pero no solo había despojos y destrucción: Pudimos también comprobar cómo algunas propiedades brillaban con luz propia. Las ruinas daban bruscamente paso al esplendor. Supongo que aquellas fincas que se desarrollaban y prosperaban, donde se apreciaban ricos cultivos, ganado saludablemente gordo, palacetes barrocos guarnecidos con matones privados, pertenecían a importantes figuras del gobierno, a poderosos terratenientes, nobles de la antigua monarquía que ahora eran republicanos “de toda la vida” o a nuevos ricos, empresarios venidos a la tranquilidad del campo y traidores de las guerras que supieron aprovechar todo un océano de oportunidades con el mercado negro, el tráfico de armas y el acaparamientos de suministros... Viendo aquellos palacios mi estado de ánimo no fue, ni mucho menos, más optimista, pero recuperé parte de aquella furia que en el pasado me había lanzado a la guerra: detestaba aquella ostentación, el lujo desmedido, toda aquella tremenda riqueza acumulada mediante el robo y el saqueo, mediante la explotación y la esquilmación. Rectifiqué mi visión del futuro: negro y ceniciento sí, pero el imperio de ruinas sólo era para la inmensa mayoría, mientras que el oro y las joyas eran para las cucarachas. 

Cerca del anochecer llegamos a New Haven. Aunque como ciudad nunca ha sido gran cosa, era importante por ser la capital de la más importante región agrícola de la Republica. El centro de la ciudad estaba poblado fundamentalmente por los administradores y los cortesanos de las propiedades agrarias, los funcionarios de la República -encargados de asesorar, ayudar y sobre todo proteger a los señoritos del campo- y los tenderos y pequeños propietarios dedicados a cebar de alimentos, bebida y ocio a los señoritos y todas sus comparsas. 

Pero si en New Haven estaban los archivos y leyes, las porras, los estómagos agradecidos y las reservas de grasa, la verdadera alma de la región, su corazón y sus músculos, se encontraban repartidos por los numerosos pueblos jornaleros que rodeaban la ciudad. Eran pueblos pequeños, apenas una iglesia, el cuartelillo de la policía rural y, eso sí, suficientes barracones para poder alojar a los trabajadores agrícolas -antaño siervos, hoy asalariados- que cultivaban el huerto de la República. No es de extrañar que el bolchevismo se extendiera por todos estos pueblos, reclutando a miles de jornaleros, autóctonos y emigrantes, que trabajaban de sol a sol a cambio de miseria. 

Yo soy de uno de esos pueblecitos.

Capítulo 3, la última bolchevique 15

Esa noche, a pocas horas de la partida, no pude pegar ojo. Ya no solo eran los ronquidos de Víctor o los periódicos llantos de mi pequeña tocaya. A mi cabeza volvían una y otra vez las imágenes de mi comparecencia ante la Ejecutiva. Resonaron mis palabras, me imaginaba las escenas que había leído en las actas... Rompí a llorar. Como mi orgullo no me permitía que mis compañeros me vieran así, me levanté corriendo y salí del piso. Me refugié en la calle. No había ni un alma. Cáledon dormía. De lejos se oía algún coche, alguna sirena, algunos ruidos... Pero la calle en la que estaba era tranquila y oscura, sin alumbrado público. 

¿Qué quería yo de mi misma? ¿Por qué había vuelto? ¿Realmente tenía yo razón con mi visión sobre la guerra, sobre el Partido? En el exilio todo se resolvía en absurdas veladas de emigrados que se emborronaban por el alcohol, los antidepresivos y las demás drogas... Debates de salón con otros exiliados donde nos lamíamos las heridas, aplaudíamos nuestro heroísmo pasado –sin mencionar nuestra cobardía presente- y maldecíamos una derrota que no comprendíamos. Para Verónica, en cambio, todo parecía más claro: nuestra derrota procedía de la división… Pero ahora creo que esa división era inevitable… tenía que darse antes o después. 

Entonces, en aquella calle me sorprendí pensando en los bolcheviques en primera persona del plural: “nosotros”. ¡Pero no! ¡Yo no soy bolchevique! –Me dije- No tengo partido. Ni con Jaime, ni con el CC. Estaba sola. Creía que todos estábamos solos. 

