- ¡Qué hacen aquí! ¿No saben que hay toque de queda? Haber, ¡documentación!
Víctor les dio los papeles de la familia Austin. ¿Qué podíamos hacer? Nos miramos nerviosos. Pensé en atacarles, aprovechar las habilidades de Pablo y Helena para que les golpearan y así montar en la furgoneta y huir. Pero entonces, identificados, prófugos, tendríamos que abandonar Tímberlane –ni siquiera sé muy bien como habríamos podido salir- y buscar a Cayo de otra manera, aparte de llamar la atención de las BAB y probablemente de Número 2.
- No son de aquí - dijo el agente que inspeccionaba los papeles. - ¿No les dijeron que tenían que ir a la Oficina de Turismo?
No parecían los típicos policías energúmenos incapaces de razonar. ¿O tal vez sí?
- Sí nos dijeron - comenzó a explicarse Víctor -, pero llegamos hace muy poco, ya era de noche. Venimos a hacer turismo. No sabíamos que había complicaciones en la ciudad. Pensamos que la oficina estaba cerrada y buscábamos donde pasar la noche para mañana ir a la oficina en cuanto abriera.
- ¿Y buscaban pasar la noche aquí? - preguntó casi riéndose el otro policía mientras señalaba el picadero - ¿no es un lugar poco habitual para una respetable familia de turistas, abuelo?
Nos encogimos de hombros. Pensé que nuestra suerte ya estaba echada, que no nos creían y que nos detendrían; que no habíamos actuado a tiempo.
- ¡Son ustedes una familia de lo más original! - continuó el policía que sostenía nuestros papeles.
- Un grupo como ustedes delante de este picadero, jajaja, cualquiera pensaría que le espera a usted, abuelo, - dirigiéndose a Víctor - una gran fiesta jajaja muy variada. - ¿buscaban provocarnos o simplemente se estaban cachondeando de nosotros?
- Sí jajaja - se reía el otro policía- Demasiado variada para mi gusto jajaja.
- Bueno, jajaja, ¡ellas no están nada mal!
Las miradas viciosas y repugnantes de los dos policías repasaron mi cuerpo de arriba abajo para fijarse también en el de Helena y volver al mío. Helena no les veía, pero comprendía sus entonaciones. No le gustó nada y emitió un gruñido de protesta. Antes de que la tensión pasara a mayores le cogí del brazo para tranquilizarla. Pablo, mientras tanto, mantenía con esfuerzo una sonrisa falsa.
- Algunos ricachones falsean papeles para organizar jejeje “fiestas”, en lugares apartados, lejos de miradas indiscretas – Nos explicó uno de los policías.
- Sólo les estábamos tomando el pelo, jajaja. No teman.
Excepto Helena, los demás acompañamos a los policías con risas forzadas y nerviosas.
Cansados de meterse con nosotros, decidieron, por fin, devolvernos los papeles. Se los acercaron a Víctor, pero al alargar el brazo para recogerlos, el anciano mostró sin querer su mano vendada. Desde que Lara le había atendido en Cáledon, Víctor no se había cambiado el vendaje y, aunque la herida estaba tratada, no estaba cicatrizada ni muchísimo menos, sobre todo, después de todas y cada una de las emociones que habíamos vivido desde entonces. Así pues, las vendas estaban sucias: bastante manchadas de sangre, pero también de mugre. No parecía la herida de un anciano normal, tratado por la sanidad oficial.
- ¿Qué le ha pasado en la mano? - preguntó el policía.
Hubo un tenso instante de silencio.
- Debería acudir a una farmacia. Para que le cambien la venda – continuó el agente.
"¡Ufffff!" Respiramos tranquilos.
- No pueden quedarse por la noche en Tímberlane. ¿Éste es su vehículo?
- Sí - respondió Pablo.
- Deben salir de la ciudad. Los hoteles de fuera del área metropolitana les alojaran y ya mañana podrán volver.
Mientras el policía, con inesperada amabilidad, nos invitaba a irnos de Tímberlane, Helena me susurró algo al oído:
- Hay otras seis personas armadas rodeándonos. Y creo que estos no son policías.
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