Pero no estaba sola. A mi espalda apareció Bruno. Siempre a mi lado. En mi interior quería pedirle que lo dejara todo, que dejara a su hija y viniera conmigo. Le necesitaba. 

- El bebé duerme plácidamente. Pero soy yo el que no puedo conciliar el sueño. Veo que no soy el único, capitana. 
- ¿Cuántas veces te he dicho que no me llames capitana? 
- Siempre serás mi capitana. Nos guste o no, la guerra forma parte de nosotros. 

Nos miramos. Quería abrazarlo, gritarle que lo necesitaba, que no quería irme sin él. 

- Siento mucho lo de Gloria - le dije con lagrimas en los ojos. 

Bruno miró hacia el cielo y se hizo el silencio. 

- Es extraño. - me dijo pasado un rato - Nos vendió, nos traicionó... Sé que creía que así salvaba a su hija... No puedo odiarla... A su lado pensaba que podría superar la guerra, pero no fue así. La guerra no ha terminado. 

Se hizo un nuevo silencio. 

- Pero la guerra era más sencilla al principio. - Continuó Bruno - Cuando estaba claro quién era el enemigo. Ahora en cambio... 

Y nos quedamos allí hablando durante horas de anécdotas de la guerra. Al principio, recordando las más terribles, pero después, las curiosas, incluso las divertidas, a los compañeros, sus apodos y sus excentricidades... Había un miliciano al que le llamábamos “Esfínter” porque se pasaba el día con ganas de ir de vientre. Otro miliciano era “Bufón” famoso por sus bromas, muchas veces pesadas. “Milady”, una miliciana que cuando se incorporó a filas sentía asco por el fango, los insectos… Y así continuamos charlando hasta el amanecer. 

***
 
New Haven. Ese era el primer destino. Helena la ciega nos había seguido los pasos y con su oído superfino y con un aparato de escuchas sabía a dónde íbamos. Partió antes que nosotros, preparando planes y trampas que nosotros ni sospechábamos.

FINAL DEL CAPÍTULO 3

martes, 18 de diciembre de 2012

Capítulo 3, la última bolchevique 14.

Cerré la libreta de actas. Miré a mí alrededor. Pablo, que se mantenía en un anormal silencio desde que habíamos abandonado la central hidroeléctrica parecía turbado y ensimismado en sus pensamientos. Bruno me preguntó si me encontraba bien. Víctor parecía adivinar que lo que había leído era muy importante. Noté como el anciano me buscaba con la mirada. 


- ¿Tú eras el responsable de formación de Jaime? - le pregunté. 

No sé por qué se lo pregunté. En las actas no aparecía especificado algo así. Sin embargo, ahora estaba convencida. Desde el principio había tratado de atar cabos sueltos, sin éxito. Sabía que el anciano me estaba utilizando, pero desconocía el por qué. Seguía sin saberlo, pero al menos ya no estaba completamente ciega. Todo hasta entonces había parecido una gran casualidad, una especie de conjunción cósmica. Pero yo no creía en eso, yo creía que el accidente expresaba la necesidad. 

El viejo no se inmutó, ni mostró sorpresa, disgusto o preocupación. Simplemente asintió con la cabeza. Yo tenía razón. Aunque seguía rodeada de incertidumbres, este descubrimiento me tranquilizó. 

- Y supongo que no eras un doctor del hospital que por casualidad pasaba por el lugar de mi accidente. 
- Realmente soy doctor, pediatra, pero por lo demás estas en lo cierto. Me enteré de que volvías a la República. Te estaba siguiendo cuando los mercenarios volaron el autobús. 
- ¿Qué quieres de mi? 
- Busco a Jaime, muchacha. Pensaba que tú sabías donde está. Ahora sé que no, pero, tal vez, alguno de los compañeros de Verónica quizás lo sepa. 
- ¿Para qué lo buscas? 
- Para que regrese. Pese a todo lo que ha pasado, él sigue siendo un símbolo. El gobierno no ha podido terminar con él y con su leyenda. 

Se hizo un silencio. Al rato Víctor continuó hablando. 

- Mira muchacha, no creo que sea una casualidad que Verónica te haya pedido que busques a los antiguos dirigentes bolcheviques. Exactamente los mismos que estuvieron en tu juicio. – Me explicó Víctor – Quizás ella te necesita para dar con ellos. Quizás solo salgan de sus escondites si eres tú quien les busca. 
- No lo sé Víctor, pero puede que si les encuentro entienda algo de lo que está pasando… de lo que pasó… de lo que me pasó. 

Yo era un mar de dudas... Le expliqué al anciano lo que había descubierto en las actas, lo que, tras marcharme de la reunión, habían discutido los dirigentes bolcheviques. Víctor me escuchó con mucha atención. Pablo y Bruno se miraban uno al otro sin entender del todo lo que yo relataba. 

- ¡Buscas entonces la verdad! - Exclamó impactado Víctor cuando terminé mi explicación - ¿Quieres averiguar qué es lo que pasó exactamente? Pero quizás esa búsqueda te haga comprender qué es en realidad el bolchevismo y por qué fracasaron tanto Jaime, como el CC de Verónica. Pero no dejas de ser ambiciosa, muchacha: También fue la ambición lo que, en parte, te hizo seguir a Jaime. 

Quería protestar por esa afirmación, pero Víctor continuó hablando: 

- Tú y yo sabemos que a ti te gustaría que Cayo tuviera razón en lo que dijo: te gustaría que tu papel en todo esto fuera crucial. - El anciano me sonreía- Pero tampoco olvides que puede que sea Orestes el que acertara contigo. 
- ¡Ya veremos! -tome las palabras del anciano como una especie de reto- El movimiento se demuestra andando y mañana me pondré en marcha. 

Di la espalda a Víctor y me puse a pensar en voz alta. 

- Me gustaría ver primero a Cayo. Seguro que me aclararía muchas cosas…
- Pero New Haven está muchísimo más cerca de Cáledon que Timberlane –añadió Víctor a mis pensamientos-. Además, no hay duda de que encontrar a Orestes también tiene su interés e importancia. Él era el responsable político del Partido. De allí podemos ir a Davenport, luego a Timberlane, esa ciudad de locos arranios, y finalmente Vancouver en las montañas… Es el mejor orden posible.
- Sí –Desde luego era el camino más recto desde Cáledon, bajar a New Haven para luego acercarnos a la costa y subir por Davenport y Timberlane hasta la frontera con el continente y la antigua ciudad de Vancouver - Tienes razón, es lo mejor: en cuanto amanezca, partiré hacia New Haven...

¡Malditas las ganas que tengo de viajar a New Haven! – pensé entonces porque realmente tenía muy poco entusiasmo por visitar ese rincón de la República. 

- Permíteme que te acompañe - me pidió con suavidad y educación el anciano, que no había dejado ni por un instante, de prestar atención a mis palabras. 
- Puede que sólo Jaime sepa dónde está Jaime, anciano... - Le respondí. 
- Lo sé, pero no me importa. Jaime es una idea. Es verdad, es una idea muy grande, pero cualquier idea puede reemplazarse por otras ideas… nuevas y mejores... 
- Yo, capitana - me dijo Bruno cuadrándose ante mí – también iré contigo. 
- No, Bruno. - Sabía que mí querido camarada estaba dispuesto a acompañarme hasta la muerte si era preciso, pero ahora mi mecánico preferido tenía otras responsabilidades: - Recuerda a tu bebé. Eres lo único que tiene. ¿Piensas abandonarlo para seguirme a vete tú a saber que nuevas aventuras? No, Bruno. No lo puedo permitir. Tu sitió es aquí. 

Bruno protestó varias veces. Decía estar dispuesto a dejar a su hijita a unos familiares, pero finalmente entró en razón. Logré quitarle esa loca idea de la cabeza. 

- Además – continué explicándole a mi amigo - Recuerda los trabajadores de la Cia+Fia... Querían luchar, querían organizarse... ¡Ni siquiera sabemos que les habrá pasado, a ellos y a sus familias! Debes velar por ellos. Tienes mucho trabajo aquí Bruno. 

Nos dimos un fuerte abrazo. Sabía que le echaría mucho de menos y que no encontraría a nadie tan digno de confianza y amistad. 

- ¿Y tú que vas a hacer Pablo? - Preguntó el anciano al muchacho. 

Pablo miró a Víctor. Luego me miró a mí. Devolvió la mirada al anciano y tras varias vacilaciones le respondió resignado: 

- Os acompañaré. Aquí en Cáledon ya no me queda nada. 
- ¿Seguro? - le pregunté - Ya has hecho mucho por mí, Pablo. No tienes ninguna deuda que saldar. 
- No, no te preocupes. Te acompañaré. 

Parecía como si Pablo, a medida que se hacía más a la idea de acompañarme, se sintiera más a gusto, más relajado… De la tristeza que parecía sentir desde hacía horas, ahora se volvía más animado: 

- Además, – me dijo ya con su más habitual ironía - tú no quieres que se separe de ti un tipo tan guapo y simpático como yo, ¿verdad?

lunes, 17 de diciembre de 2012

Capítulo 3, la última bolchevique 13.

Comencé a leer las actas: 

Reunión extraordinaria de la Ejecutiva nacional del Comité Central. Fecha: 1 de noviembre del año 14 de la Era Republicana. Preside la reunión: Orestes. Toma actas: Taylor. Asistencia: Cayo, Luisma, Marian, Orestes, Taylor y Verónica. Ausencias: Ninguna. Orden del día: Punto único. Comparecencia ante esta comisión del Comité Central de…” 

Recordaba aquel día como si fuera hoy. 

Tras la guerra antifascista, cuando Jaime había decidido continuar la lucha contra el gobierno, yo no podía más. Como ya os he dicho en varias ocasiones estaba rota, cansada, hastiada... Acudí por propia voluntad a la sede central del Partido en Cáledon. Creo que ese fue el día en que le di la espalda definitivamente al bolchevismo. Los últimos vínculos que me unían a Verónica o a Cayo saltaron en pedazos. De allí salí al exilio. 

La sala donde se reunía el Comité Central era un amplio salón de actos, con capacidad para más de quinientas personas. Tenía forma de hemiciclo, presidido por una imponente mesa presidencial de madera de buena calidad. La sala estaba iluminada por grandes ventanales de cristal que se abrían en el techo y que dejaban pasar ampliamente la luz del sol. Las paredes estaban pintadas de color blanco con adornos rojos y púrpuras. También estaban decoradas con los retratos de diversos revolucionarios de la historia, desde Marx hasta Leoria, símbolos comunistas y grandes murales de obreros de distintas épocas en lucha. Era el corazón del Partido Bolchevique. 

En las grandes reuniones plenarias del CC, antes de la escisión de Jaime, el salón se llenaba de vida: había talentosas mentes, intrépidos revolucionarios, brillantes organizadores, agitadores y propagandistas. Allí se daban cita para discutir las perspectivas políticas y las tareas para construir el Partido. Filosofía, economía, historia, arte y guerra se combinaban con el objetivo de terminar con la explotación del hombre por el hombre. Más de doscientos hombres formaban parte del máximo órgano de decisión del Partido, entre congreso y congreso. 

Pero en aquel momento, tras la escisión, las primeras muertes y las primeras deserciones, todo el edificio, toda aquella sede central tenía un aspecto fantasmagórico. En especial el salón de actos. Me habían contado que en el último plenario del CC, justo antes de mi reunión con la Ejecutiva, sólo un par de docenas de dirigentes habían ocupado sus puestos, sobre todo, ancianos y mutilados. El Partido se moría. La propia Ejecutiva estaba muy mermada. De contar con veinticinco de los mejores cuadros, ahora sólo aquellos seis seguían al frente. 

Taylor y Orestes presidían la reunión sentados tras la gran mesa de madera. Orestes era un hombre mayor, de pelo liso y canoso, antaño poblado, ahora con prominentes entradas. Llevaba, como muchos dirigentes bolcheviques, unas pequeñas gafitas que no ocultaban unos ojos vivos e inteligentes. Taylor era bastante más joven, rondaba entonces los treinta y cinco años, con una intensa y poblada melena negra. Tenía una cicatriz que atravesaba perpendicular su ojo derecho. Decían que de haber luchado contra bandas fascistas. Tras ellos se alzaban cuatro retratos presidenciales con los principales ideólogos bolcheviques: Marx, Engels, Lenin y Trotsky, y una gran bandera roja con la hoz y el martillo, el principal símbolo del Partido. 

Los demás dirigentes estaban esparcidos por el hemiciclo del salón de actos, como si rehuyeran la compañía unos de otros. Luisma era algo más joven que Orestes, de la misma generación que Verónica, es decir, entonces rondaba los cuarenta. Estaba calvo y gordito. También llevaba gafas, pero estrafalariamente grandes en contraste con sus ojos que eran muy, muy pequeños. Marian también tenía una edad similar a la de Verónica, quizás algo más joven. Era una mujer alta y esbelta, de pelo castaño recogido en coleta y pecas sobre su nariz, lo que le hacía parecer más juvenil. Luego estaba la propia Verónica… Y por último estaba Cayo. Cayo tenía un par de años más que yo. Entonces no debía de haber cumplido los veinticuatro años. Nunca un bolchevique tan joven como él había formado parte de la Ejecutiva Nacional. Las malas lenguas decían que había sido la recompensa por romper con Jaime. Alto y delgado, llevaba una frondosa barba sin bigote, por supuesto gafas, y el pelo muy corto, castaño claro. Durante la reunión no dejó de fumar compulsivamente. 

Y ahí me encontraba yo, enfrentándome a los restos del CC, del antaño poderoso Comité Central, representado por lo que quedaba de su Ejecutiva. Me temblaban las piernas, pero entré de frente, desde la puerta hacia la mesa presidencial a través de un pasillo descendente que dividía en dos las butacas del hemiciclo. Ya abajo me detuve frente a Taylor y Orestes sin mirar a mí alrededor ni por un instante. Quería demostrar firmeza. Creo que buscaba impresionarles... o tal vez era yo misma la que estaba impresionada y actuaba así por pura defensa. Y es que no quería cruzar mi mirada ni con la de Verónica, ni con la de Cayo. ¡No podía! Si les hubiera mirado, aunque hubiese sido de reojo, probablemente esa fachada de firmeza que trataba de aparentar se hubiera quebrado. Era mucho lo que aun sentía por ellos. Así que a mi espalda quedaron los dos, junto a los otros miembros de la Ejecutiva. 

Fue Orestes el que, manteniéndose sentado, tomó la palabra: 

- Estás aquí a requerimiento del Comité Central… 

Su voz era muy firme y seria, en el pasado aquel hombre me imponía un tremendo respeto. Pero no le dejé terminar. Eso antes nunca hubiera sucedido. ¡Y es que empezábamos bien! Aquellas pocas palabras y yo ya estaba furiosa. ¡Estaba allí porque yo me había presentado, porque yo quería y no por requerimiento de nadie! 

- ¡Estoy aquí por propia voluntad! ¡Nadie me ha obligado a venir! – interrumpí. 
- ¿Y qué haces aquí entonces? – Continuó Orestes – No parece que vengas a pedirnos perdón. 
- No. No vengo a pediros perdón. 
- Asumimos entonces, que no reconoces tus errores. – Tomó la palabra a mi espalda Luisma con su voz de pito. 

Me mantuve firme con la mirada centrada en Orestes que parecía sonreír: 

- Si es un error luchar contra los fascistas, soy culpable de ese error – Respondí desafiándolos. Orestes frunció el ceño. Taylor, mudo, permanecía con una falsa sonrisa. 
- El error no era luchar contra los fascistas –Continuó Luisma - El error era desoír a este Comité Central. 
- El error – siguió Orestes - era lanzarse a una loca guerra que sólo podía desgastarnos y fortalecer al enemigo. 
- El error – continuó Marian, también a mi espalda – era dividir al Partido, cuando nuestra fuerza siempre ha estado en la unidad. 
- Es fácil señalar mis errores. ¿Vosotros no los cometéis? – recuerdo que estaba muy enfadada con aquellos arrogantes. Ellos no habían estado en la guerra, no sabían lo que había sucedido. Se atrevían a pontificar sentados en sus poltronas. Yo había visto morir a inocentes, había matado a seres humanos, había sufrido y había llorado. Mis ojos se enrojecieron, pero no quería darles el gusto de que me vieran hundirme. 
- Eso es… - Orestes trató de hablar, pero le volví a interrumpir. Su labia y experiencia eran peligrosas. Era capaz de dar la vuelta a lo que yo dijera y no quería oírle. 
- Yo creo que el error fue vuestro, estimados compañeros de la Ejecutiva: Dejasteis que los jóvenes nos lanzáramos solos a la lucha. Los veteranos, los sabios, los cuadros se quedaban de brazos cruzados en interminables discusiones. Si vosotros os hubierais puesto a la cabeza en la batalla, ahora Jaime no tendría sueños imposibles. 
- ¡Es increíble! – Tronó Verónica a mi espalda. Se había estado conteniendo, pero ya no podía aguantar más – ¡Ella no escucha! ¡Ella no quiere darse cuenta de la verdad! Ya no es una de nosotros - Creo que fue entonces cuando me di cuenta de que Verónica tenía razón al decir aquello: yo no era uno de ellos. 
- No podemos ayudarte. – Señaló resignado Orestes - Es verdad que no has continuado junto a Jaime en su actual locura, pero con tu actitud y tus palabras demuestras que no has aprendido nada de lo que ha pasado. - El dirigente emitió sentencia. - Esta Ejecutiva nacional del Comité Central del Partido Bolchevique ratifica en tu persona la decisión que adoptamos para con todos los que siguieron al traidor: Estás expulsada del Partido Bolchevique. Entrégame tu carnet. Te recomendamos que tomes el camino del exilio… y que medites sobre todo lo que ha sucedido. 

Me condenaron al exilio. Eso significaba que si permanecía en la República estaría sola, sin protección contra el gobierno e incluso al alcance de las balas de los seguidores del CC. Así pues, con mucha tranquilidad, saqué del bolsillo trasero de mi pantalón un pedazo de cartón doblado de color rojo. Era el carnet del Partido. Lo llevaba conmigo siempre, desde hacía muchos años. Hice el amago de posarlo encima de la mesa, pero finalmente, tras mirarlo, recuerdo que primero con cierta nostalgia, pero luego con ira, lo rompí en varios trozos y arrojé los pedazos al aire. Me di media vuelta y, volviendo a evitar que mi mirada se cruzada con la de Verónica o la de Cayo, abandoné aquella sala para no volver jamás. 

Creo que allí ya sólo hay ruinas. 

Como comprenderéis, recordar aquella reunión me entristeció profundamente. Mis ojos estaban a punto de llorar. De hecho, creo que lo hice, aunque ninguno de mis compañeros me lo ha reconocido posteriormente. ¡Pero es que no os podéis imaginar lo mal que lo pase! Tanto en aquella sala, como más adelante recordando. Reconozco que me comporté como una niñata, sin ningún respeto ante el máximo órgano de dirección. La ira y también, porque no admitirlo, la arrogancia, había podido conmigo. Ni siquiera el gran Jaime había osado portarse así ante ellos. Pero es que no se habían molestado en escucharme, en tratar de comprenderme. Su decisión, la decisión de exiliarme la habían tomado a priori y todo lo demás era un sin sentido. 

Pero quizás lo que más me dolía era la manera en que Verónica y Cayo habían actuado. Estoy segura de que Verónica me odiaba. Me odiaba por haberla abandonado. Y era ese odio el que hablaba. Cayo, por su parte, ni siquiera había abierto la boca. No había tenido la decencia de decir nada. Todos sabíamos que mi antiguo amigo simpatizaba con los planteamientos de Jaime. Varias veces lo había demostrado y me lo había reconocido. Sin embargo, en el momento de la verdad, cuando Jaime no esperó más y se lanzó a la batalla, Cayo le abandonó como un cobarde. Cobarde con Jaime, cobarde conmigo. 

Pero las actas no terminaban ahí, sino que, para mi sorpresa, la reunión continuaba: 

... abandona la sala. 

Cayo pide la palabra” 

¡Cayo! 

CAYO: Está muy segura de sí misma. ¡Cuántos jóvenes talentos estamos perdiendo! Ella es una revolucionaria. Lo ha demostrado siempre, incluso hoy, viniendo a nosotros”. 

¡Yo era una revolucionaria! Eso decía Cayo, pero ¿por qué no me lo había dicho antes, delante de todos ellos? ¿Por qué no me lo había dicho a mí? 

MARIAN: No podemos ser ciegos. Somos responsables de lo que ha pasado. 

VERÓNICA: Nosotros no tenemos la culpa. Nosotros nos hemos mantenido firmes en las ideas y métodos correctos. 

LUISMA: Hablamos de responsabilidad, no de culpa. 

VERÓNICA: Tonterías. Cada uno es responsable de sus actos. Fueron otros los que guiaron a Jaime para que tomara el camino que tomó. No nosotros. 

ORESTES: Hablas de él. Pero no es eso lo que estamos discutiendo hoy aquí. Hemos decidido mantenernos firmes porque atravesamos un momento muy grave, pero no podemos cerrar los ojos a lo que, sin duda, hemos contribuido. 

CAYO: Ella tenía razón. Si nos hubiéramos puesto al frente no sólo hubiéramos evitado la división del Partido, sino que, una vez concluida la guerra contra el fascista hubiéramos contado con la autoridad suficiente para convencer a Jaime de que tocaba defendernos y no atacar. 

MARIAN: Jaime sólo escuchó el sufrimiento del pueblo. Como él, como ella, muchos bolcheviques no podían quedarse de brazos cruzados. Y fueron ellos los que derrotaron a las potencias fascistas. 

VERÓNICA: Ellos dividieron el Partido, no nosotros. Los fascistas sólo podían mantener su ofensiva con un enemigo al frente. Si Jaime no se hubiera alzado, el gobierno de la República inevitablemente habría caído. Nosotros podríamos estar ahora en el poder. Todo lo que ha sucedido ha sido por culpa de que ellos no confiaban en la dirección, no tenían la suficiente disciplina, no comprendían la dialéctica de los procesos. 

LUISMA: Comprender la dialéctica de los procesos nos hubiera llevado a comprender que los trabajadores no se quedarían de brazos cruzados mientras los fascistas avanzaban. Hubiéramos anticipado una fractura en nuestras filas. 

VERÓNICA: La fractura en nuestras filas es por culpa de una negligente formación de nuestros cuadros. Pero es verdad, yo la formé a ella y tengo parte de responsabilidad. ¡Pero, quien formó a Jaime! Ahí está la respuesta. 

MARIAN: No estoy de acuerdo contigo Verónica, pero toda esta discusión carece ahora de sentido. Nuestro objetivo primordial tiene que ser defendernos. Sobrevivir. Ya haremos un balance de todo esto para sacar las lecciones pertinentes. Pero si no sobrevivimos de poco importa. 

CAYO: Confío en ella. Necesitamos preservarla. El exilio la protegerá de lo que está por venir. Sé que cuando esté preparada volverá. Y entonces jugará un papel crucial. 

ORESTES: Eso habrá que verlo. No podemos olvidar por qué siguió a Jaime. Mira lo que están haciendo muchos de los que le siguieron, incluso algunos se han pasado al campo del fascismo. 

CAYO: También de los nuestros... 

ORESTES: Sí, sí, pero yo no me fío de ella. Quizás vuelva del exilio, y quizás vuelva cambiada… pero a peor. Sólo el tiempo nos lo dirá. Nosotros ahora tenemos que proteger al Partido. Pronto el gobierno caerá sobre nosotros. Pero estamos preparados y no nos derrotarán. Todo está previsto. Vayamos a ello. Se levanta la sesión.” 

No había más texto en aquella libreta. Después sólo había páginas en blanco. Parecía entonces que mi comparecencia había sido la última reunión de la Ejecutiva, al menos la última recogida en las actas oficiales. 

- ¡Toda esa discusión después de mi partida!… ¡la desconocía! 

¡Qué equivocada estaba… de tantas cosas!

domingo, 16 de diciembre de 2012

Capítulo 3, la última bolchevique 12

El piso franco prometido por las gemelas, como no podía ser de otra manera, estaba en el barrio de La Colmena, pero en unas calles que no se habían visto afectadas por los asaltos policiales de la noche anterior. Estaba en una de aquellas monstruosas torres, en esta ocasión en un sótano. Sin ventanas, muy pequeño, poca altura... Era realmente claustrofóbico. Al menos había una neverita estaba provista de agua, leche y un poco de queso... ¡Ag!, no, no, recuerdo el queso... el queso estaba malo... O era de esos azules tan pestilentes. Lo cogí y lo tiré fuera, a una papelera de la calle. ¡Qué asco! A mi pequeña tocaya tampoco le gustó ese olor y se puso a llorar. 

- ¿Qué tal te fue con la autoproclamada “última bolchevique”, muchacha? - me preguntó Víctor con mucho interés. 
- Por lo que dices, deduzco que ya conocías a Verónica. 
- Había oído hablar de ella. 
- Yo sólo trataba con las gemelas - se apresuró a explicar Bruno - Aunque tenía que haberme imaginado que la Red tenía que haberla organizado alguien con más experiencia. 
- Verónica me ha pedido ayuda. Dice que está reconstruyendo el Partido... 
- ¿Con las gemelas? - Bruno parecía contrariado. - He tratado con bastantes bolches, capitana, y puedo asegurar que Aral y Lara no tienen nada que ver con cualquiera de los bolcheviques que conocí. Son egoístas, bruscas, impacientes... 
- ¿Son por definición los bolcheviques generosos, suaves y pacientes? - señalo incisivo Víctor 
- No, no necesariamente, pero... 
- Sé lo que quieres decir Bruno. - Corté aquella discusión sobre las gemelas. Yo sabía lo que Bruno intuía. - Las gemelas no son bolcheviques. Pero no porque no quieran. Verónica ha decidido que ninguna de las tres hermanas están preparadas para ser bolcheviques – Bruno no comprendía nada, se mostró contrariado – Ella las utiliza como... asistentes... Y puede que para alguna otra cosa más... - me dio una arcada solo de pensarlo. Era impropio de alguien que se reclamaba bolchevique - No sé por qué he accedido a ayudarla. 
- ¿A qué accediste exactamente, capitana? 
- Quiere que le ayude a encontrar a cuatro miembros de la antigua Ejecutiva Nacional del Comité Central. 
- ¿Ah sí? ¿Qué le has dicho? - volvió a preguntar Víctor muy interesado. 
- Me comprometí a hacerlo. Tengo que buscar en New Haven, Davenport, Vancouver y Timberlane. ¡Vaya locura! Recorrerme la República de punta a punta... Para ayudar a los hombres y mujeres que me despreciaron, me expulsaron y me mandaron al exilio... 
- ¿A qué te refieres? - preguntó Víctor. 
- ¡Son los mismos hombres! ¡A que son los mismos hombres! A ver como os lo explico: cuando dejé a Jaime volví a Cáledon y me presenté ante la Ejecutiva Nacional del CC. Verónica era una de sus miembros, junto precisamente a los que ahora tengo que buscar. 
- ¿Acudías para disculparte por haber seguido a Jaime? - preguntó Bruno. 
- ¿Disculparme? No. Tenía que seguir a Jaime. De eso no tengo ninguna duda, pero después de la guerra… No sé... Estaba rota, desorientada… tenía claro que lo que entonces hacía Jaime iniciando una guerra civil no tenía ningún sentido… Pensé, ingenua de mí, que me ayudarían, que hablar con ellos me daría una perspectiva, un sentido a lo que estaba sucediendo, a lo que había pasado, a lo que pasaría entonces... 

Y dándole vueltas a todo eso me acordé de la libreta que me había entregado Bella. Era la última libreta de actas del la Ejecutiva Nacional del Comité Central. En ella aparecía mi comparecencia ante ellos, me había explicado la hermana pequeña de las gemelas. Ignoré a mis compañeros y busqué el texto, era la última anotación de la libreta. Verónica, gran aficionada a los papeles viejos, se enfadaría y rabiaría, al darse cuenta de su ausencia. 

Ese pensamiento me gustó.